El cyberacoso se ha vuelto una temática candente en la actualidad y en los últimos meses se ha vuelto casi constante en esta sección. No sólo se trata de una problemática creciente y relativamente novedosa, (la OMS estima que de no revertirse, para 2025 se producirán cerca de 85 mil suicidios al año a raíz de ella), sino que además se echan en falta discusiones sobre cómo prevenir, legislar, captar y abordar este tipo de situaciones.
Hablábamos también de un episodio terrorífico surgido a partir del fenómeno “Gamergate” en el que una multitudinaria comunidad de gamers comenzó a ensañarse contra mujeres del mundo de los videojuegos como la feminista canadiense Anita Sarkeesian, o la desarrolladora estadounidense Zoe Quinn, cuyas cuentas fueron hackeadas y se difundieron sus fotos privadas, además de que ambas recibieron infinidad de amenazas de muerte y violación, dirigidas hacia ellas y sus familias.
En relación directa con estos casos, Alanah Pearce es una comentarista de videojuegos que vive en Brisbane, Australia, y desde que empezó a escribir sus reseñas críticas comenzaron a lloverle las amenazas de violación por parte de trolls, un cúmulo de comentarios inquietantemente gráficos y detallistas. Alanah, viendo la incapacidad de las autoridades de abordar el problema, decidió iniciar un efectivo contraataque: comenzó a ubicar a estos trolls anónimos, rastreándolos mediante métodos de hackeo. Así, tuvo una sorprendente revelación: la mayoría de sus más insistentes cyberacosadores eran menores de edad, y no hombres mayores como en un comienzo imaginaba.
Lo que comenzó a hacer Alanah entonces es contactarse vía Facebook no con ellos, sino con sus familias y especialmente con sus madres. Así, pasó a “informarles” de los comentarios que sus hijos le habían mandado, con capturas de pantalla en las que recopilaba las amenazas por ellos proferidas. En muchos casos obtuvo la respuesta que esperaba: un profundo desconcierto, sinceras disculpas, un enfático enojo para con los hijos y la promesa de tomar cartas en el asunto.
Otra figura que últimamente se ha hecho muy presente en la lucha contra el cyberacoso es Mónica Lewinsky, tristemente célebre por su affaire con el presidente Bill Clinton hace ya más de 15 años. Lewinsky fue la primera y más sonada víctima de acoso virtual cuando tenía 22 años, justo en el momento en que Internet se convertía en un medio viralizador y en el arma más implacable de descrédito público. La atención mediática y el juicio moral que recibió Lewinsky personalmente en su momento no tuvo precedentes. En una conferencia Ted, Lewinsky dio recientemente un notable discurso en el que cuenta la historia desde su perspectiva y señala cómo “de la noche a la mañana pasé de ser una figura completamente privada, a una figura humillada públicamente a escala mundial”, fui hostigada por “hordas de lapidadores virtuales. Cierto es que ocurrió antes de la explosión de las redes sociales, pero la gente podía comentar online y enviar historias y chistes crueles por correo electrónico (…), en 1998 perdí mi reputación y mi dignidad, perdí todo, y casi pierdo la vida”. Lamentablemente Lewinsky tiene que seguir justificando su accionar en ese entonces. “Cuando tenía 22 años me enamoré de mi jefe (…). No pasa un día sin que se me recuerde mi error, y lamento ese error profundamente.”
Las reacciones públicas dominantes respecto a la difusión de algo tan corriente e inocuo como la vida sexual de mujeres siguen siendo las de convertirlas en putas y en culpables y Lewinsky aún hoy tiene que seguir explicando por qué hizo lo que hizo; como si realmente hubiese cometido un delito. O como si el sentir o no sentir amor a la hora de involucrarse en una relación hiciera alguna diferencia. La estupidez moralizante y la necesidad del ser humano de cuestionar y perseguir a los que, según una visión esquizofrénica del mundo, escapan a la norma, adquiere dimensiones terribles que se vuelve imperativo combatir, en parte para evitar que círculos viciosos de punzante crueldad continúen causando traumas irreversibles y víctimas mortales.