Evo Morales se metió solo en lo que, desde el comienzo, se veía como la elección más difícil en una gestión marcada por una sucesión de contundentes triunfos electorales durante una década. Como si la “abstinencia” electoral resultara insoportable para un líder que necesita de la continua aprobación de las masas, el presidente boliviano se lanzó a un referéndum para habilitar precozmente un cuarto mandato, cuando aún le quedan cuatro años para terminar su tercera gestión. De este modo, el propio gobierno que la pergeñó decidió, luego de seis años de aprobada, modificar la nueva Constitución Política que puso las bases del Estado Plurinacional en 2009. La pregunta era: “¿Usted está de acuerdo con la reforma del artículo 168 de la Constitución Política del Estado para que la presidenta o presidente y la vicepresidenta o vicepresidente del Estado puedan ser reelectas o reelectos por dos veces de manera continua?”.
La primera dificultad, obvia, de un referéndum de esta naturaleza es que unifica a todos los oponentes en la opción del No. Desde los racistas que nunca quisieron un gobierno campesino-indígena hasta quienes critican lo contrario –que no es un verdadero gobierno indígena sino un sucedáneo de matriz blancoide, o directamente un gobierno antindígena–, la coalición del No permitió la unificación de un voto que nunca se uniría detrás de una candidatura común. Se trata de algo natural, que no descalifica sus razones pero matiza lecturas que, como suele ocurrir en estos casos, tratan de leer el resultado de manera unidimensional.
Quizás se trate de algo más sencillo: una mezcla de desgaste tras una década de ejercicio del gobierno –y las consecuentes dificultades para transformar utopías movilizadoras en realidades vitales– con errores políticos intercalados, como convocar tan tempranamente un referéndum tras el triunfo electoral de 2014 con el 61 por ciento, más una mala campaña electoral. De esta forma, lo que se había avizorado como un proceso de despolarización en 2010-2014, ayudado por el éxito económico de Morales, devino renovada repolarización, y casi por mitades. En síntesis, Evo perdió con Evo, más que con la oposición.
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En esta década el Movimiento al Socialismo (Mas) puso en pie, con bastante éxito, un nuevo modelo económico basado en el estatismo y cierta ortodoxia macroeconómica, junto a un nuevo Estado más abierto a la diversidad del país. “El socialismo es compatible con la estabilidad macroeconómica”, dijo en una oportunidad el ministro de Economía, Luis Arce Catacora, que ocupa el cargo desde hace una década (todo un hito en un país conocido por sus convulsiones económicas, que en los ochenta incluyó una hiperinflación). Los “chuquiago boys” –en referencia irónica al nombre aymara de La Paz– mostraron así una eficiencia que los neoliberales no habían conseguido, en parte gracias a los altos precios de las materias primas, pero también a la política de expansión del mercado interno, la nacionalización de los hidrocarburos, el cobro de impuestos y la gestión “prudente” de la economía. Hoy el escenario cambió, por la caída de los precios, pero el blindaje económico aún funciona e incluso se prevé una fuerte inversión pública.
El problema es que el referéndum despertó el sentimiento antirreeleccionista asentado en los perennes reflejos antiestatales de los bolivianos (aunque reclamen “más Estado”). Tampoco hay que desmerecer la penetración de cierta cultura política “liberal” de la mano del afianzamiento democrático desde 1982.
Morales logró adormecer esos reflejos, y como presidente-símbolo de una nueva era ganó elección tras elección durante una década. Pero hoy esa magia se ha disipado en gran medida. De todos modos, que tras una década, en un país políticamente inestable como Bolivia, aún mantenga casi la mitad de los votos no es un dato menor. Si los del No son votos de muy disímiles sensibilidades, los del Sí son un apoyo a la continuidad del mandatario cocalero. Por eso la oposición sabe que el Mas no está vencido para 2019, pero con seguridad el proyecto oficialista se ha debilitado.
Los resultados del domingo 21 pueden leerse como una pérdida de los sectores que el Mas había venido conquistando en las urnas –mediante su expansión hegemónica– pero que estaban lejos de una lealtad electoral absoluta: los votantes de las grandes ciudades y los del Oriente autonomista liderado por Santa Cruz. Los campesinos y las ciudades intermedias fueron los que salvaron al presidente de una derrota mayor. No obstante, conflictos locales en Potosí y El Alto, mal resueltos, debilitaron a Evo en estas zonas andinas bastiones del Mas.
Evo siempre creyó que su “pacto de sangre” es con los campesinos, que son ellos quienes nunca lo van a abandonar, mientras que el apoyo urbano es siempre desconfiado, volátil. Ahí siempre residió la fortaleza y la debilidad del proyecto de Evo, que se asentó en una matriz campesina (paradójicamente, cuando el país se vuelve cada vez más urbano).
A estos elementos se suma una campaña en la que la eficacia estuvo en mayor medida del lado del No, especialmente en las redes sociales (de hecho, el presidente llamó, tras el referéndum, a “debatir su uso” porque se organizan guerras sucias que “tumban gobiernos”). Otra dificultad del Mas fue siempre ganar alcaldías de ciudades grandes y gobernaciones: el prestigio gubernamental de Evo siempre fue inversamente proporcional al poco brillo de sus gobiernos locales.
Desde 2009, el pragmatismo le permitió a Evo ampliar su base a Santa Cruz, al tiempo que su gobierno se volvía cada vez más “normal” y perdía épica revolucionaria. No casualmente el discurso de la estabilidad fue remplazando el discurso del cambio. Y, por primera vez desde 2005, la elección del 21 de febrero de Morales careció de imágenes de futuro y se refugió en las conquistas del pasado. Fue una suerte de refugio en el Evo campesino que la gestión del poder había venido borrando en su figura; un retorno a los orígenes y al entorno en el que se siente más seguro.
En el marco de una creciente pérdida de iniciativa, las balas de la oposición –muy dispersa, por cierto– comenzaron a impactar frente al blindaje de meses y años previos. Así, la denuncia de que una ex pareja de Evo lideraba una empresa china que recibió contratos públicos sin licitación incidió sobre el capital moral de Evo, fuente de su legitimidad política. Ello se suma a los escándalos del Fondo Indígena: los proyectos fantasma financiados por el Estado acabaron como un cuestionamiento a la capacidad indígena para renovar la política. Es más, la develación de que el vicepresidente, Álvaro García Linera, no concluyó su licenciatura de matemática en México tuvo una repercusión desmesurada y lo obligó a revalidar, a la defensiva, su estatus de intelectual –pese a que es un asiduo invitado a varias universidades de prestigio por su obra teórico-política.
Pero, además, el No encontró un argumento que se transformó en un arma poderosa porque encajaba con un sentimiento generalizado, sobre todo en sectores urbanos: que el de Evo fue, en efecto, un buen gobierno en muchos aspectos, pero que no es bueno que se “perpetúe” en el poder.
Pero la pérdida de magia también resucitó otros fantasmas. La quema de la alcaldía de El Alto, en manos de la joven alcaldesa opositora Soledad Chapetón, por parte de “padres de familia” que protestaban dejó en evidencia que los repertorios de acción colectiva que en 2003 abrieron paso a la épica “guerra del gas” en otro contexto pueden ser la pervivencia de formas de protesta desmesuradas, que impiden un funcionamiento normal de las instituciones y causan muertes. Todo esto genera un fuerte rechazo de las “mayorías silenciosas” hacia los movimientos sociales, replegados a instancias corporativas, e incluso con tonalidades mafiosas, como ocurre con el cacique sindical alteño Braulio Rocha, quien había advertido a Chapetón que él sería “su pesadilla” y ahora fue detenido por el incendio.
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Un aspecto de los gobiernos nacional-populares es su dificultad para aceptar un nuevo orden, plasmado por ejemplo en las constituciones aprobadas durante sus gestiones, y su tendencia a pensar esas cartas como resultado de correlaciones de fuerzas transitorias que hay que cambiar ante la menor posibilidad de “avanzar”. Eso provoca situaciones paradójicas –que también ocurrieron en Venezuela–: que dados los intentos de cambiar las nuevas cartas magnas, la defensa de esas constituciones termine en manos de las derechas que en su momento buscaron impedir su aprobación. Otra dificultad es hacer política con eficacia una vez debilitados sus enemigos.
El Mas deberá pensar en otro candidato para 2019, lo que podría tener como resultado positivo obligar al partido a abandonar la inercia de los triunfos electorales automáticos y actualizar su oferta transformadora. Por ahora es temprano para anticipar posibles candidatos. ¿El canciller David Choquehuanca? ¿El vicepresidente Álvaro García Linera? ¿El presidente del Senado y ex periodista Alberto González?
Pero más allá de candidaturas, la duda es si el gobierno logrará reenamorar a los bolivianos con nuevas propuestas transformadoras. Las ideas sobre una Bolivia potencia energética contuvieron un exceso de exitismo (y tonalidades de los años cincuenta), que opacó algunos avances efectivos en materia hidrocarburífera, mientras temas como salud y educación seguían como asignaturas pendientes. Lo mismo ocurrió con la compra de un satélite chino que generó demasiada sobreactuación, efectiva al comienzo pero contraproducente después.
Del lado del No, una oposición de “nueva derecha”, con bases territoriales en diversas regiones, buscará capitalizar los resultados frente a esfuerzos más minoritarios de construir una opción progresista no oficialista. Por ahora, el No es una yuxtaposición de múltiples voces. Pero como ya sabemos, la política depende mucho de quiénes se apropian de los “instantes huidizos” de la historia. Y esos instantes sobrevendrán en mayor medida con la salida del juego electoral, al menos como candidato, de Morales y la apertura de un escenario completamente nuevo desde 2006.
(Fragmentos de una nota publicada en el blog La Línea de Fuego.)