El demagogo - Semanario Brecha

El demagogo

Con su método de insultos y fanfarronadas el millonario Donald Trump se mantiene al frente del pelotón de aspirantes a la candidatura presidencial del Partido Republicano para las presidenciales de fines de 2016 en Estados Unidos.

Trump por Ombú.

Donald Trump, de 69 años de edad, que ha acrecido la fortuna que heredó de su padre con negocios inmobiliarios y de otro tipo, lanzó su campaña para obtener la candidatura presidencial republicana en junio con un exabrupto que, en su momento, causó mucho escándalo.
Los inmigrantes indocumentados –que en un estreno de su estilo simplificador son “los mexicanos”– son criminales y violadores. A la controversia que eso causó, Trump respondió de manera característica: la solución es arrearlos a todos (unos 11 o 12 millones de personas), echarlos al otro lado de la frontera y construir un muro tan alto y tan recio como la Muralla China.

Desde entonces Trump ha empleado y perfeccionado la táctica del exabrupto: si una periodista fue demasiado inquisitiva en su entrevista quizá haya sido porque estaba en su período menstrual; si hay problemas en la economía de Estados Unidos la culpa la tiene China, y si hay que confrontar a Rusia nadie mejor que Trump para enseñarle a Vladimir Putin que hay un macho en la Casa Blanca. “Washington” –término que en el discurso político estadounidense significa el gobierno federal– está manejado por “estúpidos”, y el presidente Barack Obama es un estúpido. Los demócratas son estúpidos, los republicanos son estúpidos, y el único listo, el más inteligente, el único capaz de liquidar al Estado Islámico, hacer que retornen las industrias que migraron a tierras de mano de obra barata, es Trump. Los otros aspirantes a la candidatura republicana son flojos, y la posible candidata demócrata Hillary Clinton, un año más joven que Trump, no tiene ni el temperamento ni la energía para ser presidente.

La Bbc, en una compilación de “las ideas polémicas en las cuales Trump realmente cree”, mencionó: con Muammar Gaddafi y Saddam Hussein la situación sería mucho mejor; en la competencia con China “yo le gano todo el tiempo”; la tortura conocida como “submarino” es “poca cosa”; se puede eliminar el EI con bombardeos; el cambio climático es una mentira.

Pero las ideas que más han levantado controversia son la de deportar a los inmigrantes indocumentados y, la más reciente, de vigilar a las mezquitas en Estados Unidos y prohibir el ingreso de musulmanes.

ECHALE LA CULPA A ALGUIEN. En una entrevista allá por 1990 con la revista Vanity Fair, Ivana afirmó que el millonario de rubia cabellera leía con frecuencia y mantenía en la mesita de luz junto a la cama un ejemplar de Mi nuevo orden, una colección de discursos de Adolf Hitler. Uno podría tomar con cautela la afirmación: Ivana y Donald estaban entonces en trámite de divorcio.

Pero los discursos y los recursos histriónicos de Trump confirman que si el ahora precandidato no estudió la técnica demagoga de Hitler, la ha aprendido muy bien. Los gestos, el ritmo, las frases insultantes, las amenazas implícitas y explícitas y, sobre todo, la identificación metódica de grupos minoritarios a los que culpa de todo lo que anda mal.

Cuando Trump arremete contra los inmigrantes indocumentados y al mismo tiempo declara que tiene mucho cariño por los inmigrantes documentados, sabe muy bien lo que hace. Este es un país de inmigrantes, y actualmente hay casi 50 millones de habitantes que nacieron en otro país, y muchos de ellos votan en las elecciones. Pero los 11 o 12 millones de indocumentados no votan. Trump no corre el riesgo de que vayan a votar por un candidato demócrata. Y hasta ahora Trump no ha explicado cómo haría, si fuese presidente, para sacar a 11 o 12 millones de personas de sus casas y trasladarlas a México. Tampoco ha explicado por qué a México, cuando millones de indocumentados son oriundos de América Central, Asia, África, Europa.

“Tendremos que hacer cosas que jamás se han visto en este país”, eso sí dice Trump. Su propuesta de vedar el ingreso de todos los musulmanes porque todos ellos son “una amenaza terrorista” contradice todo lo que Estados Unidos es y proclama que es en materia de tolerancia religiosa y apertura a los inmigrantes. Pero los musulmanes son aproximadamente el 1 por ciento de la población. Trump no arriesga mucho si pierde el voto de los musulmanes.

En tiempos de incertidumbre, cuando la mayoría de un pueblo está preocupada por los problemas económicos, bajo ataque, frente a cambios tecnológicos y culturales, siempre habrá un segmento de la población que se ampare en el simplismo: el caudillo que reduce todo a fórmulas simples, nombra al enemigo y arremete. En Estados Unidos ese segmento salió a luz con la candidatura, primero, y la victoria electoral, después, de Barack Obama, el primer ocupante mulato en la Casa Blanca. Por entonces se llamó Tea Party, un movimiento, una corriente de opinión, vocinglera, intransigente y sin organización como partido. Trump se beneficia de esa insurgencia, y a su vez él beneficia a otros.

El Ku Klux Klan se refiere a Trump en sus actividades de reclutamiento. Storm Front, el sitio supremacista blanco más notorio en Internet, está fortaleciendo sus servidores para manejar tanto tráfico digital en torno a Trump. Trump no pertenece ni avala a los grupos supremacistas blancos. En una de sus tantas jactancias dijo que él no necesita ni busca el apoyo de estos grupos.

A lo largo de la historia siempre ha habido enemigos a los que se puede culpar de todos los males. En el caso actual de Estados Unidos a Trump la táctica le sirve para desviar la atención de la desigualdad económica creciente, el deterioro de salarios reales durante tres décadas, la acumulación de riqueza hacia arriba, el deterioro de la infraestructura, el desempleo, y el desamparo de trabajadores, jubilados, pobres y enfermos.

Los analistas políticos más convencionales señalan algunos hechos prácticos: es cierto que a pesar de las críticas y las controversias Trump continúa en las encuestas con alrededor del 30 por ciento de la preferencia entre los votantes republicanos, muy por encima de todos sus otros competidores. Pero Trump ha estado allí, entre el 25 y el 30 por ciento, por tres meses. Lo cual significa que todavía entre el 70 y el 75 por ciento de los votantes republicanos no lo prefieren. Para ganar la candidatura presidencial deberá ganar las asambleas de votantes y las elecciones primarias dentro de un partido que le tiene miedo. A su vez, sólo 25 por ciento de los votantes en Estados Unidos se identifican como republicanos, mientras 31 por ciento se dicen demócratas y 42 por ciento independientes. Lo cual, en términos puramente estadísticos, significa que tras meses y meses de chabacanería, fanfarronadas y show egomaníaco, Trump cuenta con el 30 por ciento de la preferencia del 25 por ciento de los posibles votantes republicanos, los más radicalizados. Y allí sigue, sin crecer. Las estadísticas muestran que ese 30 de un 25 lo componen particularmente hombres blancos mayores de 50 años, que ven en la presidencia de un mulato, en la inmigración, en la destrucción de los empleos industriales y, quizá, en su propio envejecimiento, signos del apocalipsis.

Pero esta no es una ronda electoral convencional. La incertidumbre económica y la percepción de un enemigo mortal son los ingredientes principales para el éxito de lo que el ex gobernador de Maryland Martin O’Malley describió como “demagogia fascista”.

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