La pandemia ocasionó que el estreno de esta notable coproducción argentina y uruguaya se retrasara casi un par de años en nuestro país con respecto a su proyección en la vecina orilla. En este fatídico lapso, una de sus actrices principales, nada menos que el ícono del rock y del under Rosario Bléfari, falleció de cáncer con 54 años. Consecuente con su forma de ser y de pensar, la cantante y compositora había brillado como intérprete en un puñado de películas independientes, colaborando con directores de la talla de Martín Rejtman, Milagros Mumenthaler, Rodrigo Moreno y José Luis Torres Leiva. A partir de la película Los dueños, se volvió actriz fetiche del director tucumano Ezequiel Radusky: Planta permanente fue su segundo trabajo juntos.
Si bien la soltura de Bléfari ante cámaras siempre es sobresaliente, en esta película la acompañan a un mismo nivel la coprotagonista interpretada por Liliana Juárez y la uruguaya Verónica Perrotta en un papel secundario crucial. Está claro que Radusky, quien tuvo experiencias previas en teatro, puso un especial énfasis en la dirección de actores y en lograr atmósferas naturalistas y vivenciales, buscando un reflejo fiel de determinadas realidades. Y puede decirse que, al igual que en Los dueños, su objetivo fue conseguido ampliamente, pues logró una de esas historias universales, pero, al mismo tiempo, de una cercanía alarmante.
La acción se ambienta casi completamente en el interior de un edificio estatal de provincia en el que ambas protagonistas se desempeñan en el servicio de limpieza y, quizá para compensar sus bajos salarios, cocinan y sirven comida casera a los demás funcionarios en un comedor improvisado y en la más absoluta informalidad. El cambio de administración trae consigo una nueva directora (Perrotta), quien, al menos en el discurso, intenta aportar cambios en beneficio de los trabajadores. Pero en seguida su accionar denota lo contrario: despidos, clientelismo y la idea de barrer con todo lo previo bajo el pretexto de la formalidad y la modernización.
Un libreto inteligente y sumamente original, escrito por Radusky y Diego Lerman (este último es el director de películas brillantes como La mirada invisible y Una especie de familia), toma un camino especialmente difícil a la hora de presentar a los personajes, ya que lo hace exponiendo desde el comienzo sus costados más cuestionables. Ambas protagonistas aprovechan sus pequeños espacios de poder para obtener ciertas ventajas, y una de ellas falta a su palabra y perjudica a la otra. Así, lejos de buscar la empatía del espectador, se lo coloca a priori en un sitio incómodo; ninguna de ellas nos despierta una identificación directa, pero, al asimilar el cuadro general y la inestabilidad de sus situaciones, de a poco comenzamos a comprender su objetable accionar.
Se evitan de manera notable los simplismos o las lecturas más esquemáticas, y se presentan ciertas miserias cotidianas y un conflicto intraclase por el cual, ante una situación de recorte económico y de opresión encubierta, ambas protagonistas batallan entre sí, cuando, en realidad, padecen una misma injusticia. Así, se desprende que la falta de unión y de conciencia social agudiza el individualismo, la atomización y, por lo tanto, la brecha entre acomodados y excluidos. Esta película bombardea con altura las más infantilizantes y machacadas ideas sobre el emprendedurismo, la meritocracia y la promesa del ascenso social, revelándolas como falacias flagrantes.