Incluso los fanáticos más beligerantes coincidían en la misma tribuna, y así supimos tener dos “Barras Ámsterdam” coincidiendo en la cabecera sur del coloso de cemento: los de Nacional se colocaban contra la Olímpica y los de Peñarol contra la América, acaso siguiendo aquella máxima que reza que Nacional es un cuadro de clase media y Peñarol uno más cercano a las clases altas y bajas.
Para evitar tenerlos cerca bastaba ir a la Colombes. Lo peor que podía pasarte era que el tipo de al lado te gritara el gol en la cara, pero la posibilidad de poder tener revancha te hacía encarar el resto del partido con optimismo.
Era lindo ver cómo, ante un gol de tal o cual, el estadio entero parecía levantarse, debido a que los hinchas estaban perfectamente distribuidos. En aquella época no había Facebook, pero de haberlo habido, hubiera sido imposible presenciar esos burdos intercambios que hablan de que tal equipo llena o no llena su tribuna: todo el estadio era compartido y llenarlo o dejarlo vacío era una responsabilidad conjunta.
Pero el 6 de enero de 1987 se marcó un mojón en la lucha contra la convivencia, y se mandó (desde entonces y para siempre) a la barra de Peñarol para una cabecera y a la de Nacional para la otra. La violencia (verbal y física) dentro de los escenarios, lejos de menguar, se intensificó, pero la separación espacial se siguió profundizando, primero con la instauración del “pulmón” (espacio libre para separar dos segmentos de una tribuna, llamado así por la analogía con el “espacio libre de tabaco”, calculo) y luego con la adjudicación total de la tribuna Olímpica al equipo locatario.
Es más fácil agredir verbalmente a alguien que físicamente no puede alcanzarte, que a alguien que está en la misma tribuna, por eso hoy la violencia verbal es mucho mayor que cuando las barras podían encontrarse en el centro de la Amsterdam y solucionar sus diferendos de manera civilizada. Y se pasó del pueril “porompompón, porompompón, el que no salta es un botón” con el que se recibía a los granaderos, otrora vestidos de verde, a lograr erradicar a los policías hoy con uniformes extraídos de la segunda Guerra del Golfo.
Si Max Weber estuviera vivo, diría que el Estado es una “asociación de dominación con carácter institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar la violencia física legítima como medio de dominación, dentro del territorio comprendido por todo cuanto no esté ocupado por integrantes de la barra brava del Club Atlético Peñarol, un equipo uruguayo de origen inglés fundado en 1913”.1
Días atrás, siguiendo esa rara lógica que lleva a nuestras instituciones deportivas más emblemáticas a reivindicar como valioso todo aquello que se hace “antes que el rival”, Peñarol autodestacó su propio “logro” de haber sido el primer equipo en haberle enviado al Ministerio del Interior el listado de funcionarios “referentes” que trabajan “en seguridad”. Las últimas comillas obedecen a que según una nota publicada por El Observador (miércoles 13 de mayo), de esos 23 funcionarios, 10 tienen antecedentes penales. La nota tiene el sugestivo título de “Rapiñeros, narcos y un homicida entre la seguridad de Peñarol”. Y si hablamos de Peñarol es porque efectivamente enviaron la lista que se hizo pública, no porque presumamos que entre los “referentes” de Nacional vayamos a encontrar a Bambi.
No es que yo piense que la gente no tiene derecho a reconvertirse y adoptar la senda del bien público, pero en todo caso, que la seguridad de las 14 mil personas que entran en la Ámsterdam dependa de estos buenos señores, es, cuando menos, cuestionable. Nadie dejaría al Padre Grassi al cuidado de un jardín de infantes o a Paul Gascoigne al de una cantina.
Nobleza obliga reconocer las buenas intenciones de la Asociación Uruguaya de Fútbol, con la campaña que le da título a esta nota, y que invita a fotografiarse junto a un hincha del equipo rival, mientras ambos muestran la casaquilla de sus amores. Por allí pasaron duplas tales como Gutiérrez – Bengoechea y Petinatti – Vilar,2 pero no parece ser suficiente.
El problema central es que, como Bonomi ya no deja entrar cohetes, ni banderas grandes, ni papel picado, ni serpentinas, ni globos, ni humo que los tape, no habrá más remedio que escuchar esos cánticos repetitivos, tan faltos de ingenio y tan ricos en violencia sin que los “referentes” pidan silencio.
Con un poco de suerte, en unos meses Peñarol tendrá su estadio y el problema cambiará de dimensión: tras un par de experiencias nefastas, ambos terminarán jugando los clásicos en sus estadios y sin público visitante. Pero luego los problemas empezarán a generarse entre diferentes facciones internas: Achistas contra Alarconistas, Aguirristas contra Gregorioperistas, o lo que sea: cualquier excusa será suficiente para complicar a quienes no tenemos otra intención que ir al estadio, gritar un poco, y volvernos a casa lo más rápido posible.
1. Es que Weber era bolso. Marx, en cambio, era manya y sostenía que Peñarol es el Curcc.
2. El mensaje parece ser “soy hincha de X, pero puedo posar junto a un hincha de Y sin verme obligado a pegarle un balazo en la frente”. Quizás para la próxima se pueda intentar que los protagonistas aparezcan con las camisetas cambiadas, para así –de paso– cumplirle el sueño de la infancia a más de uno.