“Mi cerebro tiene dientes… nací con este cerebro ratón (o cocodrilo termita castor hiena águila lobo tiburón piojo, etcétera, etcétera) que no descansa… Lo oigo, en el silencio de la noche, masticarse a sí mismo, masticarme. Roerme. (…) Todo lo que pienso, todo lo que digo, está mordido y sangra.” Palabras perturbadoras del narrador de Los animales de Montevideo no bien comienza la novela. Después, un movimiento incesante de pensamientos tributarios del universo de Lautréamont –cuyo fantasma asoma más adelante– radicaliza el desequilibrio de un hombre condenado. Una vez más Felipe Polleri se propone escenificar lo invisible, lo irrepresentable, invitándonos a ser testigos de su indagación irreverente sobre la constitución de las identidades individuales, las personalidades múltiples, los vínculos con lo colectivo, lugares de conflicto entre pulsiones y regulaciones sociales.
Alterados y metamorfoseados, los materiales del relato exasperan una mitología que hereda el culto baudelairiano de las imágenes, donde los monstruos no horrorizan tanto como la voz que los describe. Las cuatro piezas que componen Los animales de Montevideo promueven una escena autosuficiente que transforma al personaje narrador en mono, chimpancé, niño deforme con máscaras del Hombre Araña o la Hormiga Atómica. Un solo cuerpo que se hace oír con todas sus voces pone en escena un zoológico improbable habitado por animales de gran tamaño, o “chiquitos como piezas de ajedrez”, al fin y al cabo, dice la voz que narra, “no sé qué ven los demás”. Los demás vemos desplazamientos y mutaciones de una criatura atormentada y violenta, cuyas emociones encontradas deciden su cuerpo de cada día. La voz se desdobla y juega con su delirio gobernada por un escritor de gran imaginación que se dice a sí mismo en los pliegues de la ficción.
La pluralidad incierta del texto nos permite convivir con nuestras peores fantasías en un régimen paranoico de transgresiones que difuminan cualquier límite y no entregan fácilmente su significación. En nuevo tránsito, el narrador es “un viejo de mierda” cuya apariencia decrépita le es útil para aporrear jovencitos que lo creen acabado; alguien que dice haber estado casado con “una nazi” a la que sólo le importaba el “¡dinerrro!”, mientras que a él lo único que le interesa es escribir. Lo mismo el inventor del zoológico, que produce cuando está desesperado (“con mierda líquida mis patitas escriben historias”). En renovado desdoblamiento, ocupa una pensión definida como “un circo andrajoso”: otros animales, la misma furia. Ante la escisión constitutiva de la subjetividad, interior y exterior se confunden y nada permanece estable. El personaje habla de símbolos, metáforas, poesía libre: “Armas mágicas para luchar contra mi enfermedad”. Dice el psiquiatra: “¿Te desprecian? ¡Entonces vengate! Tajeale la cara a uno de los hijos de puta, pero en el papel. ¡Sólo en el papel!”.
A pesar del tono sórdido y enajenado de Polleri, el humor es central en Los animales de Montevideo (como en la mayoría de sus libros). Feroz, a lo Swift, asume la expresión del conflicto entre la razón y la locura; sarcástico y salvaje, va del escepticismo moderado al nihilismo absoluto (cita, entre otros, aquellos versos de Idea: “Si te murieras tú/ y se murieran ellos/ y me muriera yo/ y el perro/ qué limpieza”). Pese a tanta negatividad, “dando diente con diente como Villon”, Polleri se permite alguna tregua de ternura o compasión.
Restos de una historia individual atraviesan el libro y le otorgan una incierta modalidad de alegoría, donde los animales y los objetos narrados se hermanan con alucinaciones del personaje e interpelan al hombre en su desvalimiento y extrañeza. Polleri asume el riesgo de incorporar al libro su texto narrativo Amanecer en Lisboa, publicado en 1998, y el experimento no rechina. Prueba, más bien, que sus libros, rebosantes de literatura, dialogan entre sí y se complementan.
Materializándose la densidad semántica de Los animales de Montevideo por una lógica de asociación, la reiteración –aunque cambien tácticas y abordajes– puede saturar a lectores que esperan descubrir a otro Polleri. También están aquellos, los más fieles, para quienes la misma apuesta de exaltar el exceso renueva el lugar de sentido y la sorpresa.