Como en casi todos los órdenes de la vida, el hincha argentino es como el uruguayo, pero más ruidoso, ingenioso y cruel. Luego de que Argentina perdiera la final de América, buena parte de la opinión pública albiceleste creyó prudente agarrárselas con Messi. Mientras la organización del torneo decidía premiarlo como el mejor futbolista de la Copa, comenzaban a llover las críticas contra el líder futbolístico de una generación marcada –según ellos– por la desgracia.
Sin embargo, si el doctor Burlando (para quienes no lo registran, algo así como el Jorge Barrera argentino) decidiera defender al 10 del Barcelona, podría afirmar que Messi cumplió con su parte. No sólo desempeñó una tarea digna durante el certamen –con momentos de magia pura durante el encuentro ante Paraguay–, en la definición por penales ante Chile fue el único argentino que anotó.
Dicho de otra forma: con exactamente el mismo rendimiento de Messi, y un poco de suerte (por ejemplo, que el penal de Higuaín no hubiera pasado a 24 metros del travesaño o que Romero hubiera atajado un par), Argentina se hubiera coronado campeón, y quienes hoy le piden a Messi “que juegue allá” estarían afirmando que se recibió de ídolo, de ejemplo para las juventudes peronistas de hoy, mañana y siempre.
Pero no: Argentina perdió y a la hora de buscar un culpable no dudaron en señalarlo. De nada le sirvió a Messi haber ganado la medalla de oro olímpica en 2008. Porque para el hincha argentino no hay término medio: o blanco o negro, o te idolatro o te puteo, o le pido a Marce que te lleve al Bailando o te grito “cagón” y pido jugadores con hambre.
Afortunadamente, el hincha uruguayo, dada su natural tendencia al gris, y a fuerza de constantes frustraciones, aprendió a medir sus reacciones frente a la gente que la ha sabido hacer feliz. Esto que vive hoy Argentina con Messi lo vivimos nosotros con Francéscoli hace 25 años. Y tardamos cerca de 20 en aprender la lección.
El Diego de una mitad. Diego Forlán jugará en Peñarol, y al hacerlo pondrá en juego buena parte del prestigio que le costó tanto cosechar en más de 100 partidos con la selección, y en más de 15 años en el exterior, en los que llenó de material los segmentos de “goles uruguayos por el mundo”. Pese a que siempre se supo que –por herencia familiar– Forlán era hincha de Peñarol, el hecho de nunca haber vestido la camiseta oro y carbón en Primera División lo dejó en esa extraña categoría de “referente de selección sin el apoyo de una de las hinchadas grandes de nuestro fútbol”.
Llegar a la selección sin haber jugado en un grande es un arma de doble filo. Si te va bien, el efecto será positivo, pues tendrás acceso al cariño de todos y todas. Pero si te va mal, sufrirás la ira de tus viejos antagonistas (“¡te echaron de todos lados, fracasado”!) y comenzarás a sufrir también el de tus antiguos aliados (“te matamo el hambre, fracasado”). Messi, por no estar identificado con ninguno de los grandes argentinos (y eso que allá hay como cinco o seis), no tendrá a ningún colectivo que lo defienda a capa y espada. Dependerá enteramente de esos hinchas racionales que hay en todas las hinchadas, y que entienden que si bien con él Argentina perdió dos finales, sin él ni las hubieran jugado.
Pero el caso de Forlán es diferente. Diego nos hizo llegar a las semifinales de un Mundial luego de que generaciones enteras de uruguayos y uruguayas hubieran llegado a la conclusión de que algo así ya no sería posible. Y al año siguiente colaboró para hacernos ganar una Copa América. No necesitó hacer más: ni su pobre de-sempeño en la Copa de las Confederaciones, ni su bajo cierre de las eliminatorias, ni mucho menos su tibio aporte en el último Mundial, nos movieron de nuestro pensamiento: todos queremos a Forlán, tan rubio, tan atlético, tan correcto en sus reacciones, con tanto estudio. Como nos pasa con nuestras mejores cosas: “no parece uruguayo”.
Hoy, a sus 36 años, cuando otros en su condición empezarían a buscar opciones divertidas para gastar el dinero que han venido amasando, decide jugar en Peñarol. En un Peñarol necesitado de gloria, que tendrá seis largos meses en los que la inminente inauguración del estadio se muestra como el único atractivo para una institución célebre por cumplir pobres torneos Apertura.
Mal que nos pese a quienes pensamos que Forlán haría bien en retirarse y dedicarse al tenis, a la pesca o al modelaje, en Peñarol tiene mucho más para perder que para ganar. Salvo que meta un par de goles clásicos y salga campeón uruguayo y al menos llegue a semifinales de la Libertadores, o se tire reiteradamente a trancar con la cabeza, el hincha de Peñarol –poco propenso a esperar pacientemente a los jugadores que llegan como grandes figuras y que no tienen pasado en el club– no dudará en recordarle que esto es Peñarol. Con los hinchas de Nacional el partido ya está perdido, y más de uno verá si raspando un poco las letritas de la 10 celeste comprada después del partido con Ghana se las logra sacar, incluso corriendo el riesgo de transformarla en una camiseta de Giorgian de Arrascaeta.
Todo ello sin mencionar el efecto espiritual que puede ejercer para un futbolista que pasó la última década y media en el primer mundo del fútbol el tener que tirar un córner a metros de la barra brava de Villa Teresa. ¿Qué necesidad, Diego?
Pero a Diego no parece importarle. Porque si algo tiene en común con Lionel es esa frialdad que casi raya en la ausencia de carisma para todo lo extrafutbolístico, que los ha llevado a ser agradecidos pero no tribuneros, amables pero no divertidos, correctos pero no interesantes, algo que a la hora de la derrota termina jugando en contra, pero que, a la larga, cuando les toque hacer un balance, les permitirá dormir tranquilos sobre un colchón de gloria que quienes los acusan de cagones jamás podrán ni siquiera soñar.