Edy Kaufman y las trampas del sionismo liberal - Semanario Brecha

Edy Kaufman y las trampas del sionismo liberal

En la edición de la semana pasada Salvador Neves entrevistó al militante y académico israelí Edy Kaufman. En esta columna de opinión María Landi hace algunas puntualizaciones sobre los conceptos vertidos por Kaufman en relación a la cuestión Palestina-Israel.

En la entrevista de Salvador Neves a Edy Kaufman publicada la semana pasada1 hay dos partes muy claras: en la primera habla el miembro de Amnistía Internacional y defensor de los derechos humanos durante las dictaduras del Cono Sur. También habla el progresista –o incluso izquierdista− que señala los pecados históricos de Occidente en la configuración del mundo árabe y la emergencia de fenómenos como el islamismo radical o terrorista.

En la segunda parte, sin embargo, cuando habla de la cuestión Palestina-Israel, emerge el típico discurso del sionista liberal (algo que en sí es un oxímoron). Y ese discurso es tan falaz por lo que dice como por lo que no dice y deliberadamente decide omitir.

En la ortodoxia sionista el plato fuerte es siempre Hamas. Hablar de Hamas –y de paso poner al movimiento palestino y al libanés Hizbolá en la bolsa del Estado islámico y Boko Haram– como obstáculo o amenaza, advirtiendo sobre el peligro de la radicalización islamista, es algo que ningún sionista liberal que se precie dejará de hacer. Lástima que a los periodistas no se les ocurra nunca preguntar: ¿pero qué pasaba antes de que existiera Hamas? ¿Y qué pasaría si Hamas dejara de existir? La respuesta es la misma en ambos casos: nada. Todo seguiría exactamente igual que como estaba antes de Hamas y como está hoy.

Al sionista liberal le gusta siempre recordar quién lanzó “el primer proyectil” –como si eso justificara que su gobierno bombardeara sin piedad a la bloqueada Gaza, asesinando a 2 mil civiles (550 de ellos menores de edad) e hiriendo y mutilando a más de 10 mil−, pero omite que la inmensa mayoría de la población de la Franja proviene de pueblos y ciudades que fueron limpiados étnicamente por las milicias sionistas entre 1947 y 1949.

“Hamas no reconoce a Israel” es otro de los enunciados favoritos de la ortodoxia sionista, omitiendo mencionar que Israel jamás ha reconocido a Palestina, ni de palabra ni de hecho: desde los mapas oficiales hasta la expansión incesante de sus colonias –condenadas unánimemente por la comunidad internacional–, para Israel sus fronteras terminan en Jordania.

Otro presupuesto del discurso sionista liberal es que, si el Partido Laborista sustituyera al Likud de Netaniahu, las cosas serían distintas. Ocultando que la colonización del territorio palestino, desde la creación de Israel hasta hace un par de décadas, fue responsabilidad directa de los gobiernos laboristas –y su política más consistente.

Pero quizás la falacia mayor es analizar el tema desde el paradigma de las “negociaciones de paz”. El problema, según Kaufman, es que los dos pueblos carecen de líderes que estén a la altura del desafío. Y evoca con nostalgia a Rabin, el primer ministro (asesinado por un judío fanático) que firmó con Arafat los tramposos Acuerdos de Oslo y así recibió el Nobel de la paz, apenas unos años después de haber ordenado a sus soldados “quebrarles los huesos” a los niños palestinos que tiraban piedras en la primera Intifada. O que en 1948 tuvo a su cargo la limpieza étnica de varias comunidades palestinas, incluyendo las ciudades de Lydda y Ramle.

El sionismo liberal analiza el conflicto desde ese falso paradigma, poniendo en pie de igualdad –en cuanto a la responsabilidad por la violencia crónica y la falta de solución– al ocupado y al ocupante, al colonizado y al colonizador, al oprimido y al opresor. Cualquiera sabe que desde la asimetría de poder entre las partes no hay negociación posible –ya se trate de Oslo, la Liga Árabe o Francia–. Y menos cuando la parte más fuerte no tiene la menor intención de ceder un metro de tierra.

Esa falacia del “diálogo de paz” entre israelíes y palestinos ha prevalecido –contra todas las evidencias empíricas– desde los niveles políticos más altos hasta los grupos de base. Millones de dólares se han volcado a la industria de la paz, y carreras académicas y profesionales enteras se han construido sobre ella. Pero la realidad es que para Israel el proceso de Oslo –que supuestamente desembocaría en la creación del Estado palestino– fue una cortina de humo para abortar la primera Intifada, ganar tiempo y seguir apropiándose del territorio –mientras hacía como que negociaba la paz–, creando así “hechos consumados” irreversibles.

Las y los palestinos les han puesto un nombre a esos diálogos: normalización. Se trata de normalizar el statu quo y de hablar sobre cómo ambas partes pueden coexistir sin tocar la raíz del problema: el proyecto y la ideología sionistas que dieron origen a Israel. Cito al historiador Ilan Pappé: “Esto no es un conflicto entre dos movimientos nacionales que luchan por el mismo pedazo de tierra. Se trata de la lucha contra un movimiento colonialista de asentamiento que llegó a fines del siglo XIX a Palestina y todavía hoy intenta colonizarla haciéndose de la mayor parte de la tierra con la menor cantidad de población nativa posible. Y la lucha de la población nativa es una lucha anticolonialista. Hay que ir a cualquiera de los estudios de caso históricos de un movimiento anticolonialista luchando contra una potencia colonialista y preguntarse: ¿en algún momento la idea de dividir la tierra entre el colonizador y el colonizado se presentó como solución razonable? Sobre todo para las personas que eran de izquierda o se consideraban a sí mismas como miembros conscientes de la sociedad. Y la respuesta es un rotundo no. Por supuesto que nadie admitiría la división de Argelia entre los colonos franceses y los nativos argelinos. E incluso en lugares en los que hubo colonialismo de asentamientos, es decir, en los que la población blanca en cierto modo no tenía adónde ir, como en Sudáfrica, si una persona progresista sugiriera hoy que había que dividir el territorio de Sudáfrica entre la población blanca y la población africana sería considerada demente en el mejor de los casos, y en el peor, hipócrita y fascista. Esta lógica, que es tan clara para mucha gente en cualquier otro lugar del mundo, de alguna manera no funciona en el caso de Palestina”.2

Los sionistas liberales tampoco reconocerán que Israel es un Estado de apartheid. A lo sumo, como Vargas Llosa (que escribió varios artículos después de su reciente visita), advertirán a las buenas conciencias que, de seguir por este camino (es decir, el de la total anexión de Cisjordania, manteniendo a su población sojuzgada sin el más mínimo derecho civil, político, económico, social o cultural), Israel “corre peligro de transformarse en un apartheid. Hasta Kerry lo dijo. Pero la advertencia llega tarde: Israel no es “la única democracia de Oriente Medio” que el sionismo le vende a Occidente; es una etnocracia3 (y por ende, una democracia sólo para su población judía). Y sobre todo es ya un Estado de apartheid.

En Israel, más de 50 leyes –además de un sinfín de políticas y prácticas oficiales– discriminan a la población no judía y le asignan incluso espacios geográficos diferentes. Una persona palestina no puede vivir donde quiera, sino donde el Estado le permite; es decir, en las comunidades árabes segregadas y asfixiadas por la imposibilidad de expandirse en proporción a su crecimiento. Porque la batalla geográfica y demográfica tiene lugar en todo el territorio de la Palestina histórica, no sólo en los territorios ocupados en 1967. Si mañana esa ocupación se terminara, Israel seguiría siendo un Estado de apartheid para su población no judía.

Y porque el sionismo es en esencia un proyecto nacionalista y racista construido sobre la supremacía étnica del grupo colonizador, cualquier solución real y duradera pasará por superar el viejo paradigma y trabajar por construir una verdadera democracia. Ello pasa necesariamente por la descolonización y la sustitución del régimen de apartheid por una democracia con igualdad de derechos para todas y todos sus habitantes, independientemente de su origen étnico o religioso.

Y quienes pretenden preservar a Israel como un Estado judío –en un territorio donde la mitad de la población no lo es– le hacen daño no sólo a la causa palestina, sino a la de la paz y la justicia en toda esa convulsionada región.

  1. No hay espacio para extendernos sobre los errores del propio entrevistador, pero quiero consignar al menos dos: la disciplina y el término “transformación de conflictos” no fueron creados por Kaufman y su socio, sino por el experto estadounidense John Paul Lederach; y no existe “emigración de palestinos hacia Israel”, sino todo lo contrario: cada vez más colonos israelíes se instalan en tierras robadas al pueblo palestino, que es expulsado de su territorio ancestral.
  2. Entrevista publicada en Mondoweiss en setiembre de 2015.
  3. Así la ha definido y explicado el geógrafo político Oren Yiftachel en Etnocracia. Políticas de tierra e identidad en Israel-Palestina. Bósforo, Madrid, 2011.

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