¿Qué tienen en común la ya desarmada organización independentista vasca Eta, el terrorismo yihadista, Venezuela y Cataluña? Para el gobierno español, mucho. Se trata del “pack de todos los males” que el Ejecutivo liderado por Mariano Rajoy está moviendo a diestra y siniestra con un objetivo muy claro: quitar cualquier tipo de valor y prestigio al proceso catalán, cuyo día D está cada vez más cerca. Si las promesas del govern liderado por Carles Puigdemont se cumplen, el 1 de octubre habrá referéndum soberanista en Cataluña.
Si España no fuese España, esta crónica podría resumirse en una frase: si gana el Sí, los nacionalistas juran y perjuran que formarán una república independiente. Si resulta triunfador el No, los organizadores de la consulta prometen convocar a elecciones autonómicas anticipadas, ya que no se verían con la legitimidad suficiente para seguir en sus cargos. Pero España (esa misma que edificó su transición sin deshacerse del lema “Una, grande y libre” que instauró el dictador Francisco Franco) es España, por lo que esta historia resulta bastante más complicada.
El gobierno del Partido Popular (PP) se niega tajantemente a reconocer el derecho de la ciudadanía catalana a participar en una votación de este carácter, lo que ha imposibilitado cualquier tipo de acuerdo en torno a una consulta pactada y con todas las garantías, tanto para los que quieren irse como para los que quieren quedarse. De ahí que la prensa –sea del signo que fuere– haya acuñado el término “choque de trenes” para referirse al proceso catalán.
De esa manera, en el imaginario político y periodístico aparecen dos vagones claramente diferenciados. En uno viajan el president catalán, sus compañeros del Partido Demócrata Europeo Catalán (Pdecat, sucesor de la mítica Convergencia Democrática de Cataluña) y sus socios de las Candidaturas d’Unitat Popular (Cup, de alma anticapitalista y vocación soberanista). En el otro tren se desplazan Rajoy, todas y todos sus ministros, y sus a veces amigos, a veces enemigos, del Psoe. También hay algún asiento para Ciudadanos, el partido de alma derechista y vocación unionista que sueña con remplazar algún día al PP en el espectro conservador. Aunque todos ellos lo nieguen, en el vagón del nacionalismo español también viajan los ultraderechistas de Falange Española de las Jons, del partido Vox (ex miembros del PP que sueñan con formar un Frente Nacional al estilo Le Pen) y Alianza Nacional, una formación política que se declara nacionalsocialista y que aboga por enviar a todos los independentistas catalanes al paredón, tal como hizo la dictadura franquista. Aunque discrepen en el cómo, todos los viajeros de este vagón tienen claro el objetivo: Catalunya siempre será Cataluña, con eñe (tal como se escribe en castellano), y formará parte indisoluble de España.
Mientras los dos trenes viajan a gran velocidad y amenazan con estrellarse mutuamente, un sector de la política española intenta construir una tercera vía para evitar el impacto. Ese papel está reservado para Unidos Podemos, la única fuerza política de ámbito estatal que reconoce el derecho a decidir de los catalanes y reivindica la celebración de un referéndum con todas las garantías. “No queremos que Cataluña se marche, pero somos demócratas”, ha reiterado en infinidad de ocasiones el líder de este partido político, Pablo Iglesias. Sin embargo, también hay diferencias entre los que buscan construir ese tercer carril: Podem, la marca catalana de Podemos, ha llamado directamente a participar en el referéndum del 1 de octubre, mientras que la dirección estatal del partido se ha limitado a definir esa votación como una “movilización política legítima”.
INCERTIDUMBRE ABSOLUTA. En un escenario confuso, los acontecimientos que se suceden día tras día sólo contribuyen a hacerlo aun más enrevesado. Mientras el gobierno catalán intenta demostrar que nada ni nadie detendrá su voluntad de consultar a la ciudadanía, Madrid insiste una y otra vez en que no habrá votación ni por asomo. En otras palabras, la incertidumbre es total. Al día de hoy no hay analista político –ni tampoco futurólogo– que se arriesgue a predecir lo que ocurrirá en Cataluña de ahora a fin de año. Ni siquiera hay pronósticos certeros sobre qué pasos dará Mariano Rajoy a medida que se acerque el tan ansiado 1 de octubre. Sólo está claro que no permitirá el referéndum, pero ni él ni ningún miembro de su gobierno terminan de aclarar cómo.
Las posibilidades de frenar la consulta son variadas. Según coinciden en señalar diversos juristas, el gobierno español tiene tres vías sobre la mesa. Todas son traumáticas, pero de distinto grado. La primera sería recurrir nuevamente al Tribunal Constitucional (TC) para que sean sus jueces quienes impidan la consulta, amparados en una reforma impulsada en 2015 por el PP que los dotó de la capacidad necesaria para hacerlo. De hecho, el máximo órgano de la judicatura española ya anuló las partidas presupuestarias que iban destinadas al referéndum, y se prevé que vuelva a actuar a principios de setiembre, cuando el parlamento catalán apruebe la ley que regulará la consulta del 1 de octubre. Será entonces –y solamente entonces– cuando los jueces podrán concretar la prohibición de instalar las urnas.
La otra opción es el artículo 155 de la Constitución, que literalmente establece: “si una comunidad autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el gobierno, previo requerimiento al presidente de la comunidad autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general”. Léase suspender la autonomía, lo que implicaría pasar por encima de la voluntad expresada por los catalanes en las últimas elecciones de carácter autonómico. Léase golpe de Estado dentro del Estado.
Ante la gravedad del asunto, algunas voces autorizadas del PP han asegurado que, al menos por el momento, no se contempla llegar a tal escenario. Una de las razones fundamentales es que el Psoe –segundo partido más votado del país– se opone a aplicar ese artículo, lo que impediría ofrecer una imagen de unidad. Otro problema sería la actitud del Partido Nacionalista Vasco (Pnv), con el que Rajoy mantiene actualmente una excelente relación. El portavoz del Pnv en el Congreso, Aitor Esteban, dijo esta misma semana que si el Ejecutivo central recurre al 155 “nos tendrán enfrente”. Si eso sucediese, el PP perdería a su aliado clave para aprobar los próximos presupuestos.
La tercera opción para frenar las aspiraciones catalanas no sería menos controvertida: se trataría de recurrir a la ley de seguridad nacional, aprobada también en 2015, al calor de los movimientos independentistas con epicentro en Barcelona. Esa normativa obliga a todos los cuerpos policiales –incluyendo, claro está, a los Mossos d’Esquadra catalanes– a ponerse al servicio del gobierno estatal en caso de que sea necesario “garantizar la defensa de España y sus principios y valores constitucionales”. La pasada semana el diario conservador El Mundo aseguró que se trataba de la opción preferida de Rajoy.
Sea cual fuese su apuesta, existen varias preguntas que aún siguen sin respuesta. ¿Y si, a pesar de todo y contra todo, Cataluña mantiene su decisión de hacer la consulta? ¿Qué pasaría si triunfa el Sí el 1 de octubre? ¿Y si esa misma noche, o a más tardar al día siguiente, Puigdemont declara la independencia? A falta de conocer las respuestas, ya hay una cosa clara: si el govern no da el brazo a torcer y Rajoy tampoco, el resultado de este choque de trenes será imprevisible.
PUGNA POR EL CONTROL POLICIAL. En ese contexto, el control de la policía catalana se ha convertido en uno de los asuntos del momento. Mientras crecen las especulaciones sobre un supuesto plan de La Moncloa de tomar las riendas de los Mossos d’Esquadra –algo inaudito–, el presidente Puigdemont movió las fichas necesarias para garantizarse la fidelidad de ese cuerpo armado. Para ello, el viernes 14 anunció una remodelación de su gabinete que incluyó el relevo del hasta entonces consejero de Interior (cargo equivalente al de un ministro), Jordi Jané, por Joaquim Forn, un hombre de su plena confianza.
Como si de una partida de dominó se tratase, cuatro días después llegaría la dimisión del jefe de los Mossos, Albert Batlle, quien había llegado a afirmar que estaba dispuesto a detener a Puigdemont si algún tribunal lo ordenaba. Cuando se anunció la destitución del consejero de Interior, en los corrillos políticos de Barcelona se hacían apuestas sobre cuántos días aguantaría Batlle. Su cargo es ocupado ahora por Pere Soler, un hombre de marcado perfil independentista. Así las cosas, será él quien estará al frente de la policía catalana en uno de los momentos más convulsos de su historia. Una historia de la que nadie, absolutamente nadie, se anima a escribir su final.