Europa está viendo, nerviosa, cómo día a día es invadida por cientos de miles de personas que tratan de escapar del caos, la guerra y el hambre. Un niñito de camiseta roja, muerto en la orilla de una playa turca, los representa a todos. Imbéciles que captan intención de voto, como Donald Trump, son candidatos a presidente. Miles se creen mandatados por profetas para imponerse a sangre y fuego. Vampiros capitanean el sistema financiero chupando ganancias de cualquier cosa, indiferentes a las consecuencias sobre la gente y el ambiente. El imperio chino se eleva como una gigantesca sombra (¿tambaleante?) mientras otros imperios caen en la mezquindad. La organización del mundo privilegia la acumulación de dinero, no la vida. Circulan libres capital y mercancías, las personas sobran. Según el Banco Mundial, el 14,5 por ciento de la población mundial vive con menos de 1,25 dólares por día, y el promedio de gasto para las mascotas en Europa es de 2,5 dólares por día. Con un poco más, los gatos y perros de los ricos serán parte de la llamada “clase media”. El mundo es un infierno.
Afirmamos, unas ediciones atrás, que Dios no es sobrenatural, está en plena construcción en el seno de la especie humana cada vez más interconectada, tecnológicamente poderosa y con condiciones para adoptar el pensamiento científico (Brecha, 2-VII-15). El nuevo dios lo conforman las personas que son conscientes del poder y sus peligros y de la necesidad de asumirnos como parte de nuestros semejantes, de todo lo vivo y del planeta. Construir ese dios en el correr del siglo es la condición necesaria para nuestra supervivencia. Pueden lograrse también las condiciones suficientes para hacer del planeta un paraíso. Hay medios para que sea posible.
La palabra “satanás” viene del arameo y quiere decir enemigo, adversario. El Satanás de este siglo lo constituye el conjunto de obstáculos que se interponen impidiendo que sea posible hacer del planeta un buen lugar para vivir, así como las personas que los promueven.
El primer obstáculo consiste en creer que este es el único mundo posible, que la única organización viable es la que tiene como meta el beneficio y la acumulación de capital y no la satisfacción de las necesidades básicas de la gente. Claudicar frente al diablo es aceptar que la forma esencial de relación entre los humanos es la competencia y no la cooperación. Nos dicen que “sin crecimiento y consumo constantes no hay progreso, la solución a los problemas vendrá de la tecnología, de la inclusión financiera, de la ampliación de los mercados, y es necesario mercantilizar lo más posible”. ¡Vade retro Satanás!, espejitos de colores, chapucerías. Han existido y existen otras maneras de organizarse para vivir bien, cerca de la naturaleza y con base en la cooperación. En época de Fujimori una misión de “expertos en desarrollo” llegó a una comunidad andina peruana para evaluar las inversiones en modernización y fueron bloqueados por una manifestación indígena que pedía en una gran pancarta: “Por favor, paren ya de desarrollarnos”. La competición debe ser un entretenimiento, la cooperación una forma de vivir. Un mundo mejor no solamente es posible, es indispensable.
El segundo obstáculo es la fragmentación. Divide y el diablo impera. Nos transformamos en seres incapaces de empatizar. Creemos que somos individuos independientes y autónomos. Nos hacen creer que estamos en comunicación, pero lo cierto es que no estamos lado a lado. Nos desborda la información, nos falta el conocimiento. Todas victorias del diablo, que quiere hacernos creer que estamos solos, cada uno librado a su suerte.
El tercer obstáculo es la ignorancia. El dios del siglo XXI se apoya en el conocimiento científico, siempre cuestionable, pero siempre cercano y atento a la realidad. Las supersticiones y creencias basadas en no pensar ni cuestionar son resabios de pensamiento primitivo. Profetas, iluminados, farsantes que hablan en nombre de dioses metafísicos, que resisten a la investigación científica, al cuestionamiento, a la duda, son cómplices del adversario. En general, en nombre de grandes valores cultivan la pequeñez, haciéndose perdonar todos los domingos para recomenzar los lunes. Según una encuesta de 2010 de la empresa Gallup, sólo el 16 por ciento de los estadounidenses piensa que somos fruto de un proceso natural sin intervención divina (y 40 por ciento piensa que la tierra tiene menos de 10 mil años). Hay mucho trabajo por delante.
El cuarto obstáculo son los intereses de los que compraron acciones en el infierno. Los fiduciarios de la muerte, la explotación y el desprecio a los demás. Trafican con armas, drogas, dinero y gente. Gobiernan. Usan a los débiles para que hagan el trabajo sucio, se sostienen en la soberbia y se sienten impunes, y a menudo lo son por largos períodos de tiempo. No necesitan conspirar para explotar, simplemente actúan según sus intereses a costa de los demás, usan la fuerza y han logrado conquistar buena parte del planeta. Se han apoyado durante siglos en los tres obstáculos anteriores: la resignación, la dispersión y la ignorancia.
La lucha fundamental enfrenta por una parte la fuerza dispersa pero real que tiene el potencial para construir una sociedad humana cooperativa. Es una fuerza capaz de ejercer sus múltiples poderes y usar sus crecientes conocimientos en la producción y protección de la vida de todos sus miembros, del ecosistema y del planeta, lo que llamo el nuevo dios. Por otra está la resistencia que representan los intereses creados alrededor de los recursos y del poder, que someten por todos los medios disponibles y se aprovechan de la ignorancia, del convencimiento de que otra forma de organizar la vida es imposible, del atolondramiento producido por la fragmentación de la comunidad y por la ebriedad del consumo. En el mismo lodo, todos revolcados, sin árbitros ni reglas. Dioses y panteras son motor y freno de la historia.
El problema es que dios y el diablo conviven en el mundo real, están enfrentándose aquí y ahora, pero también los llevamos puestos. Están biológicamente en cada uno de nosotros. Altruismo y egoísmo coexisten, se superponen. La humanidad ha inventado innumerables relatos en casi todas las culturas, para reforzar la cohesión social, para alinearse con ciertos principios y valores, apoyándose en promesas de premios e inhibiendo a quienes no los siguen con amenazas de castigos. Los castigos son en general inmediatos, los premios son post mortem, por supuesto. Cuando no se trata del paraíso o del infierno se trata de castigar o premiar la vida que llevamos con una promesa de renacer como gusano o como santo. Los mitos, leyendas y religiones han permitido elaborar “contratos sociales”, con miedos y esperanzas salidos de la imaginación de los profetas y con valores que llaman a lo mejor que llevamos dentro. Aquellos ávidos de poder y riquezas o los locos convencidos de oír voces han usado esto para someter, oprimir, explotar, hacer guerras. Los mismos mitos han movido millones en pos de la libertad. Estos relatos llevan la misma contradicción. Se pide y ofrece sumisión por amor y por amor se practica y se convoca a la rebeldía.
Por eso al diablo del siglo XXI tenemos que vencerlo desde afuera y desde adentro. Es el momento. Nunca antes nuestra especie tuvo tecnologías, interconexión, conocimientos y energías suficientes para hacer del planeta un paraíso o caer en el apocalipsis. Mi viejo repetía a menudo una frase que no sé de dónde había sacado: “la forma de ser feliz en el infierno es luchando contra el diablo”. Creo que es el momento imperdible para buscar la felicidad.