Tierra del fuego, del argentino Mario Diament, dirigida por María Varela, muestra cómo una mujer israelí víctima de un atentado palestino en el que muriera su mejor amiga intenta visitar al responsable del mismo, ahora en prisión, para tratar de comprender por qué lo hizo y qué piensa éste luego de transcurridos más de veinte años del episodio. A lo largo del presente texto del autor de Informe sobre la banalidad del amor se refleja asimismo, amén de los encontrados puntos de vista de uno y otro bando aún comprometidos en un sangriento conflicto, la repercusión que el proceder de la protagonista acarrea a su propia existencia. Diament desarrolla todo el asunto con una claridad que abarca no sólo lo que siente la visitante en ciernes sino también lo que pasa por las cabezas del recluso, de la madre de la muchacha muerta y hasta por la del marido de la primera. La dedicación al análisis objetivo del pensamiento de unos y otras trae consigo, sin embargo, la limitación de hacer que la escritura se vuelva más expositiva que dramática y que todo termine girando en torno a lo que dice un puñado de personajes que de una u otra manera resultan más voceros de las diferentes posiciones en juego que seres de carne y hueso. Lo que antecede, de todos modos, no desmerece el interés que una propuesta de tan rigurosa actualidad despierta en una platea deseosa de encontrar de una vez por todas los argumentos necesarios para que se establezca la paz. La agilidad que Varela consigue otorgarle a la puesta y la entrega del elenco que encabeza una muy desenvuelta Marina Rodríguez se vuelven entonces fundamentales para atrapar la atención del espectador. (El Galpón, sala Atahualpa.)
Hedda Gabler, del noruego Henrik Ibsen, con dirección de David Hammond, propone el retrato de una mujer que, al igual que su Nora de Casa de muñecas, más allá de cualquier juicio moralista, piensa y se mueve de manera diferente a lo esperado. La relación con los integrantes de su familia y el peso de la sociedad circundante tallan de manera ininterrumpida en un conflicto que crece alimentado tanto por lo que los personajes expresan como por aquello que, al parecer, ocultan o ignoran. El poderoso mérito de la versión que conduce el director estadounidense de vuelta por estas tierras radica en haber conseguido transformar el espacio –estupendo el aporte de Nelson Mancebo en vestuario y ambientación– en la propia casa de la protagonista, donde se ubican los espectadores, que respiran así el mismo aire que las siluetas ibsenianas. La cercanía, lejos de disminuir la veracidad de las conversaciones y los enfrentamientos, vuelve a la platea testigo y cómplice de acontecimientos que, ubicados en un escenario tradicional, no lo conmoverían a igual extremo. Hammond consigue asimismo un intenso rendimiento de un elenco en el que se destacan la contradictoria Hedda que compone Leticia Scottini con moderna impronta, el marido enamorado que Christian Zagía resuelve con apropiada dosis de inconciencia, y el avasallante juez que, en manos de Ricardo Beiro, es capaz de sembrar la duda donde debería reinar la claridad. (El Telón Rojo.)