Nuestro pacífico país –lo es, pese a los ecos de las propagandas electorales– tiene a veces sus sacudones, o sus episodios atípicos. No es común que alguno de ellos sea utilizado como base para un relato literario, es decir, no crónicas realistas o expandidas con base en la imaginación del autor, sino lisa y llanamente ficción. Usar uno de esos hechos fue justamente la idea de Rodolfo Santullo (1979), periodista, escritor e historietista con un buen número de publicaciones a cuestas, entre ellas las novelas policiales Cementerio norte, Sobres papel manila y El último adiós. Santullo se inspiró en el atentado sufrido por el periodista deportivo Ricardo Gabito en 2003, pero este libro –que ganó el Premio Anual de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura– no se trata de una reconstrucción o una crónica, porque, como aclara el autor en la primera página, esa inspiración fue “libre”. Esa libertad le permite construir sus personajes y sus circunstancias desde las necesidades de la ficción, y dadas las características del relato, darle un tono de comedia amortiguado, un bienvenido humor que se desprende del cómo y qué escribe Santullo de sus criaturas.
En primer lugar, cabe aclarar que, a contramano de lo que suele esperarse de una novela policial, en Matufia no hay nada que averiguar. Aclaración: no lo hay para el lector, que es informado puntualmente de cómo se gestó el atentado contra el periodista deportivo Néstor Serrato, quiénes lo idearon, quién lo llevó a cabo, lo que pasa con el herido, con el sicario y con esos autores intelectuales. Intelectuales, es un decir. Casi tan exagerado como llamar sicario, esa palabra con ecos crueles y sangrientos, al Marlon, ese ladroncito de poca monta que se conforma con robar carteras en un bar y es rezongado un día sí y otro también por su afligida madre Mireya. Los hermanos Chivalli, contratistas deportivos también de escaso relieve, no sólo no tienen nada de intelectuales sino que diríase que se llevan muy mal con el intelecto en general, y el atentado contra el periodista bocón que nutre sus artículos y sus programas radiales con denuncias que tienen que ver con los manejos non sanctos en el fútbol es una chambonada tan completa que la historia de Los desconocidos de siempre parece a su lado un sofisticado ejercicio de ingeniería delincuencial. En cambio, le facilitan a su creador la oportunidad de chispeantes apuntes sobre esa semiburguesía mafiosita que paladea un Criadores como si fuera un Chivas mientras sufre por la suerte de sus “pases” como si estuviera tratando de manejar los contratos de Luis Suárez.
Si el lector lo va sabiendo todo, toca a los personajes, en cambio, tratar de saber lo que necesitan. El Marlon tiene que tratar de saber qué le depara su nublada suerte y cómo zafar de ella. Serrato tiene que tratar de unir los cabos para demostrar la culpabilidad de los hermanitos, vista la inoperancia o escaso interés policial al respecto. El muchacho sólo cuenta para su supervivencia con cierto olfato intuitivo escondido entre sus escasas luces, y una edad que le permite correr más que otros. Serrato cuenta con conocer al dedillo el paño que corta, con los contactos afinados en años de profesión y con un carácter que lo catapulta a la pelea aun cuando todos los demás piensen que lleva las de perder. Entre el experimentado y malhumorado periodista y el inescrupuloso pero cándido Marlon –apodo muy llamativo para un lumpencito de estos lugares y estos tiempos–, víctima y victimario, si se quiere, dado lo que le toca hacer y padecer a cada uno, Santullo dirige a toda una serie de personajes funcionales a la historia. Algunos son los que se mueven en torno al fútbol, sus jugadores, sus líderes, sus contratistas y otras figuras prendidas a la parte del negocio –una buena parte– de ese deporte. Otros, con apariciones más puntuales, son policías, políticos, periodistas, y hasta hay alguno de misteriosa definición y necesaria actuación, como el Viruela. Unos pocos –la madre y la novia del Marlon, la apacible esposa de Serrato–, nutren el contexto familiar y social de los dos perseguidores-perseguidos.
Con todo esto Santullo construye un relato tan divertido como atrapante, con sugerencias de imágenes y sonidos –cuando Serrato ubica al Marlon instalando una alarma en un Abitab, el chorrito está feliz de la vida cantando “Violeta”, por ejemplo– que parecen remitir a un guión de cine, y que suple los momentos de inverosimilitud –esos escapes casi imposibles del Marlon, digamos– con toques de realismo en los ambientes y las atmósferas que viven los personajes. Policial “a la uruguaya” como pocos, y no por haberse inspirado en un caso real. Es que se intuye que muchos Marlon, muchos Chivallis y pocos pero efectivos Serratos pueden andar por ahí; y como corresponde, por fin llegaron a la literatura.