En diciembre de 2024, después de cuatro meses de juicio y cuatro años de investigación, el tribunal francés dictó sentencia para Dominique Pelicot y los 50 hombres acusados de violar y agredir sexualmente a Gisèle Pelicot. El caso –si acaso caso logra al menos abarcarlo en su complejidad– ha sido descrito con adjetivos que intentan capturar su magnitud: monstruoso, escalofriante, inhumano. Se han trazado comparaciones con cuentos de terror y películas imposibles, y se ha recurrido tanto a categorías clínicas como jurídicas para explicarlo. Estos impulsos, aunque legítimos, suelen aislar el hecho. Lo presentan como algo excepcional y, al mismo tiempo, contribuyen a su naturalización.
Entre 2011 y 2020, Gisèle Pelicot sufrió más de un centenar de agresiones sexuales y violaciones. Su esposo convocó a través de internet a hombres dispuestos a violarla. No pedía dinero a cambio; la propuesta apelaba al deseo, exaltado como motor del consumo, como ha analizado Bifo Berardi. La investigación se inició a raíz de una denuncia hecha por un grupo de mujeres que, al notar que un hombre mayor –Dominique Pelicot– las estaba grabando con su celular por debajo de la pollera, decidieron no dejarlo pasar. Cuando se incautaron el celular y otros dispositivos del acusado, descubrieron decenas de fotos y videos de agresiones sexuales cometidas por Dominique Pelicot y por más de 50 hombres. La víctima siempre era la misma: Gisèle Pelicot.
Dominique Pelicot fue condenado a 20 años de prisión por violación agravada.1 El resto de los sentenciados tuvo diferentes penas. Son hombres de entre 26 y 74 años provenientes de diversas clases sociales y ocupaciones, un espectro tan amplio que desmiente los estereotipos sobre un perfil único de agresores sexuales. Durante el juicio, muchas de las declaraciones de los acusados pusieron en evidencia la alarmante normalización del abuso sexual. Algunos afirmaron desconocer que sus actos fueran delitos, y argumentaban que el marido de Gisèle había dado consentimiento en su nombre; otros alegaron que se trataba de un juego consensuado. Además, la sumisión química que se le impuso a la víctima contribuyó a que los agresores se excusaran con el argumento de que ella no había manifestado oposición explícita. La mayoría negó categóricamente haber cometido violación.
La facilidad con la que Pelicot logró atraer a tantos hombres demuestra que el problema no es individual, sino estructural. El entorno digital le permitió desplegar, durante años, una red. Pero no es única ni excepcional; es una más dentro de un fenómeno mucho más amplio denunciado desde hace años por movimientos feministas, activistas digitales, organizaciones de defensa de niños, niñas y adolescentes, y organismos internacionales. La violencia en línea ha crecido de forma exponencial y tiene en las redes de trata y explotación su expresión más organizada. Amparadas en el anonimato, la deep web y la ausencia de regulación efectiva, estas redes utilizan distintas plataformas para coordinar, planificar y ejercer violencia de género y sexual en sus múltiples formas: desde la extorsión y la difusión no consentida de imágenes hasta la sumisión química, la violación y la explotación sexual.
El 7 de enero, Mark Zuckerberg anunció la eliminación del programa de verificación de Meta y su sustitución por un sistema de «notas comunitarias» similar al implementado por X (ex-Twitter). Además, Meta ha eliminado programas de diversidad, equidad e inclusión. Resulta imposible ignorar la paradoja que encarnan los hermanos Zuckerberg. Mientras que la filóloga clásica Donna Zuckerberg, en su libro Not All Dead White Men: Classics and Misogyny in the Digital Age, analiza cómo en la manosfera se manipulan los textos clásicos para legitimar discursos misóginos, su hermano, CEO de Meta, lidera la toma de decisiones que facilitan la proliferación de esas narrativas en sus plataformas. Esta tensión expone un dilema clave de nuestra época: cómo equilibrar la libertad de expresión con la responsabilidad política y pública de evitar que los entornos digitales se conviertan en espacios disponibles no solo para la reproducción de las narrativas de odio, sino también para la planificación y la ejecución offline de abusos y violencias.
Se ha hablado de la excepcionalidad de este caso, del apoyo y acompañamiento que recibió Gisèle no solo en Francia, sino a escala global y de cómo su raza, nacionalidad y biografía personal la convirtieron en lo que algunos llaman una buena víctima. Cuando empezó la investigación pisaba los 60 años, estaba jubilada, vivía en un pequeño pueblo francés junto con el hombre con el que había tenido tres hijos; había trazado, aparentemente, una vida acorde a los roles y las expectativas de género. Pero bien podría haber sido una joven, no haberse casado nunca, no tener hijos o haber elegido una vida alejada de esos estereotipos. Porque lo que vivió Gisèle no se explica por quién es ella. Su decisión de llevar adelante un juicio público, tras largos años de investigación y sufrimiento, fue significativa. Al renunciar al anonimato y pelear para que el proceso fuera público –a pesar de la negativa de los abogados de los acusados–, se apropió de la narrativa y marcó un precedente histórico. No fue una exhibición de intimidad, sino una acción valiente y deliberada. Pasó del inminente escenario en el que debería haberse enfrentado sola, junto con sus abogados, a más de 50 acusados con sus correspondientes defensores y testigos, a rodearse de todas aquellas personas que quisieran acompañarla. Gisèle construyó su espacio biográfico, en términos de Leonor Arfuch, y desde allí no solo desafió los engranajes mediáticos que suelen silenciar a otras mujeres, sino que también luchó por convertirse en la autora de su propia historia.
Para Gisèle, la expresión dormir en paz fue despojada de todos sus sentidos. El sueño no era reposo, ni inconsciencia relativa, ni el misterioso y complejo tiempo en el que el cuerpo está activo y reestableciéndose. Ni la entrega confiada a un otro. Era un mecanismo de control, una desconexión inducida mediante drogas que le robaba toda posibilidad de ser. Esta imposibilidad trascendió su experiencia personal: también alcanzó a quienes compartían su entorno más querido. Cuando su hija descubrió que también había fotografías de ella en ropa interior, afirmó que pudo haber sido víctima de sumisión química y, por ende, de violación. También atravesó a sus hijos varones, sus nietos y sus nueras.
Es que dormir en paz no es solo cerrar los ojos, es descansar, entregarse, confiar; es habitar un mundo donde el silencio y la oscuridad no sean sinónimos de peligro. Y hasta que no confrontemos esa realidad, el sueño seguirá siendo, para muchas, una ilusión.
- Fue sentenciado a 20 años de cárcel por violación agravada y por realización y distribución de imágenes íntimas de Gisèle Pelicot, de su hija, Caroline, y de las esposas de sus hijos. ↩︎