Corría el año 1987, exactamente el sábado 31 de octubre por la tarde, cuando no tuve mejor idea que ponerme a ver la final de la Copa Libertadores en un televisor marca Nec, en el líving de mi casa. Fue un gran error: al otro día yo tomaba la comunión, y se ve que todavía no tenía claro el vínculo entre Dios y Peñarol. Hablando mal y pronto, no sabía que Dios era hincha de Peñarol. Pero ese día lo supe.
La historia es conocida. Mientras los hinchas del América de Cali hacían la cuenta regresiva del partido que jugaba su minuto 119 con 57 segundos, Diego Aguirre le robó la pelota al “Bomba” Villar y le pegó fuerte y cruzado. El arquero Falcioni, a quien por entonces aún no se le había unido la nariz con el mentón, se tiró con todo pero no llegó.
Yo me quedé en silencio, quieto. Si no fuera por un par de lágrimas que comenzaron a brotar de mis ojos, se hubiese dicho que no le estaba prestando atención al sobreimpreso que con letras cuadradas y ochentosas rezaba “Peñarol campeón de América”. Afortunadamente estaba solo en casa. No hay testigos, salvo ahora usted, aunque llegado el caso no tendré ningún empacho en negarme a mí mismo y decir que esa tarde no hice más que mirar La revista estelar o Cacho Bochinche.
No lloraba porque el América de Cali me cayera simpático, más allá de que cuando juega Peñarol sería capaz de hinchar hasta por la selección del Estado Islámico dirigida por Julio Ribas. Tampoco era envidia, era algo muchísimo peor: estaba comprendiendo que ese equipo de colores tan poco agradables a la vista trascendía lo racional. No me tiembla la voz al decir que ningún equipo del mundo tiene un vínculo tan estrecho con lo sobrenatural. En esas lides, Peñarol es el auténtico campeón del siglo.
Antes de tomar la comunión, me confesé. Era algo así como un requisito previo, como un paso intermedio. Para quienes no están familiarizados con el término, en la doctrina cristiana existe una lista de mandamientos que, si uno los quiebra, va acumulando créditos negativos que debe rendir a la hora del juicio final. Entre ellos figura “no matar”, “no desear a la mujer del prójimo” (nada decía sobre desear al hombre del prójimo), “no tirar butacas”, etcétera. Pero uno tiene la chance de pedir perdón y redimirse, algo así como refinanciar la deuda con la Intendencia. Dejás la cuenta de pecados a cero, y quedás limpio para seguir pecando hasta que la carga se te vuelva insoportable. Y ahí volvés a refinanciar. Hasta que te morís.
Para pedir perdón hay que confesar los pecados que uno ha cometido. Yo no podía confesarle al cura, que encima era manya, que esa misma tarde yo había deseado la desaparición de todo cuanto estuviera relacionado con Peñarol, incluidos sus hinchas, a quienes se les daría la chance, eso sí, de reconvertirse a hinchas de cualquier otro equipo. No podía decirle “padre, he pecado, deseo que a usted y a los de su condición se los trague la tierra, o algo incluso peor: que se conviertan en hinchas de Rentistas”. No podía hacerlo: yo era un niño, el cura era grande y de Peñarol, estaba oscuro. La historia no podía acabar bien.
Finalmente, terminé confesando que había contado chistes picarescos y que había mentido. Breve digresión: inmediatamente comprendí que si uno confiesa cualquier cosa y cierra con un “he mentido”, queda a resguardo ante Dios. Por ejemplo: “confieso que he asesinado a Kennedy, he secuestrado a Milvana, he inventado la Freskyta de pomelo… ah, y me olvidaba… he mentido”. No tienen cómo agarrarte si confesás eso.
Y dicho y hecho, tras una explicación del cura de apellido o apodo Lopepé (nunca me atreví a preguntar) con respecto a que a Dios no le gustan los chistes verdes (se ve que prefiere los de salón o los de “sabés cómo le dicen”) recibí la pena: un padrenuestro y tres avemarías. Una pena mucho más leve que la que horas antes me había provocado el gol de Aguirre.
Afortunadamente pasaron casi 30 años, y ese gol ya casi no me duele. Claro que, en el medio, Dios empezó a interesarse por otros temas, y al fútbol casi que no le presta atención. Hasta diría que ya se siente más hincha de la selección que de Peñarol, y su desdén le ha permitido hacer resurgir aquel viejo equipo de camiseta blanca creado por universitarios, es decir, por científicos. Y todos sabemos que la ciencia y la religión son enemigos irreconciliables.
Sin embargo, nunca hay que confiarse. Lo del otro día en Belvedere puede ser un indicio del renacer de la religión carbonera. La ciencia no debe bajar los brazos, porque mientras haya 11 representantes de Dios en la cancha, todo es posible.