Es verdad: una de las mejores cosas de la vida era poner un recital de los Rolling Stones y mirar a Charlie Watts. Eso hacíamos a mediados de los noventa, cuando la primera venida de la banda a la Argentina desató, en el Río de la Plata, una stonemanía avasallante y anacrónica. No éramos los únicos: uno de los videos que se viralizó con motivo de la muerte del músico el martes pasado fue el de la ovación que le dedicó el público en el estadio de River, la más larga de aquella noche. Es como cuando Holden Caulfield1 va a un concierto y solo mira al que toca los timbales: «Lo que con seguridad le hubiese gustado a Jesucristo es el tipo de la orquesta que toca el tambor. Vengo observando a ese hombre desde que cumplí los ocho años. Mi hermano Allie y yo, aunque estuviéramos con nuestros padres y todo, solíamos abandonar nuestros asientos para acercarnos y poder verlo mejor. Es el mejor tambor que haya visto en mi vida. Solo interviene un par de veces en toda la pieza, pero nunca parece aburrido. Luego, cuando toca el tambor, lo hace tan precisa y dulcemente, con el rostro contraído por la nerviosidad…».
El asunto es que Charlie Watts era el baterista de la que, para muchos, es la mejor banda de rock de todos los tiempos. La banda de Jagger y Richards, la que mejor simbolizó la esencia del rock de los sesenta, con sus escándalos de sexo y drogas –más una pizca de muerte, vía piscina o Hells Angels (el cadáver de Brian Jones flotando como en una película de Billy Wilder, la cuchillada captada por la cámara de los hermanos Maysles en Altamont)–. La banda que, por mucho tiempo, representó la peligrosidad que el rock significaba para el sistema: la boca de Mick Jagger venía a sustituir la pelvis de Elvis como la mayor pesadilla para padres y madres responsables de mantener a sus hijas castas y obedientes, y a sus hijos sobrios y productivos.
Nadie sabía qué tenía que ver ese baterista con una banda como los Stones. Si el cantante era el sexo y la primera guitarra era las drogas, el rock and roll tenía que estar en los tambores. No se entendía que ese lugar lo ocupara Watts, agarrando las baquetas como si fueran palitos de sushi. Para peor, Zeppelin tenía a John Bonham; los Who, a Keith Moon, y Cream, a Ginger Baker. Watts era un puto baterista de jazz.
Y es que, en esa tradición oral en la que todas las estrellas de rock cuentan cómo Chuck Berry y Little Richard les cambiaron la vida –o Muddy Waters y Bo Diddley, Buddy Holly y Elvis Presley, inserte el nombre del blusero o protorroquero que sea–, Watts invoca a los jazzeros de la primera mitad del siglo XX. «Me hubiera gustado haber ido al Savoy Ballroom –a ver a Chick Webb. Me hubiera gustado haber visto a Ellington en el Cotton Club y haberme vestido para la ocasión. Me hubiera gustado haber visto a Charlie Parker en el Royal Roost o algo así… a Louis Armstrong, probablemente en el Roseland Ballroom en Chicago en los años treinta, con una big band detrás…»2
Fue a los 14 años y escuchando a Chico Hamilton en «Walkin’ Shoes», un tema de 1952 de The Gerry Mulligan Quartet, que Watts quiso tocar la batería por primera vez. Luego vino Kenny Clarke, al que suponía haber conocido por los cuatro temas que grabó con Parker, y Joe Morello, que acompañó a Dave Brubeck. En esos músicos Watts vio algo relacionado con lo sutil. No una genialidad en primer plano, ni siquiera un virtuosismo. Más bien algo subterráneo, un toque, una elegancia. Algo que más tarde buscaría en su propio estilo. Si escuchamos lo que dijo sobre Gene Krupa, entendemos mejor a ese Watts que en los megaconciertos de los Stones parecía estar disimulando detrás de los tambores, impávido: «Todo lo que hacía Krupa era exagerado. Cada movimiento era la gran cosa, pero era uno de los mejores».
Podría decirse que la carrera de Watts fue una batalla contra la exageración en medio de una banda hiperbólica, pero esto daría la idea –falsa– de que lo que hacía detrás del kit era limitarse a acompañar sobriamente los contoneos y el juego vocal de Jagger y los floreos de la guitarra de Richards, o, incluso, a contrarrestarlos en una especie de resistencia pasivo-agresiva. Pero no. Lo que hacía Watts era más bien lo contrario. Porque fue a través de las bandas de jazz y sus virtuosos saxofonistas y trompetistas que se dio cuenta de que era el baterista el que propiciaba y habilitaba todo lo demás, de que era él quien permitía que el resto levantara vuelo. Y es que, musicalmente, los Stones no son Jagger-Richards, sino Richards-Watts.
No hay mejor apreciación de los aportes de Watts a la banda que el constante recordatorio por parte de Richards de que fue el ingreso de Charlie lo que propició el éxito de los Stones o, incluso, de que ninguna idea musical que él tuviera o nada de lo que pudiera componer tenían realmente chance si Watts no hacía lo suyo. Pero no solamente Richards lo ha señalado repetidas veces, sino más o menos todos los que han seguido la carrera de la banda: era el motor de los Stones, según Ron Wood; «la roca que servía de base a la banda», según Paul McCartney. Y es que Watts entendía perfectamente que no era necesaria la grandiosidad para ser grandioso. De hecho, lo primero que le interesó fue la posibilidad de tocar a un volumen bajo. Ni siquiera se ocupó de comprar palillos cuando tuvo su primera batería: con escobillas era suficiente.
Aprender a tocar en la contención le dio un particular sesgo a su manera de encarar su papel en una banda como la que integró. No solamente porque su toque era la base perfecta para los devaneos del resto, sino porque Watts tenía sutileza para meterse en los intersticios y marcar una presencia asordinada pero que atronaba por su inteligencia. El crítico Alexis Petridis lo resumió así en The Guardian: «Por momentos su manera de tocar parece casi contraintuitiva, enfrentada a todo lo que está pasando en la canción. En la oscura obra maestra “Gimme Shelter”, la ejecución de Watts es una clase magistral de contención, mientras Mick Jagger y los coros cantan sobre la violación y el asesinato: el ojo en el centro de la tormenta apocalíptica. Y a veces su manera de tocar parece mostrar una comprensión innata de lo que se trata en la canción. En “Get Off of My Cloud” toca exactamente el mismo fill cada dos compases a lo largo de los versos: hay algo incesante en ello, lo cual encaja perfectamente con una canción acerca de la rabia reprimida».3
Al comenzar dijimos que era el principio del fin de la banda más longeva de la historia. Es inevitable: cualquier cosa que lleve el título de «más longeva» se dirige rápidamente a la pronta extinción, aunque, tratándose de los Stones, la afirmación sigue pareciendo arriesgada. Lo que sucede es que, hasta el martes pasado, la fecha del fin parecía estirarse hacia el infinito, con la banda relanzando, hace un mes escaso, su gira No Filter. Sin embargo, y aunque la gira seguirá como estaba previsto –comenzando en setiembre–, nada será igual. Puede ser que no quieran escucharlo, pero la banda conocida como los Rolling Stones, con su pequeña batería de jazz y su elegante e impávido ejecutante, ha pasado a la historia. Y ya no queda nadie que, como Holden, quiera ir a un concierto solamente a mirar al que toca los tambores.
1. En El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger (la traducción de la cita es de la versión de 1961, traducida por Manuel Méndez de Andes y publicada con el título El cazador oculto).
2. Best of Guitar Player, noviembre de 1994. Citado por Alan Clayson en Charlie Watts, Omnibus Press, Londres, 2004, págs. 13-14.
3. «Charlie Watts: the calm, brilliant eye of the Rolling Stones’ rock’n’roll storm», 24-VIII-2021.