El día que muera, moriré en mi ley - Semanario Brecha
La legalización de la eutanasia vuelve al debate público y sus detractores también

El día que muera, moriré en mi ley

Al igual que hace cinco años, la legalización de la eutanasia vuelve a ser planteada al comienzo del período legislativo. A diferencia de 2020, cuando el proyecto presentado por el diputado colorado Ope Pasquet solamente era acompañado por firmas de sus correligionarios, esta vez las adhesiones provienen de cuatro partidos políticos: Frente Amplio, Partido Colorado, Partido Nacional y Partido Independiente. Esta es solo una de las demostraciones de los consensos que en estos años ha recogido la propuesta de legalizar la eutanasia en Uruguay. Consensos no son unanimidades, evidentemente, y quienes combaten la posibilidad de ofrecer una muerte digna a quienes sufren irremediablemente no cejan en su impulso reaccionario de dejar todo como está, aunque sea de una injusticia que salta a la vista. Este disenso sería tal vez razonable y hasta bienvenido si tomase estrategias legítimas para comunicar su posición. Sin embargo, la constante ha sido la utilización de falacias, la difusión de noticias falsas y la agitación de cucos que ensucian un debate que, por otra parte, ha sido de una altura notoria.

Comencemos por lo más evidente: la eutanasia no es lo mismo que el homicidio. En una sesión de la Comisión de Salud Pública y Asistencia Social de la Cámara de Diputados, el médico y activista español Fernando Marín sentenciaba, parafraseando al filósofo Jesús Mosterín, que “confundir la eutanasia con el homicidio es como confundir lo voluntario con lo forzado, el amor con la violación, el regalo con el robo”.1 Parece innecesario agregar mucho más. Siendo la vida un derecho y no una obligación, es menester mirarla en su contexto y no con máximas absurdas: existen situaciones en las que la vida es una tortura y la muerte puede ser el alivio más deseado por la persona. Acompañarla en estas circunstancias en lugar de ignorarla mientras sufre no solamente no debería ser un crimen, sino que debería ser reconocido como el gran acto de compasión que es.

Tampoco desde el punto de vista legal se sostienen las exigencias que se hicieron públicas en los últimos días. Así lo hicieron saber la Institución Nacional de Derechos Humanos y Defensoría del Pueblo y las cátedras de Derecho Constitucional y Derechos Humanos de la Facultad de Derecho de la Universidad de la República cuando asistieron a la Comisión de Salud de Diputados en el período pasado. Fueron muy claros: el derecho a la vida no se ve amenazado por la eutanasia si el proyecto se convierte en una ley con garantías suficientes. Justamente porque cumple con la máxima aristotélica sobre la justicia al tratar en forma desigual a desiguales: nadie en su sano juicio podría sostener que una persona saludable y una que tenga una enfermedad terminal o una condición de salud gravísima que la hiere en su dignidad son iguales y necesitan el mismo tipo de respuesta del marco legal nacional.

La vida, por definición, es renunciable, porque es un derecho y no una obligación. No solamente el suicidio nunca estuvo penado, sino que existen numerosos ejemplos de legislación que ponen en contexto ese derecho a la vida y demuestran que dista mucho de ser el absoluto que los detractores de la eutanasia juran y perjuran que es. Si la vida fuese irrenunciable, no existiría el derecho a rechazar tratamientos que podrían salvarla, como sucede en el caso de las transfusiones de sangre para algunos grupos religiosos. Si no tuviese ningún límite, no existiría en nuestra normativa la expresión de la voluntad anticipada, que da derecho a las personas a negarse, por ejemplo, a que la intuben, aunque eso pueda significar la muerte asegurada. Ni siquiera la idea de que ayudar a alguien a morir puede ser aceptable es tan novedosa: la existencia en nuestro Código Penal de la figura del homicidio piadoso, por el que un juez está habilitado a exonerar de pena a quien dé muerte a una persona que esté sufriendo irremediablemente y lo pida en súplicas reiteradas, es prueba de que el proyecto de legalización de la eutanasia no aparece en un vacío, sino que está contextualizado por otras normas que llevan mucho tiempo estando vigentes.

Como corresponde, el centro del proyecto de ley actualmente a consideración de nuestros legisladores está en la persona. Esta persona, si cumple con las características de ser mayor de edad, estar psíquicamente apta y manifestar su voluntad de manera libre, firme e inequívoca, no deja de ser dueña de su propio destino solamente por estar cursando una enfermedad gravísima. El paradigma paternalista, que les niega a los pacientes la autonomía y la agencia para tomar decisiones sobre su propio cuerpo y los convierte en simples buzones receptores de una caridad que no los reconoce como sujetos, va en camino a quedar en desuso, pero todavía patalea. Reconocerle la calidad de persona a un paciente implica reconocerle el derecho a tener la última palabra: le corresponde a él y no a un médico, ni a su familia, ni al Estado, ni a ningún dios.

Aunque se sienta como vaciar el mar con cucharita, sigue siendo indispensable insistir en que los cuidados paliativos y la eutanasia no se contraponen, sino que son complementarios. Los primeros, que son un derecho, deben ser garantizados para todo Uruguay y podrán dar alivio a una mayoría importante de los dolores. La segunda va a seguir siendo un reclamo aunque existan los mejores cuidados paliativos del mundo porque hay situaciones en las que esos cuidados no son suficientes, y los propios paliativistas lo reconocen. Cada persona es única, y puede no querer atravesar su enfermedad hasta el punto en que sus síntomas se convierten en no controlables (lo que en jerga médica se conoce como refractarios). ¿Quién tiene derecho a sentenciar a una persona a atravesar una agonía que claramente está en un futuro cercano para recién ahí «sacarla de ambiente»? ¿Por qué la actual normativa uruguaya sentencia que esa es la única forma ética de morir, en lugar de habilitar mayor libertad y diversidad de opciones frente a la multiplicidad de experiencias que una persona puede tener en sus últimos momentos? Preguntas de similar calibre pueden hacerse frente a los defensores de una «muerte natural», que realmente merece las comillas. ¿Por qué sería más natural morir dopado, enchufado, confundido, antes que morir consciente, rodeado de tu familia, acompañado pero en tus propios términos, ahorrándote una agonía que no deseás y sabés que te espera?

La discusión del proyecto de ley de eutanasia promete estar llena de estos y muchos más argumentos malhabidos. Sus opositores seguirán mintiendo acerca de la experiencia internacional, que demuestra que con la eutanasia no se deja de invertir en cuidados paliativos, ni se comienza un régimen jurídico paralelo en el que los médicos eliminan a personas indeseables sin compasión, ni se erosionan las protecciones a la salud mental y a la discapacidad. Seguirán haciendo una campaña del miedo, intentando limitar la libertad con mandatos de cómo deberían atravesar las personas sus últimos momentos. Pero, por suerte, en Uruguay los que deciden son los legisladores, en representación de una ciudadanía que sabe lo que quiere: que se abran caminos para morir con dignidad en nuestro país. 

  1. Versión taquigráfica del 1 de julio de 2022. ↩︎

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