José Eduardo Agualusa es un escritor nacido en Angola, hijo de portugueses, residente habitual de Brasil. Alcanzarían esas características para situarlo tanto como lusófono que como angoleño. Sería injusto, sin embargo, pensar que esa identidad le viene, de manera casi inevitable, sólo a causa de esa trayectoria vital, de ese “pasado”.
Agualusa es un lusófono por elección. Participa activamente en las polémicas sobre la lengua portuguesa, en las que se ha ubicado casi siempre en posiciones heterodoxas.1 Comenta –en sus columnas en la prensa de ambas orillas del Atlántico– temas tan variados como los heterónimos de Pessoa o el ecumenismo de la selección portuguesa de fútbol, que acaba de obtener la Eurocopa con el gol de un jugador nacido en Ghana. Y sobre todo ayuda a componer, a través de sus libros, ese vivo y cambiante mosaico que nace en el vínculo –difícil, proteico y lleno de contradicciones– que tienen entre sí, y con la vieja metrópoli, las sociedades que recibieron su lengua del extinto imperio portugués. Un espacio cultural, simbólico y geográfico que a la luz de la obra de Agualusa parece volver menos exagerado aquel capricho de la etimología que hace que mosaico signifique, en latín, “relativo a las musas”.
Con la misma naturalidad puede escribir un vibrante thriller místico y político sobre la India portuguesa (Un extraño en Goa), que establecer un diálogo con la tradición más canónica de la literatura lusa, retomando a Fradique Mendes –aquel personaje inventado que tuvo a Eça de Queirós como su principal demiurgo– para desarrollar un hilo africano de su correspondencia (Nación criolla).
Agualusa es un autor que apuesta a la límpida nitidez de su narrativa, necesaria para el desarrollo de historias que, de tan originales y atrapantes, siempre dejan la sensación de que contarlas es un acto de justicia. A la vez trabaja en sus libros un trasfondo complejo donde habitan los momentos históricos difíciles –remotos o recientes–, el aluvión de una cultura de múltiples fuentes, y la apuesta decidida y sin red a la pura belleza de la palabra.
BORGES EN LUANDA. Se ha dicho que en El vendedor de pasados hay un homenaje a Jorge Luis Borges. Ahí está, sin duda, ese rastro. Hay momentos, como cuando la voz narradora se refiere a Las mil y una noches, o en la permanente relación de dos de los protagonistas con los libros y las bibliotecas, en los que el lector tiene la tentación hasta de percibir, en la entrelínea, que uno de esos personajes pudiera llegar a ser el mismo Borges con otra forma.
Si bien el vínculo con el universo borgeano es omnipresente, no se agotan ahí los puentes que construye Agualusa para conectar con otros mundos esa historia de la Angola de hace veinte años. Ya en las primeras páginas habla de un niño que cruza un muro para robar frutas de un jardín. “Tal vez no lo hagan para probar las frutas. Creo que lo hacen para probar el riesgo. Tal vez, el día de mañana, el riesgo tenga para ellos el sabor de los nísperos maduros.” Y en las líneas siguientes imagina, para ese muchacho, un futuro como zapador. Y coloca en ese futuro imaginario una entrevista con un periodista extranjero que le preguntará, “con una mezcla de curiosidad y de horror”, en qué piensa cuando desarma una mina.
“Y el niño que todavía hubiera en él, contestaría, sonriendo:
—En nísperos, señor”.
¿No está ahí, sin ser nombrada, la magdalena de Proust?
Por no hablar del paralelismo entre el “Ministerio de Información” y algunas construcciones de Kafka, al que no menciona, o de una cita de Pessoa que el autor también opta por no atribuirla sino que deja que haga su efecto más o menos vago en la memoria de quien lee.
En cambio sí son explícitas las referencias a Eça de Queirós, eje central del canon luso del siglo XIX. No debe extrañar a nadie. Recuérdese que cuando a Agualusa le preguntaron, en una entrevista para un programa televisivo, cuál era “el libro de su vida”, respondió, y fundamentó, que ese lugar lo tenían Los Maia, la saga de Eça. Tal trascendencia le da Agualusa a su padre literario, que uno de los protagonistas de El vendedor de pasados tuvo como cuna una caja en la que lo acomodaron sobre una serie de ejemplares de La reliquia. Un niño prematuro, abandonado sin más abrigo que la literatura y la lengua. La tentación de los paralelismos es demasiado grande, pero hay que cuidarse de escribir “Angola” basados sólo en ese “pasado”. A fin de cuentas, en el libro toda genealogía puede comprarse, y en algunos casos se trata de un producto afilado, ambiguo, que escapa del control de quienes realizan la transacción.
Si El vendedor de pasados dispone, como artefacto, de una construcción narrativa en la que se rinde homenaje a Borges, si eso lo salpica con referencias a los autores canónicos, con elementos de la compleja historia reciente de Angola y con una pizca de ecos de la Guerra Fría, la receta parece a tono con lo que se espera de una gastronomía donde el chef mezcla sus ingredientes sin complejos. Lo peculiar del estilo Agualusa es que no se queda en esos recursos que le asegurarían el aplauso fácil. El vendedor de pasados también tiene, por detrás, una historia única. Un extraño protagonista, albino y comerciante de libros, que se dedica a inventar pasados (todo lo ilustres que se pueda) para los nuevos ricos de un país petrolero cuya elite parece haber abandonado las ideas y las políticas de izquierda sin despojarse de su retórica. Protagonista que se encuentra con dos personajes que trastrocan su vida: un cliente menos transparente de lo habitual y una mujer que, al contrario de las otras que ha conocido, parece estar sinceramente interesada por lo que va más allá de una apariencia, la de ese albino en África, que hasta que apareció ella sólo había despertado rechazo. Esos tres destinos se van enredando cada vez más y ese devenir hace que los otros elementos de la novela (las referencias cultas, la información histórica) sean un condimento para ese plato nutritivo y contundente que se tiene en la mesa.
¿O es exactamente al revés? ¿Lo accesorio, aunque sabroso, es la historia, y son esas referencias, literarias e históricas, lo que realmente alimenta al lector? Podría hacerse, tal vez, una taxonomía fundamental de los lectores en función de la respuesta que se le dé a esta pregunta.
ANGOLA EN URUGUAY. No es la primera vez que Banda Oriental publica narrativa angoleña. En 2005, con traducción de Ana García Iglesias y prólogo de Milton Fornaro, editó Buenos días camaradas, de Ondjaki (seudónimo de Ndalu de Almeida), que también dialoga con la historia política de Angola, quizás de un modo menos de-sencantado que El vendedor de pasados. Una utopía de la infancia, la de Ondjaki, que podría tomarse como una bisagra entre la mirada de Agualusa y la de la generación anterior, esa que tiene uno de sus nombres centrales en “Pepetela” (Artur Carlos Mauricio Pestana dos Santos). A Uruguay llegaron algunos títulos de Pepetela bajo el sello de la española Alianza (El deseo de Kianda) y de la vasca Txalaparta (La generación de la utopía), mientras que localmente Libros del Astillero publicó Las aventuras de Ngunga, con traducción de Beatriz Sienra y prólogo de Fernando Rama. El matrimonio Sienra-Rama, que vivió su exilio en Angola, también tradujo, para Ediciones Pueblos Unidos, Angola, cultura y liberación, una antología de poesía de ese país.
Según sus respectivas biografías, Pepetela es de 1941, Agualusa de 1960 y Ondjaki de 1977. Pero a sus “pasados” los separan dos abismos. Pepetela fue uno de los hacedores de la revolución anticolonial del Movimiento para la Liberación de Angola (Mpla) y fue viceministro de Educación de la Angola socialista en los años de la guerra contra Sudáfrica y del internacionalismo cubano. Agualusa fue niño en el mundo portugués de antes de la independencia, mientras que Ondjaki es un hijo de esa Angola nacida en 1975 y puesta en la incubadora de la Operación Carlota (el desembarco cubano cuando la invasión sudafricana estaba a 20 quilómetros de Luanda). No son tres países diferentes. Son tres mundos distintos. Leer estos tres autores es una manera privilegiada de explorarlos. Ahora, El vendedor de pasados brinda una nueva oportunidad de comenzar el viaje.
- Ha defendido que se fijen normas únicas para una lengua con dos variantes literarias principales, la portuguesa y la brasileña, para defender del desconcierto a los lectores periféricos de la lusofonía, como los africanos.