La escultura figurativa es la hermana cenicienta –descuidada por el gran público y el mercado artístico contemporáneo– de la milenaria tradición estatuaria. El fetiche y la funebria religiosa, la teléstica (esculturas animadas de la antigüedad) y el jardín renacentista comparten aspectos importantes de una misma fascinación.
Por ello, internarse en este bosque implica también internarse en el espacio de lo humano y en el problema de su representación. Es decir, tenemos la posibilidad de rodear a las figuras y, lo que no es tan habitual, sentirnos rodeados por ellas. Establecer ese diálogo secreto, silencioso, de cercanía, “de igual a igual” con el artificio. Porque toda figuración humana de ciertas dimensiones que se planta en el espacio, cuando se encuentra completa y erguida –no sucede con una cabeza ni con un torso o un busto–, supone o “despierta” una presencia: una duplicación del ser, que no por virtual es menos presente o menos potente. El androide, esa escultura autómata, y el maniquí, esa escultura disfrazada, ofrecen la misma inquietud especular. Nos provocan un estado de ansiedad o irritación, por parentesco, que tan bien han sabido aprovechar las películas de terror.
Pero no nos referimos en esta exposición a cuestiones de espanto sino a sensaciones sutiles y a la posibilidad de estudiar, rodeados de esculturas, comparando, cómo diferentes artistas del XIX y el XX han sabido resolver las formas del cuerpo humano, concebirlas. El orgullo, la ternura, la sensualidad, la tensión física, el dolor, la gracia, el amor, los construye el escultor con sus manos, modelando barro, tallando madera o esculpiendo piedra. La expresividad de cada pieza surge de un estado anímico –el del artista– que va en busca del estado anímico del cuerpo que crea o recrea. En esa búsqueda táctil de la presencia del otro, la escultura figurativa encuentra una empatía especial con el tercero, el espectador, que al observarla debe explorar mentalmente su propio cuerpo. Este hecho diferencia a la escultura figurativa del resto de las artes.
Dicho todo esto sólo resta señalar el acierto de la propuesta que saca a luz obras largamente guardadas en el acervo y despliega reseñas biográficas en la pared. Y creo que a partir de aquí, lo mejor es que cada quien haga su recorrido. En lo personal, rescato la felicidad de contemplar las estupendas piezas de Bernabé Michelena, el reencuentro con las simpáticas “tetonas” de Germán Cabrera, menos populares de lo que recordaba, más clásicas en el sentido grecolatino, quizás por las columnatas de los balcones donde ofrendan sus carnosos atributos o por un ahuecamiento pronunciado de la cerámica, que rememora las máscaras de la comedia griega. Tampoco puedo pasar por alto la íntima confirmación del talento de Yepes y de Nerses Ounanian –artistas gigantes–, la solvencia de las facetadas maternidades de Octavio Podestá, el feliz descubrimiento de Francisco Garrido con una pieza bellísima y, como corolario, el deslumbramiento ante los espigados desnudos de Fernández Tudurí, que aunque su obra fuera reunida en una exposición no muy lejana en el tiempo (Cabildo), su personalidad se me acrecienta ahora como la de un escultor intenso y sensible, de primerísima línea.
1. Escultores uruguayos de los siglos XIX y XX. La figura humana. En el Museo Blanes. Juan Manuel Ferrari, Bernabé Michelena, José Luis Zorrilla de San Martín, Antonio Pena, Edmundo Prati, Federico Moller de Berg, Alberto Savio, Romeo Alves, Luis Ricobaldi, Luis Barriola, Margarita Fabini, Francisco Garrido, Aurora Togores, Juan Martín, Rubens Fernández Tudurí, Eduardo Díaz Yepes, Germán Cabrera, Nerses Ounanian y Octavio Podestá.