En el año 1983 la revista británica Granta publicó una antología de los 20 autores menores de 40 años más prometedores de la literatura del país que marcaría una época por sus aciertos: Martin Amis, Julian Barnes, Kazuo Ishiguro, Ian McEwan y Salman Rushdie entre otros. Perteneciente a esa camada excepcional, traducida temprana y ampliamente en el mundo hispano por la editorial de Jorge Herralde, Graham Swift (1949) nunca tuvo la repercusión de sus coterráneos en estas tierras. Su literatura, por momentos, sigue pareciendo un secreto a voces. El Domingo de las Madres, su última novela, llega en el momento perfecto para corroborar a Swift como un narrador a la par de los nombrados.
La historia tiene su centro en el mencionado domingo, un día libre que solía darse a las criadas para que visitaran a sus familias. Pero el 30 de marzo de 1924 la huérfana empleada de los Niven, Jane Fairchild, pasa el día con su amante, Paul Sheringham, el único hijo de los vecinos que sobrevivió a la guerra. A pesar de que llevan años de relaciones clandestinas, primero por dinero y luego por placer, esta será su última vez juntos, ya que el joven Paul deberá casarse pronto con una chica de su misma clase social. El encuentro está contado con una maestría excepcional, con un ritmo evocador que le otorga una intensidad emocional imborrable. La narración en tercera persona sigue tan de cerca a Jane que por momentos se confunde con ella, mostrando cómo un día excepcional marcará su vida para siempre, colapsando las décadas en un momento definitivo. Cuando Paul se marche a reunirse con su prometida, Jane quedará libre en la casa. Se levantará de la cama y deambulará desnuda por una mansión solitaria, sin jerarquías. Verá por primera vez su verdadero yo, sin las condiciones sociales que la reprimen. Cuando finalmente se vista y salga, por la puerta principal, su vida nunca será igual.
En una entrevista de hace 30 años, Swift se quejaba de que la literatura inglesa de posguerra estaba “terriblemente ensimismada (…) encerrada en su propia anglicidad” (“englishness”, fue el término que usó). Esto puede parecer raro viniendo del autor de novelas como El país del agua (1983), en la cual la historia local y lo social tienen un papel determinante. Pero en una lectura más cercana, Swift se revela como un interrogador de la construcción y el mito de Inglaterra, un novelista no atrapado por la historia de su país sino interesado por ésta como área de indagación creativa. Este relato no es la excepción, y al igual que la ganadora del Booker, Últimos tragos (1996), se desarrolla durante un momento de cambio social. La década del 20 le permite trabajar con la emergencia de un mundo nuevo, que nace del duelo por la pérdida de los jóvenes en la Gran Guerra y la irrupción de una modernidad que alterará los modos de vida de una sociedad de manera irremediable. El Domingo de las Madres es a la vez un relato histórico y una reflexión sobre éstos, una advertencia contra la idealización del pasado y una elegía anclada en una sucesión de “érase una vez” que plantean un tiempo mítico a la vez que lo problematizan.
La narrativa es elíptica, una mezcla de lenguaje vulgar y literario que Swift maneja con destreza. Poco sabemos de cómo Jane continúa con su vida, cómo llega a transformarse en una reconocida escritora o a casarse con un filósofo de Oxford. Lo que Swift nos muestra es el origen de la vocación: su capacidad de observación –desde la cama, en algunos de los mejores pasajes de la novela–, su amor por los libros (énfasis en Conrad), facilitados por un patrón amable que le abre las puertas de su biblioteca; la libertad para reinventarse que le otorga el hecho de ser huérfana y tener que encontrar una identidad. Este modo de contar, sumado a la brevedad de la novela, libera a Swift de los pequeños tropiezos de algunos de sus trabajos anteriores, que por momentos se veían arrastrados por largos misterios que al revelarse perdían parte de su fuerza. Porque, como se permite reflexionar el autor hacia el final –a través de la voz de la Jane escritora–, de lo que se trataba era “de ser fiel a la verdadera materia de la vida, se trataba de intentar capturar, aunque jamás se logre, la percepción misma de estar vivo. Se trataba de encontrar una lengua. Y se trataba de ser fiel al hecho –una cosa seguía a la otra– de que en la vida hay muchas cosas –muchas más de las que pensamos, ay– que no pueden explicarse”.