La primera noche la abrió el grupo del trompetista Juan Olivera, conformado por Felipe Ahunchain, en piano; Felipe Fuentes, en contrabajo, y Santiago Lenoble, en batería. Una música muy oscura, dramática y hasta tenebrosa. Tal vez su antecedente más longevo pueda encontrarse en la escena del posbop de los sesenta, del free jazz y del avant-garde jazz. Pero, a su vez, es una propuesta muy consciente de las preguntas sobre qué hacer con esas influencias hoy en día. El constante diálogo entre lo cantable y lo puramente gestual, y entre un ambiente indefinible y, a su vez, conocido crearon una tensión incesante. El nivel instrumental y la solidez de la banda fueron asombrosos: el sonido penetrante de la trompeta de Olivera, que, más que un rol de solista, tomaba el de «director a través de la melodía»; el contrabajo envolvente de Fuentes, con uno de los timbres más particulares que han aparecido en Uruguay; la batería de Lenoble, que sorprendía por lo cantable –un bombo muy tonal, cuerpos con mucho fraseo y variedad de color–, y el piano de Ahunchain, que parecía tomar algo de cada uno y sintetizarlo. Es una música de desarrollo constante, tanto en forma como en contenido. Fue interesante escuchar cómo una melodía que aparecía como estelar de pronto se transformaba en la nueva base para que otra pasara al frente. Los diversos planos sonoros aparecían independientemente, de a poco se superponían y en un momento, sin que nos diéramos cuenta, ya no estaban o se habían transformado en algo más. Así, nadie era solista y a la vez todos lo eran, en un viaje que se movía siempre hacia más preguntas. Si existiera el jazz expresionista, sin duda que esta música entraría en esa categoría.
A este grupo le siguió el quinteto del contrabajista Alfonso Santini, conformado por Florencia Sanguinetti, en saxos; Fernanda Bértola, en percusión; Daniel Calabuig, en piano, y Tato Bolognini, en batería, a quienes luego se les sumaron Agustina Canavesi, en guitarra eléctrica, y Olivera, en trompeta. Fue un contraste grande, ya que la música era mucho más luminosa, accesible y lúdica. Había una fuerte base de jazz latino en forma de canción, con melodías claras y pegadizas. Muchas de las músicas contenían letras y las que no eran cantadas en un estilo que recordaba la época en que Pat Metheny era acompañado por Pedro Aznar. Sin duda, fue una bajada a tierra luego de la intensidad que la había antecedido y fue muy bien recibida por el público. Algo a destacar es el timbre del saxo alto de Sanguinetti, con un sonido clásico, de cámara, muy pulcro y nítido, con un muy buen control dinámico, algo raro de escuchar en el jazz local. Por otro lado, fue interesante ver que varias mujeres participaran, algo que, por suerte, se está volviendo más habitual.
La segunda noche fue abierta por el cuarteto del pianista Ahunchain, conformado por Maximiliano Nathan, en vibráfono; Juan Pablo Szilagyi, en bajo eléctrico, y Bolognini, en batería. Sin duda, hay una conexión entre su música y la del cuarteto de Olivera, porque el grupo está liderado por uno de sus integrantes. Sin embargo, aquí todo era más melancólico, introspectivo e, incluso, romántico, algo que se potenciaba con el juego de luces amarillas, azules, blancas y rojas que oscilaban a cargo de Santiago Pastor. En general, los solos no sucedían sobre secciones previamente presentadas, sino que constituían secciones en sí. Claramente, es una banda de arreglos, en la que los solos se cuelan entre lo previamente definido, llevando, así, la idea de adorno hacia una forma de improvisar. Esto está potenciado por lo que aporta cada instrumentista. Gracias al léxico de Ahunchain hay un fuerte pie en el pianismo impresionista de principios del siglo XX y un uso de diferentes escalas superpuestas que crean la ilusión de algo desconocido y, al mismo tiempo, claro, como cuando uno está soñando. A su vez, el resultado tímbrico, gracias al diálogo entre el vibráfono y el piano, ampliaba enormemente las posibilidades de escucha. Tal vez lo más disruptivo fue el bajo eléctrico. En la memoria interna resonaba un contrabajo y, sin embargo, estaba presente un sonido eléctrico asociable al jazz fusión: un timbre brilloso, con una tocada cortante y sobre el puente del instrumento, algo que le daba un giro particular al color de la banda. Aquí Bolognini, quien con Santini apelaba más a lo lúdico, logró una gran profundidad, con una tocada cambiante y llena de detalles, sin caer en algo pretencioso y siempre respondiendo a los demás. Finalmente, Nathan hizo los mejores solos del festival, lo que dejó claro que lo cristalino del instrumento no es una barrera para llegar a algo feroz, sucio. Este set también presentó uno de los momentos más altos del festival: el tema de cierre, «La Isla», para el cual se sumó la cantante Analía Parada. Basado en un partido alto brasileño y de alta intensidad rítmica, con el increíble nivel vocal de Parada –potenciado por el impredecible acompañamiento armónico–, cargó de energía a todo el público. Pocas veces se ha visto un nivel tan alto en la música uruguaya de los últimos tiempos.
El cierre del festival fue de la mano del quinteto del baterista Juan Ibarra, conformado por Andrés Pigatto, en contrabajo; Olivera, en trompeta, y Martin Ibarra y Jeremías di Pólito, en guitarra eléctrica. Juan Ibarra definió la música como inspirada en «una charla entre [Eduardo] Mateo y Thom Yorke [líder de Radiohead] en un boliche, tomando caña mientras juegan un partido de ajedrez». Tanto la forma como la estética de los temas partían de la escena alternativa de Radiohead y siempre había alguna vuelta de tuerca a lo Mateo, incorporando mucho de raíz uruguaya. Desde hace tiempo Ibarra recorre este camino, pero esta vez también tomó de estas influencias lo directo y lo transparente. El trabajo tímbrico previo definía una imagen sonora muy inmediata que se mantenía a lo largo de cada tema, dejando que el desarrollo de la música se focalizara en lo melódico y lo armónico. Había un énfasis en el dúo de guitarras, que se daba a través de arpegios y rasgueos que muchas veces se mantenían como ostinatos. Esto permitía que la batería estuviera más suelta y las melodías de la trompeta fueran más estiradas, lo que daba la sensación de que había una superposición de diferentes compases. Así, el pulso flotaba. La estética hacía que el léxico jazzero de los solos fuera recontextualizado para que surgiera algo nuevo. No es una novedad escuchar artistas de jazz que incorporan influencias del rock más actual, pero en este caso hay un giro: la base de la música parte del rock alternativo y es el jazz lo que se incorpora. Y, por más que la música cobre algo más directo y transparente, se logra una gran profundidad. El grupo sigue trabajando en este material y uno puede especular que aparecerá no solo algo particular, sino una apuesta estética propia de Uruguay.
Realmente fue un festival sólido y disfrutable. El sonido, en manos de Juan Manuel Cola, dejaba escuchar hasta el último detalle; la iluminación de Pastor hacía que la música cobrara un enorme encanto visual; la excelente producción de Olivera y Pilar Casabella cuidó todos los aspectos al máximo. Pero, sobre todo, fuimos testigos de una música de gran nivel, difícil de encontrar en Uruguay, que gritó alto y fuerte que aquí hay un grupo de jóvenes comprometidos, en busca de una identidad, que se preguntan qué hacer hoy en su país. Hace falta más de esto y es una alegría que estén cargando como colectivo esta enorme mochila. Ahora solo falta esperar al próximo festival. Mientras, seguimos de cerca la carrera de estos músicos.