El emergente Jihad - Semanario Brecha

El emergente Jihad

Jihad Diyab pisó nuevamente suelo uruguayo. En los medios –alimentados por el discurso oficial– volvió a instalarse la monserga: Jihad es un malagradecido y “odia al Uruguay”. Periodistas que jamás se preocuparon por saber cómo transcurría en Uruguay la vida de un tipo que había pasado más de 12 años en el infierno yanqui montado en Cuba.

Foto: Oscar Bonilla, Archivo

El martes 30 en la madrugada Jihad Diyab pisó nuevamente suelo uruguayo. Un avión rentado por la petrolera venezolana Pdvsa lo depositó en Montevideo, un mes y pico después de que el refugiado sirio hubiera sido detenido en Caracas y permaneciera desde entonces incomunicado en una dependencia de la inteligencia bolivariana. Fue revisado en el hospital Maciel, los médicos lo encontraron aparentemente en buen estado, según dijo la cancillería uruguaya, y fue dado de alta. Diyab, de acuerdo a fuentes coincidentes, había estado en huelga de hambre en la cárcel venezolana por varios días –él sostiene que 17– y apenas llegó a Montevideo manifestó que pretendía seguir con la medida aquí también. Algunos medios uruguayos, citando al canciller Rodolfo Nin Novoa, publicaron que el sirio se había alimentado normalmente en el avión. Diyab dijo que apenas comió unos granos de arroz y un jugo para mantenerse en pie. Una vez en Montevideo fue acompañado por allegados a la casa que se le asignó en el centro de la ciudad y se contactó con el mediador designado por el Estado para relacionarse con los ex detenidos de Guantánamo, Christian Mirza, y con personal del Servicio Ecuménico para la Dignidad Humana del Uruguay, que en principio debe atender las necesidades de los seis ex presos. Le prometieron entregarle las tres cuotas para su mantenimiento que no había cobrado. Le ofrecieron una. Nin declaró a la prensa: tiene una casa suficientemente grande como para recibir a su familia aquí y reiniciar su vida. En la vivienda no hay calefón (sus amigos están haciendo una colecta para conseguirle uno) ni camas suficientes para sus tres hijos, su mujer y su madre. El canciller le aconsejó también al sirio, al que nunca vio, que “se salga del foco de los medios”. Le pidió normalidad, como se la piden ahora todos los representantes de organismos del Estado uruguayo que a lo largo de más de 15 meses, desde su desembarco en diciembre de 2014 hasta su partida hacia el norte del país, el 7 de junio, iniciando un periplo que lo llevaría semanas después hasta Caracas, le incumplieron, lo maltrataron, lo humillaron, dejándolo librado a la ayuda privada, a la solidaridad o la compasión de unos pocos.

En los medios –alimentados por el discurso oficial– volvió a instalarse la monserga: Jihad Diyab es –además, tal vez, de un terrorista (no cualquiera va a Guantánamo, se dijo en una radio)– un malagradecido y “odia al Uruguay”. Es díscolo, complicado, desequilibrado. Y es mentiroso: dice que no come cuando come “milanesas en dos panes” fuera de la vista de todos, se presenta en público con muletas, pero “andá a saber si no camina”. Periodistas que jamás se preocuparon por saber cómo transcurría en Uruguay la vida de un tipo que había pasado más de 12 años en el infierno yanqui montado en Cuba, acusado de no se sabe qué, juzgado por nadie, incomunicado, torturado, chupado, hacen cola ahora fuera de su casa para captar una imagen del “Claudio Taddei de Guantánamo”, como lo llama un animador festejado por hacer de todo materia jodible.

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No hay duda que Jihad Diyab está desquiciado. Fuera de sí, enjaulado. “Es un hombre libre”, se dice hasta la saciedad desde el gobierno, pero el hombre libre que quiso serlo realmente terminó encerrado en una cárcel de un servicio de inteligencia extranjero por más de un mes, por motivos jamás aclarados y en condiciones nunca explicitadas, que la cancillería no se preocupó en averiguar a pesar de haber sido conminada en ese sentido por la Institución Nacional de Derechos Humanos, la única instancia del Estado uruguayo que –in extremis, es cierto– intervino en el asunto. Y poco se sabe acerca de cómo el hombre libre perdió su libertad en Venezuela. Fuentes de Brecha en Caracas aseguran que el sirio fue detenido en el edificio que alberga al consulado uruguayo. Cancillería jamás respondió a las consultas de este semanario para aclarar quién alertó a las fuerzas de seguridad venezolanas y otras dudas. De la misma forma que jamás aclaró las condiciones en que los seis llegaron a Montevideo.

Brecha ya divulgó que el contrato que firmaron los ex presos incluía una cláusula que los obligaba a no salir del país por dos años, aunque el enviado del Ejecutivo a Guantánamo, José “Chacha” González, lo negó y el ex presidente José Mujica aseguró en reiteradas ocasiones que Montevideo no aceptaría esta condición, transformándose así en una excepción mundial. Otra fuente comentó a Brecha por estos días: “Es curioso que Jihad haya sido deportado hacia Uruguay cuando las tres partes que intervenían en el tema coincidían en que lo mejor para todos era buscarle otro destino: Diyab lo reclama, el Estado uruguayo no soporta al sirio, el Estado venezolano se lo quería sacar de encima rápidamente. Sin embargo, no se hicieron gestiones para lograr ese objetivo. Algún otro compromiso debe haber”. Faltan todavía unos meses para que se cumplan los dos años de la llegada de los seis guantanameros.

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En otros tiempos, quizás, Jihad Diyab podría haber sido visto hasta con admiración por haberse lanzado solo a través del continente, con una muda de ropa, una bolsita de medicamentos, la plata justa para un boleto de ómnibus entre Brasil y Venezuela y poco más, persiguiendo un sueño (no muy loco, por cierto: reunirse con su familia, a la que no ve desde que tenía 31 años –tiene 45–, incluidos hijos que casi no conoce, en un contexto cultural más cercano y condiciones más dignas que las que aquí encontró). Pero no: en los días que nada se supo de él, la paranoia forjada desde los medios que habitualmente la forjan –más que se sugirió que Diyab podría haber ido a Brasil a sumarse a alguna célula yihadista y provocar una masacre durante los Juegos Olímpicos– se instaló, y sin contrarrelato alternativo.

En otros tiempos, quizás, la situación del sirio rescatado de una cárcel clandestina y abominable podría haber despertado la empatía de quienes padecieron condiciones y tiempos similares de detención.

En otros tiempos, quizás, quienes debieron exilarse podrían haber recordado lo que muchos de ellos pasaron en los primeros meses, en los primeros años. Y eso que en los setenta, a Europa, los latinoamericanos llegaban agarrándose de alguna soga que amortiguaba la caída: amigos, compañeros de militancia, un Estado de bienestar todavía en pie, estructuras políticas afines, redes de solidaridad y de asistencia, una mirada social más o menos favorable, y un contexto cultural a menudo cercano, si no admirado.

Con nada de todo eso se toparon los guantanameros. Peor: de muchos de esos antiguos exiliados, de muchos de esos ex presos –que cuando salieron de las cárceles, por más que les costara el reenganche, volvían a la suya–, fue que se lanzaron las primeras piedras contra ellos: que no quieren trabajar, que no se integran, que no hacen esfuerzos por hablar la lengua, que golpean a sus mujeres (como si el patrimonio de la violencia de género fuera “árabe”). Muy pocos de estos ex presos y ex exiliados –varios con cargos de gobierno– en algún momento tendieron un cable a tierra a este puñado de desarraigados, en sentido estricto.

Cuando al gobierno de Mujica le comenzaron a llover piedras por haber “importado el terrorismo” al recibir a los seis refugiados, el ya entonces aceitado vaivén del “como te digo una cosa te digo la otra” le hizo olvidar al presidente que antes había justificado su traída por “razones elementales de humanidad” y pasó a afirmar que los había canjeado por naranjas. Si esta nueva renuncia a algún principio de parte del progresismo gobernante no era en realidad sorprendente, sí resonó como una humillación más entre los guantanameros. Jihad lo recuerda hoy en su rumiante soledad montevideana, convencido de que, perdido por perdido, sólo con una huelga de hambre –una más– se le prestará atención.

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