El 13 de abril de 2015 moría en Montevideo Eduardo Galeano. Su muerte repicó por el mundo, en infinidad de homenajes, recuerdos, artículos de prensa. El más universal de los escritores uruguayos, escribió alguien; no se sabe si con justicia, porque es difícil medir los confines geográficos hasta los que llega la voz de un escritor, pero juicio acertado si se piensa en los temas y asuntos que preocupaban a Galeano, esos que fue recogiendo en sus infinitos y mínimos relatos-retratos en prosa poética pulida hasta llegar al hueso, armando un extenso mapa de la aventura humana con base en lo que fue olvidado, en lo que quedó en los bordes, ni siquiera en letra chica: “(…) sastre de las cosas chiquitas/ del ser que cuelga de las horas que fuiste/ cargando una valija de harapos/ y sandalias amarillas/ y entonces el portentoso silbido del sol/ o el resplandor de las milongas/ o las llagas del amor/ todavía el mar/ el mar (…)”
En el segundo aniversario de su muerte, los primeros que homenajearon a Galeano fueron los miembros de la Asociación Uruguaya de Amistad con la República Saharaui, de la que Eduardo fue el primer asociado. Esa lucha interminable de una patria diseñada en el desierto, probablemente la más olvidada y ninguneada por ese sólido paquete más o menos contenido en la llamada información internacional, tuvo en Galeano un persistente defensor. A la lucha de los saharauis dedicó el texto titulado “El muro”, donde repasa los que han separado pueblos, como el de Berlín, o frenan a los desposeídos, como el de México-Estados Unidos y el de Cisjordania. Texto donde además de la defensa de un derecho elemental como es el de tener un territorio, aparecen algunas de las razones por las que, quizá, el escritor sintiera como tan propia esa aspiración: “Los campamentos de refugiados, al sur de Argelia, están en el más desierto de los desiertos. Es una vastísima nada, rodeada de nada, donde sólo crecen las piedras. Y sin embargo, en esas arideces, y en las zonas liberadas, que no son mucho mejores, los saharauis han sido capaces de crear la sociedad más abierta, y la menos machista, de todo el mundo musulmán”. No sólo el derecho al suelo propio; también, a una forma de ser.
El poema cuyo fragmento es citado arriba se llama “El cazador de historias”, el mismo título del último libro de Galeano, publicado después de su muerte, aunque ya estaba pronto en vida de su autor. El poema fue escrito por el periodista y poeta mexicano Román Cortázar, uno de los más consecuentes admiradores de Galeano, que buscándolo, vino más de una vez a Montevideo. En vida de Eduardo, y después, detrás de las huellas del escritor, en Malvín, en el café Brasilero, en su hogar, en Brecha. Es un poema muy largo, que recorre en libre zigzag hitos de la vida de Galeano a través de lo que escribió: “(…) naciste y creciste bajo las estrellas/ de la Cruz del Sur/ al pie de la Plata/ dulcemente adherido al vértigo/ siempre en busca/ buscando/ con un grito atrapado en escondrijos/ (…)”, o en sus recuerdos: “(…) buscó la cara a Onetti/ tras pirámides de puchos/ te buscas en Onetti todavía/ pero ‘mirá/ pibe/ si Beethoven hubiera nacido en Tacuarembó/ habría llegado a ser director de la banda del pueblo/ eso no es todo (…)”. Cortázar apareció por Brecha, y el señor mayor y asentado que esperábamos –un coetáneo, seguramente, o poco menor, que Eduardo Galeano, un sesentista irredimible de los que ya no quedan– resultó ser un joven treintañero, y por su aspecto, un chiquilín. Que precariamente instalado en Montevideo acometió la tarea que –que yo sepa– ningún uruguayo intentó: en la Biblioteca Nacional y en el Palacio Legislativo rastreó, y leyó enteritos, todos los artículos escritos por Galeano desde su juventud, publicados en Marcha, en El Sol, en Época… No sé si el joven mexicano de literario apellido completó el estudio-ensayo-biografía que venía preparando sobre Galeano. Pero la hondura de su aproximación, augura lo mejor.
Sólo queda, a partir de ahora, esperar un trabajo como ése, releer los libros, especular qué hubiera escrito Eduardo de tal o tal asunto.
Los dos años que pasaron desde la muerte de Galeano han sido pródigos en sucesos, a veces sorprendentes. Qué hubiera escrito sobre Trump, sobre su prédica antinmigrantes, sobre su muro –que ya existe–, sobre su bomba madre o la bomba padre de Putin. Más difícil aún: qué hubiera escrito a la muerte de Fidel, él que tanto amó a Cuba y, con dolor, tanto la criticó. ¿Y sobre Venezuela? ¿Cómo habría encarado ese lío que enfrenta en las calles a hambrientos de un lado y del otro, azuzados por poderosos de un lado y del otro? Nadie puede hablar en su nombre, la izquierda latinoamericanista, abierta, romántica a su manera –si es que de ella queda algo– tendrá que buscar sus propias palabras.
Quedan los recuerdos de quienes lo conocieron, las anécdotas que sus amigos y conocidos comparten, y sobre todo, sus libros. Cuánto perdurarán, no se sabe. En esta casa –a la que dos por tres, además de Cortázar, ha venido llegando gente de los lugares más distantes, queriendo capturar las huellas de Galeano– queda una sombra amiga, una risa contagiosa, una ironía acertada (“che, escriban más corto…”), que, cualquiera puede comprobarlo, todavía no alcanzó su objetivo.
Es que es difícil escribir corto. Y él lo sabía.