Entre todos los adjetivos que mereció esta película,1 ópera prima del sonidista Adriano Salgado –el papel que juega acá el sonido delata esa formación–, y triunfadora en el Festival de Mar del Plata 2013, hay uno que, sin discusiones, concita unanimidades: inusual. Porque es un filme que puede ser saludado como un audaz tour de force que lleva las posibilidades del cine a un extremo que por lo general el cine evita, la prueba de que la estricta economía de medios no conspira contra un relato sino al contrario, o, del otro lado, puede ser visto como un ejercicio de estilo artificioso, un forzar los límites sin mucho sentido para la sustancia de que trata, y una prueba de “obramaestrismo”, término usado por un crítico argentino a propósito de esas películas destinadas sobre todo a demostrar cuán brillante y original es su realizador. En ambos extremos de la apreciación, y difícilmente haya alguna postura en el medio, todos convendrán que La utilidad de un revistero es algo inusual.
Los del segundo grupo pueden temer lo peor cuando una imagen inicial, estática, de un interior más bien oscuro con una lámpara allá en el fondo, permanece unos cuantos segundos en la pantalla sin que nada suceda dentro de ella. Ese mismo encuadre con esa misma iluminación permanecerá durante las casi dos horas que dura la película, con una vaga amplificación que permitirá atisbar otra parte de la habitación cerca del final, con la incorporación de un espejo. Después de esa quieta presentación aparecerá Ana (María Ucedo), que ordena más o menos una mesa, y luego vendrá Miranda (Yanina Gruden), una chica más joven. Por el diálogo se sabrá que es una entrevista de trabajo, por la que Ana intenta conocer las habilidades de Miranda –que dibuja y pinta– para ayudarla en su trabajo de escenografía y vestuario para una obra que lleva a situaciones actuales la vieja historia de Caperucita Roja. Toda la película es el diálogo entre las dos mujeres, que va desde cuestiones de trabajo, ideas sobre el cine –Ana delata gustos sofisticados, Miranda prefiere los blockbusters de aventuras– o sobre el arte, deslizándose luego a instancias más íntimas donde se habla de sexualidad y hasta se incluye una insólita lección práctica de fellatio por medio de una banana. El quieto entorno puede aumentarse brevemente por la aparición de una maqueta, o la posición fija de las dos actrices –Ana de frente, Miranda de costado–, interrumpirse brevemente cuando la segunda va a la cocina a fumar o la primera se levanta a traer algo. El escamoteo visual llega al punto de que cuando las dos hablan de las pinturas de Miranda,al espectador no se le muestra ninguna (aparecerán al final, bajo los créditos). La periódica referencia a goteras y humedades de la casa lleva cerca del final a un negro absoluto en la pantalla, cuando Miranda cubre algo con una campera. Uno puede pensar que la película termina ahí, pero no; sigue.
Los pertenecientes al grupo de entusiasmados con la película de Salgado, además de evocar La soga de Hitchcock y El arca rusa de Sokurov por el plano único, destacan la naturalidad y habilidad con que se desarrolla esa larga conversación entre las protagonistas, no sólo llevada en un tiempo real, sino que llega a dar toda la sensación de ser real. Sin cortes, a Salgado le debe haber llevado una planificación considerable esa filmación –aunque quizá cuando la pantalla queda en negro se haya permitido un corte que no puede percibirse–. La utilidad de un revistero podría ser, perfectamente, una obra de teatro, pero no lo es porque la percepción sobre su transcurrir se hace desde un punto de vista que el teatro no puede ofrecer, y esa aproximación luce verdaderamente como un desafío, un tocarse las manos para ver qué resulta de ese contacto. El desenlace, en principio tan austero y alargado como todo el resto, se ve interrumpido de pronto por una música cuya utilización es como un enfrentamiento directo a todo lo que se acaba de ver. Si Salgado quería sorprender, lo logró.
Quien escribe no puede evitar formar parte de los poco interesados en este tipo de ejercicios, más allá de la comprobación de la habilidad demostrada. Lo inu-sual no siempre alcanza para conmover o seducir.
1. Argentina, 2013.