Jihad Diyab es el más conocido de los seis ex reclusos de Guantánamo que llegaron a Uruguay a fines de 2014. Es el rebelde, el indócil. El “rompehuevos”, dicen los que comentan las noticias en Montevideo Portal. Un verdadero desagradecido, dice el gobierno uruguayo.
Al ser detenido por Estados Unidos dejó atrás una esposa y cuatro hijos. Demoraría seis años en saber algo de ellos otra vez. En 2013 su hijo mayor murió en la guerra en Siria. En la cárcel perdió por completo la sensibilidad en la pierna derecha, desde la rodilla hacia abajo, y contrajo problemas renales y de vejiga.
El anterior presidente de Uruguay, José Mujica, aceptó traerlo, junto a otros cinco reclusos de Guantánamo –prisión que el presidente de los Estados Unidos quiere cerrar–, aparentemente para mejorar nuestras relaciones comerciales con ese país. O quizás como parte de la campaña que en su momento emprendió para ser nombrado premio Nobel de la paz. Hasta ahora, el contenido de las negociaciones entre Uruguay y Estados Unidos, que resultaron en el traslado de Diyab y sus compañeros a nuestro país, es secreto.
Los otros cinco ex reclusos firmaron un acuerdo con la organización no gubernamental Servicio Ecuménico para la Dignidad Humana (Sedhu) por el cual reciben acompañamiento y apoyo económico, pero él se negó a hacerlo. No estaba de acuerdo con las condiciones. Sus compañeros eran solteros cuando fueron detenidos. Pero Diyab tenía familia y para él lo fundamental era –y sigue siendo– reencontrarse con su esposa y sus hijos. Las condiciones del contrato con el Sedhu eran que la casa y la subvención económica sólo durarían dos años. Pero su salud ni siquiera le permitía mantenerse a sí mismo, mucho menos a su familia. Le preocupaba, pues, la posibilidad de hacerlos venir en vano, a un país que no conocen y donde ni siquiera podría mantenerlos. Lo único que Diyab quería –y sigue queriendo– es estar con su familia. No ha parado de repetirlo desde que llegó a Uruguay.
No es tan difícil de entender.
Como no quiso firmar el contrato que se le ofrecía, el gobierno uruguayo entendió que quedaba librado a su propia suerte y que su destino no era responsabilidad de nadie, salvo de sí mismo.
Estados Unidos aparentemente le impuso a Uruguay condiciones que ni siquiera conocemos bien, debido al carácter secreto del acuerdo. Todo hace pensar que los prisioneros, para ser liberados, debieron comprometerse a que no abandonarían durante los dos primeros años el país receptor. Y Uruguay aparentemente se comprometió a velar, a su vez, por el cumplimiento de esa promesa. Pero Estado Unidos no le impuso a nuestro país la lista de los refugiados que llegado el caso aceptaría. Una delegación del gobierno uruguayo viajó a Guantánamo y se entrevistó con los candidatos. ¿Es verosímil pensar que Diyab no les haya dicho a los integrantes de esa delegación que la prioridad para él era reencontrarse con su familia? No, no es verosímil. Lo ha dicho y repetido una y otra vez desde que pisó suelo uruguayo. Diyab sostiene que el gobierno le prometió que iba a traer a su familia y que iba a asegurarles las condiciones materiales de vida. El gobierno uruguayo no reconoce haber adquirido ese compromiso. Pero la versión de Diyab es la más verosímil de ambas.
Uruguay no tenía la obligación de aceptarlo como refugiado. Los integrantes de la delegación enviada a Guantánamo conocieron de primera mano su situación, y debemos pensar que escucharon también sus necesidades y demandas. El gobierno uruguayo podría haber advertido, por ejemplo, que sólo aceptaría refugiados solteros, ante la imposibilidad de hacerse responsable del traslado y manutención de familias enteras. O que no aceptaría personas físicamente discapacitadas, sino sólo aquellas que estuvieran perfectamente aptas para el trabajo.
En cualquier caso, el gobierno no lo rechazó. Diyab dice que le prometieron atender sus necesidades. Y parece razonable creerle. Todo parece indicar que Uruguay asumió entonces un compromiso con Jihad Diyab y no lo cumplió.
En la actualidad Diyab lleva un mes en huelga de hambre y su salud se deteriora rápidamente. Ahora resulta que la culpa de todo la tiene, parece, Irma Leites, y quizás también un traductor que no se sabe muy bien si traduce en forma fidedigna o no. Siempre resulta conveniente que la culpa la tenga otro. Y mejor si es uno que pueda ser rápidamente descalificado porque recae sobre él algún estigma previo, como es el caso de Leites.
Diyab se quiere ir de Uruguay. Debe tener un pésimo concepto de nosotros. Debe pensar que somos un país de gente sin palabra y sin honor. Un país de gente que no se respeta a sí misma lo suficiente como para respetar sus compromisos. Si cree eso, igual es porque es un loquito, además de un desagradecido. O porque lo engaña el traductor. O quizás simplemente tenga razón.