Cada vez que nos enfrentamos a un presupuesto público restrictivo debemos reflexionar sobre algunos supuestos que suelen darse por obvios, pero no lo son. El tema tiene al menos tres niveles de análisis: el económico propiamente dicho, el sociológico y, finalmente, el político. Por nivel económico entiendo el análisis del presupuesto como herramienta de política pública y sus efectos en la economía en general. Por nivel sociológico (o, más estrictamente, por sociología del conocimiento), me refiero a las creencias que subyacen a, y son afirmadas por, una propuesta presupuestal. Por nivel político entiendo las propuestas de acción y sus efectos materiales, en este caso desde el Estado, que es el lugar social del presupuesto público.
Desde luego que esa división supone distinguir entre lo teórico y lo político, y asumir –aquí hay un punto importante– la precedencia de la teoría para el diseño de cualquier política. En efecto, y más allá de que pueda discutirse si la teoría nace aisladamente o si, por el contrario, es fruto de la praxis, lo cierto es que tanto la crítica de una política y el esclarecimiento de su función social como la proposición de una política alternativa tienen corto vuelo si no se estudian sus supuestos teóricos. Por ese motivo, el primer paso para el análisis de un presupuesto público restrictivo es considerar sus asunciones teóricas y someterlas a crítica.
ASUNCIONES TEÓRICAS
La primera asunción teórica de un presupuesto restrictivo es que el incremento del gasto público o, al menos, del déficit público (porque sus versiones varían de país en país; hoy en Uruguay escuchamos la segunda versión) son económicamente indeseables. Esto vale cuando el antecedente es una situación de déficit público importante, en cuyo caso esa asunción apoya afirmaciones como que la situación fiscal es «comprometida», que es necesaria una «consolidación», un «ajuste», una «prudencia» fiscales. Parecería que, pasado cierto nivel, el déficit fiscal o el crecimiento del gasto público pueden, por sí mismos, ser desencadenantes de una crisis. Pues bien, esta primera asunción no es para nada neutral. Es parte de un marco teórico específico, la teoría neoclásica (o mainstream, si se prefiere), para la cual todo gasto público debe financiarse con tributos, o en su defecto el déficit fiscal incrementará la deuda pública. Consideremos en primer lugar esta afirmación general.
Las evidencias empíricas no apoyan la negatividad del déficit y del exceso de gasto, ni mucho menos la bondad del equilibrio presupuestal y las restricciones. El modo más directo de observarlo está en los momentos de crisis: ¿el déficit fiscal provoca la crisis? ¿El equilibrio presupuestal es un antídoto para la crisis? Y luego, ¿cómo se comporta ante una crisis un Estado que opta por la restricción presupuestal y cómo lo hace uno que opta por el déficit y la expansión del gasto?
La crisis de 2008 de los países centrales es elocuente en ese sentido. En la Unión Europea, cuyo Pacto de Estabilidad y Crecimiento imponía el control del déficit y la limitación al incremento del gasto –la versión más famosa de la llamada regla fiscal–, la restricción presupuestal no evitó en absoluto la crisis, de modo que el equilibrio fiscal no fue un antídoto contra la recesión. Europa mantuvo luego su regla fiscal y vio caer su producto en forma significativa, su recuperación fue lenta y no retomó, incluso más de una década después, su ritmo de crecimiento. Por el contrario, Estados Unidos, que nunca aplicó una política de restricción presupuestal, también tuvo una crisis, pero respondió expandiendo significativamente su gasto público y su déficit, y, tras un brevísimo intervalo, retomó rápidamente el crecimiento económico. Alguien puede objetar que hay otros factores que influyeron en esa diferencia de trayectorias. Es cierto, pero lo que queda claro es que la restricción del gasto público y el déficit no previenen las crisis, ni tampoco son de ayuda para revertirlas, lo cual es de gran importancia para la discusión que tenemos.
También puede objetarse a esta comparación el hecho de que el dinero que emite Estados Unidos, que es el vehículo de su gasto público, tiene un mercado mundial capaz de absorber con creces los nuevos dólares que materializan el aumento del gasto, lo cual no ocurre con ninguna otra economía del mundo, salvo –en una medida muchísimo menor– en la Unión Europea con el euro. Pues bien, comparemos, entonces, dos países semejantes en muchos sentidos y que nos interesan especialmente: Chile y Uruguay, el primero con una regla fiscal concreta (fijada año a año por su Poder Ejecutivo) y el segundo sin tal regla en las primeras décadas de este siglo. En ese período la evolución del PBI de ambos países ha sido casi igual, con una diferencia que no es menor: la crisis de 2008 tuvo en Chile, con regla fiscal, un impacto mayor que en Uruguay, sin regla fiscal.
La segunda asunción teórica del presupuesto restrictivo es que el gasto público, en todo o en parte, va a parar a una suerte de agujero negro económico. Algunas versiones sostienen que todo o parte del gasto público es improductivo y por eso afirman que limitarlo o reducirlo en una parte importante no tiene ningún efecto negativo para la economía en su conjunto. Esta visión es objetivamente e intuitivamente falsa: hasta el gasto cuya conveniencia sea más que discutible, o incluso absurda, no es jamás, para la economía capitalista, improductivo, porque tarde o temprano va a parar a manos de una o más empresas. Desde luego que hay ciertos gastos que son moralmente reprochables: por ejemplo, en mi opinión, cualquier gasto en armamento es rechazable, pero eso no significa que no sea productivo. Entonces, la tesis del agujero negro oscurece el hecho de que tanto los gastos socialmente útiles como los inútiles favorecen la actividad de las empresas y, por lo tanto, una política de restricción presupuestaria es, forzosamente, proclive al estancamiento y, a mediano plazo, a la recesión.
La tercera asunción teórica de los presupuestos restrictivos viene por el lado de la deuda pública: se nos dice que aumentar el gasto y el déficit acarrea mayor endeudamiento del Estado, lo cual compromete todavía más las finanzas públicas. Sin embargo, una parte sustancial –como mínimo– de la deuda pública de todos los países y, en particular, de Uruguay no es una consecuencia del déficit.
Por ejemplo, los estados financieros del Banco Central del Uruguay (BCU) al 31 de diciembre de 2024 registran alrededor de 9.400 millones de dólares de títulos emitidos por ese organismo, fundamentalmente en «letras de regulación monetaria». Se trata de títulos que no tienen por fin esencial proveer fondos, sino que –como su nombre lo indica– regulan la masa monetaria: como se emiten en pesos, y con altas tasas de interés, que incluso se han incrementado en este gobierno, elevan en general las tasas de interés en pesos y disminuyen la cantidad circulante de moneda nacional, con lo cual congelan el tipo de cambio frente al dólar. Esta política no está determinada por el déficit: cumple con otro objetivo (de por sí discutible, pero que por el momento dejaremos de lado) que es abatir la inflación, pero naturalmente a costa de retraer la actividad, por la elevación de las tasas de interés y el atraso cambiario. Al pasar digamos que, por ejemplo, con una tasa de interés de alrededor del 8 por ciento anual (esa es aproximadamente la tasa real promedio que paga el BCU), el Estado uruguayo paga alrededor de 750 millones de dólares anuales en intereses por estas letras, que naturalmente son gasto público. Sin embargo, no hay ningún debate acerca de este gasto destinado a sostener una política que, por lo menos, es discutible en su intensidad.
Consideremos otro ejemplo: el de Argentina en el período entre 2016 y 2020. La explosión de la deuda pública argentina, en la segunda mitad del gobierno de Mauricio Macri, no coincidió con un incremento del déficit fiscal, sino con su reducción drástica. En una palabra: el Estado argentino redujo fuertemente el gasto público y su deuda se incrementó también fuertemente. Además, hay varios estudios específicos (existen al menos dos concretos: uno encargado por el Banco Interamericano de Desarrollo y otro por el Fondo Monetario Internacional)1 que muestran, sin lugar a dudas, que una parte sustancial –quizás mayoritaria– de la deuda pública del mundo no tiene su origen en los déficits fiscales.
En una palabra: si bien es cierto que los Estados del mundo están más endeudados que nunca, ello no se debe al incremento de sus déficits fiscales. Es decir, contra el pronóstico del concepto de los presupuestos restrictivos, el gasto público no es el culpable de los altísimos niveles de endeudamiento de los Estados, incluido el uruguayo.
La cuarta asunción teórica tiene que ver con los tributos y es un complemento de las anteriores. En ese sentido se afirma que los incrementos del gasto deben acompañarse de incrementos pro tanto de la recaudación tributaria, pero que ello debe evitarse porque los «impuestos los pagamos todos» y porque la mayor recaudación lesiona la actividad económica y la inversión. Sin embargo, no existen evidencias de que los incrementos en la recaudación tengan invariablemente un efecto recesivo ni mucho menos. Un artículo reciente realiza una revisión sistemática de literatura supuestamente «empírica» sobre la relación entre los impuestos a las rentas empresariales y el crecimiento económico, y los resultados son claros: además de que la mayoría de los estudios tienen defectos metodológicos severos (por ejemplo, utilizan como variable la tasa legal del impuesto y no la recaudación ni la tasa efectivas), los pocos que sí tienen solidez metodológica indican que no puede extraerse ninguna conclusión acerca de la relación entre el aumento o la disminución de esos impuestos y el crecimiento económico.2
Sí podría decirse que los sistemas tributarios vigentes hoy en casi todo el mundo tienen un efecto regresivo y negativo, ya que descargan la mayor parte del peso de la recaudación sobre los trabajadores, los jubilados y los beneficiarios de transferencias, directamente o vía traslación, por lo cual incrementar los impuestos regresivos ya vigentes perjudica a los más desaventajados. Pero ello, en todo caso, vale como una crítica a los sistemas tributarios vigentes y no roza la posibilidad de que se aumenten o se implanten otros tributos que no tengan esos efectos regresivos.
IDEOLOGÍA DEL PRESUPUESTO
Todo lo dicho conduce a pensar que las premisas del presupuesto restrictivo no son correctas. Pero podemos dar un paso más y sostener que esas premisas son ideológicas. No uso este término en su significado coloquial de «sistema de ideas» o «creencias», sino en el significado más restringido que se utiliza en la sociología del conocimiento, en la epistemología, en los estudios culturales y otras disciplinas afines: ideología como denominación de un discurso no siempre falso, pero que rehúye la crítica y las evidencias adversas –aunque se revista de objetividad–, y que es funcional a un estado de cosas vigente en la sociedad o hacia el que se pretende ir. Esto no quiere decir que la ideología sea maliciosa, o fruto de una conspiración, sino que genera creencias sesgadas. Clara Mattei, una economista italiana (que conozco gracias a la generosidad de mi colega Javier Palummo), ha trabajado extensamente en la función de la ideología implicada en los conceptos de la restricción presupuestal. En síntesis, Mattei entiende que se trata de una forma de disciplinamiento social para no entorpecer procesos inherentes a la dinámica del capitalismo,3 punto que ya había sido adelantado hace décadas por Michał Kalecki.4
¿ENTONCES?
La pregunta es: ¿por qué es importante analizar las asunciones teóricas de la restricción presupuestal y esclarecer su carácter ideológico en el momento en que se discute el presupuesto quinquenal? Porque cuando se reclama incrementar sensiblemente –por ejemplo– el gasto en la educación pública, o en la investigación, la respuesta normal es: «Tienen mucha razón, y sería ideal que se pudiera atender su reclamo, pero desafortunadamente no podemos hacerlo porque nuestra situación fiscal es delicada y no deseamos incrementar el déficit». Por lo tanto, si ponemos de manifiesto que esa concepción no está fundada, que no es científicamente sólida y que es ideológica, habremos dado el primer paso para llevar la discusión a otro punto. Y ese otro punto es, ahora sí, la calidad del gasto público. Recién en ese momento podremos discutir sin restricciones cuánto y para qué debe gastar el Estado. Una vez que rompamos el cerco ideológico de la restricción presupuestal, podremos considerar qué papel puede cumplir el Estado para que nuestros países (y hablo en plural porque este es un problema común para América Latina y toda la periferia del mundo) cambien sus trayectorias hacia otro tipo de vida económica y social: una que no se base en la producción primaria o semiprimaria, en la que no exista el escándalo de la vida en la pobreza y la pobreza extrema, en la que el narcotráfico y la violencia organizada dejen de ser alternativas interesantes para miles de personas y en la que el medio ambiente deje de degradarse día a día.
Profesor titular (grado 5) del Instituto de Finanzas Públicas de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República.
- Camila Campos, Dany Jaimovich y Ugo Panizza, «The Unexplained Part of Public Debt», Emerging Markets Review, 7, 2006, y Syed Muhammad Abbas, Nazim Belhocine, Asmaa El Ganainy y Mark Horton, «Historical Patterns and Dynamics of Public Debt – Evidence From a New Database», IMF Economic Review, 59, 2011. ↩︎
- Sebastian Gechert y Philipp Heimberger, «Do corporate tax cuts boost economic growth?», Economic European Review, 2022. ↩︎
- Clara Mattei, Capital Order, The University of Chicago Press, 2022. ↩︎
- Michał Kalecki, «Political aspects of full employment», Selected Essays on the Dynamics of the Capitalist Economy, Cambridge University Press, 1971. ↩︎





