Extraña y delicada película1 donde “no pasa nada” y pasa todo. La vida, por ejemplo, tal como puede desarrollarse en un lugar rural del Canadá que habla francés, rodeado de hermosos bosques, cerca de un río, en una familia donde todos se quieren mucho. Y sin embargo, la película empieza con una muerte, la del padre de David (Maxim Gaudette), quien poco después, visitando a su hermana, conoce a Marie (Valerie Cadieux), se enamoran, y comienza un relato que va diseñando el recorrido de esa pareja, en seguida una familia tras el nacimiento de Laurence y luego de su hermano, y donde también aparecen otros parientes y algunos amigos. Un recorrido que la joven realizadora –tiene 34 años– Anne Émond delinea, en este su segundo largometraje, con muchas elipsis: el relato puede continuarse años después –por ejemplo, el hijo menor aparece sin que se haya dado cuenta de su nacimiento–, reapareciendo los personajes en distintas etapas de su vida. En el desarrollo del relato importa sobre todo la creación de un clima intimista, en el que priman el afecto y una especie de luminosa quietud, donde flota también un toque de melancolía, como muy en acuerdo con esa naturaleza espléndida pero aislante, que parece dialogar particularmente con David, el personaje principal. Esa melancolía no abandona incluso en la alegría a ese muchacho afectuoso –la expresividad del actor es capital en esa construcción–, aun antes de enterarse de que su padre, cuya muerte se atribuyó a un infarto, en realidad se había suicidado, como si esa noticia traumática fuera en realidad la constatación de algo intuido, presente siempre. David construye marionetas artesanales y arma a partir de eso una pequeña industria familiar, es autor de una única canción que habla del amor y del tiempo, sale a cazar liebres aun con el escrúpulo de propinar la muerte a un ser vivo, y como suele suceder con la gente de campo, no tiene empacho en despellejarlas frente a los niños. La vitalidad y la fragilidad conviven en él. Crea un lazo especial con su hija –incluso cuando la adolescencia levanta las inevitables barreras–, y es esa chica, interpretada en su juventud por Karelle Tremblay, quien encarna a la vez la continuidad con el padre, y la posibilidad de ruptura con la herencia de ese dolor de vivir en la que el suicidio planea como posibilidad de escape. Hay detalles que al principio pueden desconcertar, como que los personajes adultos –David, Marie, los hermanos y la madre del primero– prácticamente no cambien físicamente en un transcurso que llevará unos veinte años, lo que puede atribuirse a la intención de la directora de que el espectador vea a sus personajes como ve a sus propios familiares: la cercanía constante no permite constatar los cambios que sí se descubren, como por iluminación, de golpe. Todo contribuye a que quien mira sea incorporado a ese círculo de luz que es la familia –así la muestra la película–, y por lo tanto a sintonizar con sus vaivenes y sus claroscuros. El desenlace, en cambio, luce más convencional; si ese viaje de Laurence sin duda es la clave para que la muchacha logre desechar la sombra de la depresión hereditaria, todo lo que evitó Émond en el tramo principal, en Canadá, se hace presente más de lo deseable en la mirada postal sobre Barcelona. Lo que es poca objeción a una película entrañable, que se atreve con un tema tremendo desde la delicadeza de los matices y la hondura de los sentimientos.
- Les êtres chers. Canadá, 2015.