Ya hay disponibles tres de los seis tomos de Mi lucha, la saga autobiográfica de Karl Ove Knausgard, traducidos al español, y en consecuencia recrudece la polémica “sobre los límites tolerables del realismo cuando un escritor se pasa diez páginas lavando platos”, según enuncia Pola Oloixarac en su introducción a la larga entrevista que le hizo al noruego. La conversación fue tapa del suplemento Ñ. En setiembre otra tapa fue “Los diarios de Emilio Renzi”, álter ego literario de Piglia, que salen acompañados de un documental de Andrés di Tella sobre la edición de los diarios que, dada la enfermedad que sobrevino al autor, no está exenta de dramatismo.
Más al norte, el último número de Letras Libres trae un dossier dedicado a diarios de escritores, con materiales varios. Entre lo mejor hay una muestra del diario de Alejandro Rossi (1932-2009), el autor del Manual del distraído, que fue un intelectual muy fino, filósofo y literato allegado al círculo de Octavio Paz. Una de las entradas refiere a Onetti, la escribe en 1994, cuando su muerte, y resultó jugosa: “Lo conocí en México, en 1975, lo visitamos una tarde en un cuarto del hotel Montejo, en Reforma, José Bianco, Octavio Paz y yo. Tuvimos una conversación difícil, él hablaba poco, estaba enfermo y quizá algo borracho. Fue cortés, pero balbuceante. Todos estábamos algo incómodos. A Pepe no le simpatizaba nada y a Octavio tampoco le entusiasmaba. El único admirador franco era yo. Sigo siéndolo. Luego Pepe comentó: ‘Es un malevo, un compadrito’. Durante esos días charlé varias veces con la mujer, ex violinista, la recuerdo agotada y me llamó la atención que me contara tantos detalles acerca de cómo pasaba Onetti la noche, las dificultades, los inconvenientes físicos. Pienso que es un gran escritor. Aún recuerdo, hace tantísimos años, mi asombro, mi admiración por sus cuentos. Fue una revelación descubrir que eso se escribía en español. Era un escritor capaz de imponer su visión en sólo una página. Los últimos libros no los conozco. Pensé visitarlo en Madrid en diciembre pasado. Quedó en nada, lástima. ‘Estafa’ es la palabra que más asocio con él”.
El remate prueba la calidad literaria de Rossi y también su aptitud diarista.
En todos lados aparece –como un complot– el tema de la edición de los diarios, sólo que ahora se la postula como una necesidad, más que como una traición. Destaca un artículo dedicado al diario de Alfonso Reyes. Las Obras completas de este escritor que le enseñó a escribir a Borges ocupan nueve tomos; la edición de sus diarios tomó otros siete, y tres años de trabajo.
Eduardo Huchín Sosa los tituló borgianamente y no sin sorna “El diario de Reyes y sus editores”. Al contrario de lo que fue hasta hace muy poco costumbre y tradición, aquí no se acusa a los editores ni se los castiga, como al vilipendiado Max Brod o al sospechado señor Woolf. Al contrario, Huchín Sosa reivindica el valor de la edición y lamenta que los editores se hayan afiliado al criterio de “cantera de datos” y, al abstenerse de intervenir, hayan abandonado el texto a su ilegibilidad. Para convencernos recurre a un expediente eficaz: cuenta que el diario empieza con la escena de unos autos que llegan a la casa del joven Reyes con los vidrios rotos y cargados de heridos. Eso, dice, nos prepara para una lectura estremecedora que se desmorona, sin embargo, en la entrada siguiente con la enumeración prolija de los compromisos que anota el joven Reyes, con ítems agendados tan emocionantes como citas con los alumnos de la Escuela de Jurisprudencia. Además abjura de las entradas irrelevantes “engordadas con notas al pie”, de la lista de erratas que ha encontrado Reyes en sus libros y la “escrupulosa descripción de cómo organiza sus papeles”, y lamenta que todo eso impida encontrar al gran prosista, al memorable humorista y al escritor seductor. En todo caso este detractor de los diarios escrupulosos busca buenos argumentos para su molino. Elogia al editor de Cheever, que con una idea y una interpretación de su biografiado, y “con el costo emocional de la viuda y el dolor asumido por los hijos”, igual publicó lo que estima sólo fue la vigésima parte de ese diario. Razones que recuerdan las fundadas dudas que manifestaba Daniel Balderston ante la posibilidad de que los infinitos diarios de Bioy Casares que todavía permanecen inéditos fuesen dados a luz completos; cuando los chismes o el recuento de lo que comía fuesen expuestos sin siquiera aparecer contiguos a una figura como la de Borges.
No existe, sin embargo, edición ajena a los prejuicios y a la subjetividad y sólo la fidelidad paleográfica es capaz de preservar todos los sentidos de lo escrito. No hace tanto, John Bainville, en un agudo ensayo, escribió persuasivamente sobre la posible homosexualidad de Kafka a partir de las censuras que hizo Max Brod (el argumento era sutil: sólo quien supiese que esa era la verdad entendería necesario censurar algo tan poco comprometedor en sí mismo). Claro que al diario esa fidelidad lo vuelve menos un libro que una fuente ordenada para interpretar a su autor. Dice bien Huchín Sosa que la opción académica, sumada al propósito de no intervención, puede producir un libro apto para las consultas esporádicas, pero no será un diario “para leer”. Lo cual es un exabrupto, pero sobre todo una pena.