Los días felices. Un nuevo estreno del gran Samuel Beckett siempre es esperado. La lucidez y la poética de sus textos no pierden vigencia y son un gran potencial para la escena. En esta puesta dirigida por Bernardo Trías el impacto visual de la metáfora cobra gran importancia: una mujer conversa con un marido casi ausente, en un montículo que la mantiene estática y apresada, enterrada hasta encima de la cintura. Para sostener esta fuerte imagen desoladora y su devenir a lo largo de dos actos Trías trabajó junto a la actriz Sandra Américo en la construcción de Winnie, este complejo personaje femenino que dialoga sobre su presente absurdo y solitario desde una postura forzadamente optimista. La imagen se enmarca delante de una gran pantalla que proyecta un cielo que marca el transcurrir del tiempo, como transcurren las horas y los días de esta pareja que parece condenada a esperar que algo ocurra en su rutina. Sandra Américo aporta los matices emotivos necesarios a Winnie en su dolor amortiguado, sus actos cotidianos limitados a un mínimo perímetro de acción que la somete a la casi inmovilidad, su deseo de comunicación con Willie (Daniel Cabrera), ese esposo que la ignora, le da la espalda y desaparece durante gran parte de la obra.
Un texto casi encuadrado en un formato de monólogo que demanda un gran trabajo actoral que Américo logra con su presencia escénica y sensibilidad. En esa espera que parece eterna al rayo de un sol potente y dañino, las palabras se repiten en círculos, los objetos cargados de historias afloran a la superficie desde una cartera, y la realidad intenta ignorarse aunque se impone cada vez que el montículo crece hasta cubrir el cuello de Winnie. Un relato oscuro y metafórico donde la tierra avanza a medida que el tiempo discurre y las palabras cobran peso en el sinsentido.
La paz perpetua. El director Fabio Zidan lleva a escena este texto contemporáneo escrito por el español Juan Mayorga en 2007 que cuestiona desde una fuerte metáfora al humano y sus relaciones de poder. Los protagonistas son cuatro perros: Odín, Emmanuel, John John, que están siendo evaluados y puestos a prueba por Casius, un perro más experiente secundado por un humano con algún fin no del todo definido. La construcción de estos animales exige un gran despliegue físico por parte de los actores, que no defraudan en la representación de los gestos perrunos y los sostienen a lo largo de toda la puesta. Hay en esta búsqueda de reclutas entrenados una alusión directa a los mecanismos militares desarrollados en toda guerra, y no es casual que el título haga referencia al texto de Kant Sobre la paz perpetua (1795), varias veces mencionado por los protagonistas.
En este universo los animales parecen humanizarse mientras los humanos toman el camino inverso. Los diálogos entre los contrincantes en su carrera por ser seleccionados adquieren un vuelo filosófico sobre la condición de la competencia, el estatus de la raza y las posturas personales ante su vínculo con los humanos. Zidan recrea un ambiente frío y opresivo que contiene a la vez que ahoga una especie de Gran Hermano donde la dualidad entre líder y sumisos está bien demarcada. Las pruebas a las que son sometidos descubren rasgos de personalidad lineales y despliegan tres miradas sobre el mundo: la instintiva, la pragmática y la racional. En la lucha entre estas tres líneas argumentales llega el desenlace que termina por acercar a los animales a la conducta destructiva del ser humano. Una puesta reflexiva sobre el devenir de la condición humana en sus luchas de poder.