Es curioso cómo la discusión que se impuso en las redes sociales a partir de los atentados del pasado viernes, lejos de girar en torno a política, a terrorismo, a causas y consecuencias o simplemente a los inescrutables designios de la brutalidad humana, se estancó en torno a la decisión de colocar tal o cual cosa en el muro de Facebook, en detrimento de tal o cual otra. Se enfatizó el hecho de sensibilizarse con ciertas desgracias, dejando de lado muchas otras de similar magnitud; este señalamiento condenaba un etnocentrismo o racismo implícito en las manifestaciones de solidaridad. Algunos, probablemente más como una forma de reacción a la sensibilidad dominante, decidieron expresar su pésame respecto al Líbano o Siria, no sin cierto sarcasmo oposicionista a las voces de clamor por Francia.
Esta discusión que se impuso puede resultar bastante inútil, pero no deja de ser particularmente llamativa en este contexto de horror, y hasta se presta para unos cuantos análisis. Claro está que las manifestaciones desiguales de empatía con respecto a ciertas poblaciones civiles parecen obedecer a un (des)orden mundial impuesto e instalado desde hace centurias y, sobre todo, reforzado continuamente por los medios de comunicación. Las sensibilidades particulares no son ajenas al manejo de la información, y de hecho son en parte moldeadas por ella. ¿Por qué se sufrió como una tragedia inigualable la caída de las Torres Gemelas y no los eternos suplicios ejercidos sobre las poblaciones de Irak y Afganistán? Los medios imponen los traumas históricos y, con seguridad, los episodios de Francia sean una huella inolvidable para el mundo, mucho más que lo sucedido en Ankara o Beirut.
Como para ejemplificar con claridad que los medios determinan y orientan las sensibilidades, Facebook habilitó la posibilidad de alterar la foto de perfil de los usuarios añadiéndole un filtro con los colores de la bandera de Francia, en una convocatoria que obtuvo inmediatamente más de 26 millones de adhesiones. Pero como bien han señalado algunos, no existe una posibilidad similar de utilizar los colores de las banderas de Líbano o Siria.
Internet y las redes sociales vienen cambiando el mundo y las formas de vida de las clases acomodadas como nada en los últimos años. Entre otras cosas suponen una vía de comunicación y difusión como nunca hubiéramos imaginado. Las manifestaciones individuales de solidaridad hacia un pueblo deberían ser consideradas como algo bueno a priori, un cambio favorable que permite un ejercicio de empatía compartida que, a unos cuantos receptores, les permite asomar la cabeza más allá de su micromundo y de su aldea. En momentos en que la incapacidad para ponerse en el lugar del prójimo fomenta tantos daños, iniciativas espontáneas por parte de un sinfín de pequeños líderes de opinión que manifiestan su dolor deberían ser consideradas como algo festejable. Quienes impusieron cuestionamientos violentos no parecen ver este aspecto tan importante, y enarbolaron una suerte de moral superior, como si la sensibilidad requiriera lineamientos estrictos para ser manifestada.
Respecto de este asunto, una de las voces más sensatas que pude leer en Facebook fue la publicación de la colega Rosalba Oxandabarat, que escribió: “los paseos en Facebook en estas últimas 48 horas fueron muy deprimentes. Lo peor fue el ataque del ‘lamentómetro’: ah, lloran por los muertos de París pero no por los palestinos ni por los libaneses ni por… (la lista es infinita). Como toda mi vida fui periodista, y periodista en medios de izquierda (…) dedicados, más bien infructuosamente, a denunciar (…) los manejos del poder y cómo arruinan el mundo y la vida de las gentes, sobre todo de los más pobres y olvidados, no siento que me toquen esas ‘denuncias’ (…). No sé dónde trabajan ni qué hacen en su vida cotidiana esos indignados, ni cuánto les costó esa indignación (…). No se pongan en analistas políticos a partir de cuatro consignas. Y como partidaria y militante de la antropofagia –todo lo que hizo la raza humana me pertenece, sea de donde sea–, recuerden que París será la sede del gobierno de Hollande –como antes de Sarkozy–, de los neorracistas de Le Pen, de encuentros del Fmi, de políticas coloniales asquerosas, de las casas de moda más caras, etcétera, pero también en esas calles está la revolución que inspiró todas las demás revoluciones, el levantamiento obrero de La Comuna, todas las vanguardias del siglo XX, el existencialismo, mayo del 68, Piaf, Brassens, Barthes, Camus, Foucault: París nos pertenece, porque simbólicamente ahí están, se repiten y recrean todas las contradicciones y también las expresiones más generosas y fermentales de las que nos nutrimos, aun sin hablar francés. Cuando el EI golpea a París, golpea a un montón de gente concreta, a un estado actual de las cosas, pero también golpea a la mejor memoria de eso que, mal o bien, es nuestra cultura y nuestra herencia. ¿Cómo, entonces, no sentirnos heridos por los atentados en París? ‘El que su dolor no sienta, no nació bajo este cielo…’”.
Por detrás de los cuestionamientos a la sensibilidad pareciera existir cierto espíritu reaccionario y aleccionador. Sin embargo, no deja de ser interesante –y hasta bienvenido– que se señale ese eurocentrismo inconsciente que es muy real y nos atañe a todos. Es el extraño poder de las redes sociales: al dar libertad casi absoluta a sus usuarios para trasmitir ideas, no sólo dan cabida a los discursos dominantes, sino también a sus contrapartidas, muchas veces pertinentes y dotadas de indiscutibles dosis de razón.