Había logrado esparcir en el amplísimo círculo de amigos y allegados su fraternidad traslúcida que tamizó primero en tempranas incursiones artísticas, luego en el duro trance de la prisión política y más tarde en el exilio hasta su definitivo regreso a Uruguay, en 1986. Desde ese momento, su prolífica obra estuvo urdida por una suerte de nostalgia vital, siempre apta para activar vibraciones del pasado colectivo y, también, para sanas y esporádicas acometidas del humor; obra que derivó en una exquisita disección poética de su memoria personal como encarnadura de la memoria social. Sin duda, acabamos de perder a un referente imprescindible en la vida de nuestra menuda colectividad pensante (y sintiente), enfrentada ahora al desafío de sobrevivir en un planeta en crisis.
La noche del martes pasado, en una conversación con Eduardo Pincho Casanova a propósito del libro en preparación sobre Ernesto Vila, me propuso que ubicara desde una mirada historiográfica su figura y su obra en la narrativa del arte nacional. No sabemos si llegará tiempo para eso, que implicaría acudir a sistemas comparativos, pero lo que está claro es que este breve artículo no es el lugar para cometer tal despropósito. Sin embargo, dejando eso de lado, siento la necesidad de hacer algunas breves reflexiones urgentes.
En primer lugar, Vila encarnó el modelo humano de una sensibilidad que estaba en ciernes después de la dictadura militar. A través de su trabajo artístico y, al mismo tiempo, por su temple de consecuente pensador y generoso artífice de amistades inquebrantables, fue capaz de galvanizar en torno suyo cierto estado social de lo sensible en un momento complejo, cuando el campo cultural buscaba reconstruirse internamente a partir de la restauración democrática.
En segundo lugar, conviene recordar que esa era una instancia en que las prácticas del arte se orientaban, entre otras direcciones, hacia la posible sutura de heridas y desmembramientos producidos en el cuerpo social, es decir, ofrecían algún tipo de función reparadora del trauma político y cultural a través de los lenguajes simbólicos de la identidad y de la memoria. El súbito vacío del horizonte utópico-político había propiciado que las prácticas simbólicas pudieran abocarse a urdir memorias esparcidas, a reconciliar lo universal con lo telúrico, a forjar identidades imaginarias para las nuevas comunidades emergentes.
Es en este marco específico que cobra un sentido peculiar la obra que Ernesto Vila comienza a dar a conocer en los años noventa. Un ex preso político brutalmente apremiado y confinado –como tantos otros– durante varios años que luego, durante su exilio en Francia, había retomado las faenas del arte y que ahora, de regreso, prefería la pobreza de recursos para zurcir los tiempos rotos con memorias vivas cultivando amistad en clave solidaria: ese era Ernesto, un sosegado temblor de humanidad en tiempos difíciles.
En tercer lugar, si quisiéramos sintetizar los principales tópicos de su experiencia artística, sería oportuno destacar, primero, la manera de operar minimalista, o sea, la puesta en práctica de gestos con precisión quirúrgica sobre materiales pobres, incluso, en ocasiones, mínimos trozos de desecho, para asignarles a todos un renovado poder significante. Segundo, el proceder de carácter arqueológico, no solo porque su propósito fuera excavar los estratos de tiempo para confirmar mitos y exhumar figuras yacentes en la memoria colectiva, sino porque, además, eso demandaba poner en juego una secuencia de operaciones extractivas sobre los materiales de base.
En suma, la prodigiosa alianza que llegó a lograr Ernesto entre la firmeza de una ética fundada en convicciones solidarias y la calidad de una poética que hilvana memorias y convoca fantasmas fue clave, durante un largo período de tiempo, para posibilitar el grado de receptividad y afecto ganados por su obra y su personalidad entrañable.
De ahora en adelante, el proceso suicida de la historia actual del mundo tal vez irá vaciando aquel nuestro lugar común, en el que la memoria aún tenía el poder de dar sentido, y la solidaridad parecía un baluarte inexpugnable.