Ya se sabe: no hay seres más apasionados que los coleccionistas.
Coleccionar es una forma de ordenar el caos del mundo, una ilusión de tener el control, obtener la serie de objetos es una misión de placer a la vez presente y dilatado en el tiempo. Buscar, ordenar, clasificar… no importa si son jarrones de la dinastía Ming o servilletas de papel, arte renacentista o cajas de fósforos: la pasión y a veces el fanatismo son los mismos, y el camino es hacia lo sublime.
Tal vez no todos los coleccionistas estén dispuestos a morir por su colección, pero es sabido que muchos no dudan en arriesgarse a ir a la cárcel por una pieza codiciada. El robo de un cuadro famoso no puede tener otro destino que una colección privada –muy privada–, aunque hay algunos coleccionistas capaces de hacer cosas peores por cosas…, bueno, peores.
Hasta hoy, quizás, el caso más celebre de “locura de coleccionista” era el del atleta y actor O J Simpson, quien después de librarse de ir preso de por vida por asesinar a su esposa y al amigo de ésta terminó en la cárcel por robar memorabilia deportiva. Ahora el caso más célebre es el de Susan y Christopher Edwards.
Susan y Cristopher Edwards son una pareja de mediana edad de Mansfield, Inglaterra. Y están acusados de asesinar a William y Patricia Wycherley, los padres de Susan. El asesinato habría sido a fines de 1998, pero ha salido a la luz recién ahora. Y leyendo la nota del Guardian sobre el asunto, es evidente que se trata de un caso de “locura de coleccionista”.
Y es que los esposos Edwards se quedaron sin dinero, pero en lugar de vender alguna pieza de su colección, Cristopher optó por llamar a su madrastra, confesarle los crímenes cometidos hace 15 años y pedirle dinero prestado para evitar ir a la cárcel.
Susan y Cristopher mataron a los Wycherley y los enterraron en el jardín de la casa de éstos. Los Wycherley eran gente que raramente salía –él tenía 85 años y ella 63–, y su hija se ocupó de enviarles a sus parientes lejanos una postal en nombre de ellos cada Navidad en estos 15 años, relatando una serie de mudanzas y viajes a Irlanda (“donde el aire es más limpio”) que volvían verosímil la ausencia. Luego vendieron la casa. Y con lo producido, más las pensiones de los ancianos, que seguían cobrando regularmente, se dedicaron a comprar memorabilia.
Lo notable es lo poco interesante que es la colección por la que delataron su crimen: una foto firmada por Gary Cooper, un recibo de banco en el que Cooper autoriza a su corredor de bolsa a vender unas acciones de una compañía de acero mexicana, una nota de dos líneas del mismo actor, agradeciéndole una carta a una admiradora, una tarjeta con la firma de Frank Sinatra. Susan se aficionó, además, a la historia de la Segunda Guerra Mundial y a los sellos, poniéndole así un poco más de color a una historia ya de por sí colorida: no solamente fingió ante su esposo haber mantenido una correspondencia de 14 años con Gérard Depardieu (se escribía a sí misma usando los sellos de su colección), sino que compraba libros caros sobre la Segunda Guerra, entre ellos la biografía de Charles de Gaulle.
Cuando la seguridad social inglesa envió a Patrick Wycherley una carta felicitándolo por la proximidad de su cumpleaños número 100 y solicitándole una entrevista para ajustar su pensión y arreglar el tradicional envío del telegrama de la reina a los ciudadanos centenarios, el matrimonio Edwards se asustó y puso pies en polvorosa. El lugar elegido para esconderse fue Lille, ciudad de nacimiento de De Gaulle.
Desde allí fue que Cristopher llamó a su madrastra –ella misma octogenaria– para pedirle dinero, confesándole el crimen; y la señora Edwards llamó a la policía.
Hay que decir que Susan, que aparentemente fue quien apretó el gatillo, fue coherente en toda esta historia: el crimen fue perpetrado con una pistola de la Segunda Guerra Mundial. Y la colección, hasta ahora no demasiado valiosa, seguramente vuelva al mercado con un valor agregado: esa irrelevante foto de Gary Cooper, es, ahora sí, única.