Mercedes Arévalo se duerme. Un momento después, su cuerpo parece haber pasado a otro sueño. Una extraña sensación se adueña de los otros personajes, una mezcla de angustia y de comprensión. El silencio es el final, o parece serlo, casi hamletiano. El luto comienza. Las miradas se cruzan para querer constatar lo inevitable. Pero de repente, como un estallido volcánico, Mercedes sale del letargo para lanzar como una suerte de pequeña dulce venganza: “¿No saben que soy inmortal?”.
Ese es el final de Un agujero en la pared, de Jacobo Langsner, una obra que nuestra entrañable Maruja Santullo estrenó allá por 1973 con la Comedia Nacional, pero que años después, otra entrañable, China Zorrilla, hizo en Buenos Aires con el nombre más seudopoético de Una margarita llamada Mercedes y que saltó al cine con un tercer nombre: Besos en la frente.
Allí, una mujer entrada en años, inteligente, pícara y con una sensualidad a flor de piel, se enamora, por así decirlo, de un joven provinciano, y se produce una relación ambigua y algo perturbadora. Claro que Langsner lo hace en clave de comedia, para que la historia se aleje de lo peligroso, pero sin perder ese delicado equilibrio en el que todo podría llegar a suceder.
¿Cómo no imaginar a China diciendo ese último parlamento en esta mañana de miércoles, literalmente, en que “se nos fue redepente”, a los 92 años, sin decirnos cuándo estrenaba la próxima obra? ¿Cómo no imaginar esa nueva broma para poder retomar el eterno té que con su gente iba a seguir tomando con el recuerdo eterno de aquel Londres de la segunda posguerra o de aquellos diálogos con un Dustin Hoffman que había sido convocado a una prueba para una película que iba a llamarse El graduado?
Pero China no dijo ese parlamento. O por lo menos no en esta dimensión. Me encontré recibiendo la noticia en el liceo, mientras todo parecía seguir como siempre, como todos los días. Y entonces me fui a la pizarra del patio de entrada, en la que los alumnos habían puesto frases que les parecía importante que sus compañeros leyeran, y puse simplemente: “Murió China Zorrilla, una gloria del arte nacional”.
Sí, ya sé. Por estas horas, todos reivindican a China como rioplatense. Como siempre los argentinos hacen con los buenos, con Horacio Quiroga, con Florencio Sánchez o con Julio Sosa. Pero en estos momentos la quiero uruguaya, volviendo en sus últimos días a Uruguay, después de haber vivido 40 años en la calle Uruguay de la ciudad de Buenos Aires.
Todo eso de que China no habría sido China si no fuera por Argentina y su público es cierto. Pero tengo ganas de un pequeño egoísmo para recordar esas raíces prodigiosas que abrevan en su abuelo escritor y en su padre escultor, que siguen con su hermana vestuarista, con sus colegas actores, con sus amigos de siempre. Ahí están, a la espera de su llegada al nuevo hotel: don Juan, seguramente recitando por enésima vez “La leyenda patria”, o Gumita, preparando algún vestuario con telas de nube, o don José Luis, horadando la piedra aérea para alguna estatua ecuestre, o Margarita Xirgu, repitiendo una y otra vez la disciplina más rígida, porque al teatro se viene de cualquier forma, incluso con certificado de defunción.
La vamos a extrañar. No es fácil para nosotros extrañar a una estrella. Porque de eso se trataba. La única, o casi la única estrella de la escena uruguaya. La estrella que vivía iluminando almas, que hacía estallar su media sonrisa para contarnos una y otra vez las mismas historias, siempre diferentes, siempre reinventadas, siempre únicas. “Nunca estás jodido del todo si tenés una buena historia y alguien a quien contársela”, decía el personaje de Novecento, de Alessandro Baricco. Y como el mismo Baricco agrega refiriéndose a su pianista maravilloso: “Él era su propia historia”.
China era su propia historia. Una historia que nació con la rebeldía de aquella joven que, en una familia de clase acomodada, decidió un buen día dedicarse al teatro, entre las sospechas de dudosa moral y de caída en el fango que sus colegas de estirpe veían en ese mundillo inconveniente. Y que así como enarboló esa terca rebeldía, hizo de su vida el más cercano espejo del carpe diem.
Porque China fue una gran gozadora. Como Bertolt Brecht. Una amante del buen vivir, del buen querer, del buen soñar. Fue popular sin dejar de ser sutil. Fue la reina de la comedia sin dar concesiones. Fue una actriz trágica de fuste como para asombrar a mucho descreído. Fue una mujer tan generosa con su arte como con sus bienes. Porque, como dice Dolly Levi, la protagonista de La casamentera, de Thornton Wilder –que China supo hacer con la Comedia–: “El dinero es como el abono, una porquería si no se usa como se debe”.
Y dejemos de pensar, como decía en estos días un diario montevideano, en “la protagonista de Esperando la carroza”, como si China fuera solo eso, como si los ravioles y el puchero fueran las únicas referencias que vale la pena conocer de esta grande. El mismo pecado se cometió con Juan Manuel Tenuta, otro grande que decidió volar hace un tiempo.
China fue Emily Dickinson, frágil y potente. Fue la mujer sufrida de El tobogán. Fue la anciana Elsa conquistando a Fred desde la Fontana di Trevi. Fue una Eva sugerentemente sensual desde la tribuna de Mark Twain. Fue la terrible Madre Coraje de Brecht. Fue la descacharrante criatura de Fin de semana. Fue la conmovedora enfermera de Darse cuenta, en aquella Nochebuena compartiendo soledades con Luis Brandoni. Fue la aristocrática Victoria Ocampo, enfrentando a la popular Evita. Fue el heroico personaje de El camino a la Meca. Fue infinitas criaturas en Atreverse o en Situación límite. Fue Stella Campbell, la actriz que se carteaba con Bernard Shaw en la exquisita Querido mentiroso.
Hoy todos estamos más desvalidos. Y no es frase hecha. Nos habíamos hecho a la idea de su eternidad. Pero China nos enseñó con su muerte el apego a la vida, la urgente necesidad de querer ser lo que somos y batallar por eso. Nos enseñó a ser generosos sin tener que exhibirlo día a día. Nos enseñó que el humor nunca es ingenuo, pero que siempre es un arte. Nos enseñó que el amor a los demás siempre se concreta en una persona. Nos hizo pensar que la juventud se alcanza a los 90 años y que los proyectos siempre están ahí, acechando, en barbecho.
En algún lado leí que le hubiera gustado hacer la Amanda de El zoo de cristal, de Williams, o la Mary de Viaje de un largo día hacia la noche, de O’Neill. Dos personajes fuertes, envueltos en brumas de recuerdos reconstruidos a fuerza de sufrir. Quizás para compensar esa vida de alegrías, de francas carcajadas que proyectó a su paso. Más allá de unos amores que supo resguardar con el pudor de los grandes. O de las pérdidas que la clepsidra no perdona.
No quise ir al velorio. No le hace honor a su empecinamiento en el disfrute. Sí, claro. Estuvo en el Palacio Legislativo. Estuvo en el Solís. La prensa mundial se hizo eco con panegíricos interminables. Los famosos y los que creen serlo twitearon hasta el infinito tratando de ser originales con la síntesis.
Prefiero recordar esa seducción que nadie resistía. Ese tono aristocrático que todos amábamos. Esa capacidad de tirar el chiste sin subrayarlo. Esa mirada a lo Pantera Rosa que sugería y conquistaba. Ese talento recibido y construido a fuerza de la más simple coherencia. Ese encantamiento que empezaba a vibrar en todos nosotros cada vez que iniciaba algún “había una vez…”.
Hoy prefiero volver a El honor no es cosa de mujeres. Al teatro Solís, a la Comedia Nacional, allá por 1970. A no poder aguantar las carcajadas que por responsabilidad de ella y del poderoso Enrique Guarnero restallaban en la platea. Quizás hoy mismo esa obra esté empezando una nueva temporada. Quizás, en este momento, los dos salieron a saludar una vez más, mientras desde la platea Emily Dickinson, especialmente venida de Amherst, busca desesperadamente una gran actriz que la encarne en el teatro. No se busca más. Ya la encontró.