Días atrás, el Ministerio del Interior (MI) presentó cifras de denuncias de delitos para el primer semestre de 2024. Según esos registros administrativos, los delitos seleccionados (homicidios, hurtos, rapiñas, abigeato) tuvieron valores más bajos que en el primer semestre de 2023. Los homicidios descendieron un 5 por ciento, una estabilidad dentro de una tendencia muy preocupante. La violencia homicida está concentrando sus niveles más críticos en estos últimos cinco años a partir de una dinámica estructural que ya lleva más de una década. El enfoque optimista del gobierno sobre estos números tiene bases endebles, pues los datos oficiales adolecen de serios problemas de confiabilidad y validez. Por si fuera poco, una disputa «técnica» de baja intensidad sobre la forma de clasificar los homicidios en Uruguay deja al descubierto el escaso avance en el último tiempo en la conformación de un área sólida de conocimiento sectorial.
A principios de este año se difundió un trabajo titulado Tipología de los Homicidios en Uruguay, de Emiliano Rojido, Ignacio Cano y Doriam Borges, y financiado por el Fondo Sectorial de Seguridad Ciudadana de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación en coordinación con el MI. Este estudio tuvo una primera parte («Diagnóstico de los homicidios en Uruguay, 2012-2022»), que también reseñamos el año pasado. Pues bien, este trabajo fue criticado por un representante del Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad del MI (El Observador, 6-VII-24). Este nuevo estudio tiene su valor, pero también sus debilidades, que lejos están de ser inocentes.
El objetivo central de este trabajo es analizar de forma crítica la tipología de los homicidios que realiza el MI, sugerir cambios y reflexionar sobre la etiología del fenómeno y sus relaciones con las políticas de prevención. El trabajo es convincente solo en su reseña crítica de la tipología oficial. A su vez, no faltan consideraciones sobre la heterogeneidad de los homicidios y sus distintas formas de clasificarlos según los motivos del agresor, las variables del hecho, el perfil de las víctimas (o una combinación de todos ellos). Mediante el acceso a información proporcionada por el MI –que no estuvo exento de dificultades– se analizaron las bases de datos del Observatorio Nacional sobre Violencia y Criminalidad para el período 2012-2022 y se reclasificaron todos los homicidios dolosos registrados en el Sistema de Gestión de Seguridad Pública durante 2019.
Según los autores, el observatorio solo clasifica los homicidios a partir del «motivo» atribuido a los perpetradores. Hay una clasificación interna que tiene una base ancha y una clasificación abreviada, que es la que se conoce públicamente en los reportes periódicos y que tantas controversias ha despertado en la última década. Para todo el período de estudio (2012-2022), la clasificación amplia tiene un 34,1 por ciento de los homicidios clasificados «sin motivo». Esta clasificación es criticada, con razón, por tener un porcentaje tan alto de casos indeterminados y por apelar a categorías muy genéricas. El argumento de fondo es que la tipología de los homicidios construida a partir de los motivos no siempre es la forma más completa y adecuada de encuadrar el fenómeno. Por su parte, en la clasificación abreviada, el observatorio asigna muchos de los homicidios «sin motivo» a otros renglones: en rigor, el 64,9 por ciento de los homicidios inicialmente indeterminados pasa a integrar la categoría de «conflictos entre grupos criminales/tráfico de drogas/ajustes de cuentas». Estas y otras decisiones llevan a los autores del informe a reprochar el trabajo oficial por dos razones: utilizar tipos demasiado amplios y sobredeterminar el peso del crimen organizado en la violencia letal del país, con todo lo que eso implica en términos de alarma y demandas sociales de «guerra al crimen». Estos hallazgos críticos no son muy distintos a los que se vienen haciendo desde distintos espacios académicos y políticos desde 2012. Sin embargo, a esta crítica le falta formular y responder un asunto decisivo: si la dimensión del delito organizado y el tráfico de drogas está sobreestimada en la clasificación oficial, ¿qué explica la duplicación de la tasa de homicidios en una década?
Los autores formulan una propuesta alternativa de clasificación. Conjugan varios criterios (los motivos del victimario, el lugar y el contexto, el perfil de la víctima, las relaciones entre víctimas y victimarios), sostienen un enfoque más próximo a los «factores de riesgo» y justifican su propuesta a partir de la necesidad de promover políticas de prevención que sean capaces de tomar en cuenta tanto los motivos y las circunstancias como las oportunidades para el crimen. El análisis de los homicidios dolosos registrados durante 2019, interpretados a partir de las novedades policiales volcadas al sistema de información del MI, arroja una clasificación más completa y con mayor poder de discriminación. Además, se explicitan los criterios para decidir dónde colocar un caso cuando este puede incluirse en más de un renglón. La nueva clasificación presenta los siguientes resultados: 20,6 por ciento son homicidios indeterminados, 14,7 por ciento se produce a partir de «conflictos interpersonales entre conocidos», 13,1 por ciento, por «ejecuciones sumarias», 11 por ciento, por «crimen organizado y tráfico de drogas».
Los resultados son llamativos, y a primera vista tampoco están libres de problemas. El número de casos indeterminados es alto, aunque menor al registrado por la clasificación amplia del observatorio. Apenas un 11 por ciento de los homicidios deriva del fenómeno del narcotráfico, conclusión que se reafirma varias veces en el estudio y que ha sido llevada al debate público con especial interés. En paralelo, hay un 13,1 por ciento de «ejecuciones sumarias» que nunca es abordado en profundidad, al tiempo que los conflictos interpersonales quedan asociados a modalidades de convivencia o conflictos de la vida cotidiana. Lo que parece una clasificación más exhaustiva despierta algunos indicios de encubrimiento. De hecho, son los propios autores los que dan las pistas. En un análisis de asignación, el 62 por ciento de los casos válidos indeterminados son ubicados en un conglomerado que incluye los homicidios derivados del narcotráfico. En ese punto, los autores reconocen que el trabajo de distribución del observatorio no era tan equivocado. Sin embargo, no mueven de las conclusiones el 11 por ciento anterior. Tampoco especulan sobre cuántos casos de «ejecuciones sumarias» o de «conflictos interpersonales» pueden atribuirse a fenómenos gestados en las dinámicas sociales de las redes de ilegalidad. Lo que se valoraba como una crítica útil a la sobreestimación del delito organizado puede reprocharse ahora como una intención expresa de subvalorarlo, a la larga también funcional a una coyuntura que pone sobre la mesa la magnitud de la problemática mucho más allá de las clasificaciones de homicidios.
Se ha señalado por allí que analizar solo un año (2019) no permite registrar cambios y dinámicas. No estamos de acuerdo. En la medida en que el homicidio presenta rasgos estructurales consolidados y lo que se quiere obtener es una nueva tipología, focalizase en un año es una decisión correcta. Tal vez hubiera sido más interesante analizar el 2018, el año con mayor número de homicidios. También se le ha reprochado al estudio basarse solo en una fuente de información: los partes policiales. Es cierto que eso es una limitación que los propios autores reconocen, y que la triangulación con otras fuentes (Policía Científica, Justicia) robustecería el análisis. Lo cierto es que nadie ha hecho todavía ese trabajo, al menos que se conozca públicamente. Del mismo modo, varias voces han señalado que entre el observatorio y los autores del informe se ha generado una disputa «técnica». Sin embargo, no creemos que sea solo eso. Además de una disputa de intereses profesionales (se ha dicho que el MI pretende implementar la clasificación sugerida por el estudio), es un problema interpretativo y político.
Los datos y la «evidencia» son el producto de decisiones interpretativas que los funcionarios estatales toman para darles forma a los registros administrativos. Puede haber hechos oscurecidos deliberadamente. ¿Acaso en Uruguay no hay homicidios que se explican, directa o indirectamente, por las acciones de regulación del crimen que lleva adelante el propio Estado? ¿Eso pasa en toda América Latina menos aquí? Luego vienen los técnicos a interpretar lo ya interpretado y, en lugar de reflexionar sobre los límites de cada decisión, adoptan clasificaciones bajo el supuesto de practicar «ciencia». Todo adquiere un tinte de seudoprecisión, y nadie reconoce que la disputa se limita a encuadrar la violencia que surge de las dinámicas de las redes de ilegalidad. Sobreestimar y subestimar tiene efectos políticos que deberían poder manejarse con más caudal interpretativo. Cada quien pretende ser más útil, pero en esos esfuerzos no hay clasificaciones que tomen en cuenta los contextos sociales, las geografías socioeconómicas, las dinámicas relacionales, los determinantes territoriales, las interacciones reguladoras. Pretender contribuir a las políticas de prevención escamoteando el conocimiento –es decir, eludiendo los marcos básicos de la reflexión– es la opción más desaconsejable.