“Lillian Gish c’est le cinéma”, decía François Truffaut, colega y compañero de ruta de la nouvelle vague de Jean-Luc Godard, para referirse a la gran pionera de la actuación en la pantalla.
Si Truffaut viviese, diría hoy otro tanto con respecto a este joven de 84 años dispuesto a seguir en la brecha haciendo de las suyas. Y vaya que son en verdad las suyas, las películas que rueda este francés atraído, entre otras cosas, por el surrealismo y el existencialismo, alguien a quien se ha tildado de impúdico, mistificador y, por cierto, incoherente. “Sus películas son incoherentes”, se quejan sus detractores, que son unos cuantos. “Uno no hace una película. La película te hace a ti”, se defiende el acusado, confeso amante del cine, el género documental, las citas de gente que importa, los ensayos literarios, las artes plásticas, la música, el pop-art, las rupturas temáticas, el distanciamiento y, como él asegura, de la vida. De las rupturas temáticas, por cierto, su propia obra es un ejemplo innegable. Los espectadores nunca saben hacia dónde Godard los quiere conducir. Y por allí asoma el famoso “distanciamiento” que, además de ponerle puntos suspensivos a la escena que muestra la pantalla, incurre en la insistencia del realizador para introducir leyendas y carteles que, por lo general, enfrían la atención de una platea casi siempre deseosa de amar u odiar a los personajes de la historia que se les cuenta. Por más que, la mayoría de las veces, las historias de Godard no resultan en absoluto tradicionales: si bien el hombre dice cosas, casi nunca nos cuenta cosas.
¡Qué insoportable!, sostendrá quien no conozca el cine de Godard y lea estas líneas. Algo así, pero por allí anda una buena lista de gran parte de lo que el denostado ha filmado desde 1960 en adelante y que incluye a Sin aliento, Una mujer es una mujer (todo un homenaje, en su estilo, claro, a la comedia musical hollywoodense), Vivir su vida, La mujer casada, Alphaville, Pierrot Le Fou y Yo te saludo, María, entre otras, en las cuales, a menudo, los actores se confundían con los personajes, otro rasgo característico de este viejo niño terrible.
Y aquí está, vivito y coleando, dicen algunos que para decirnos algo respecto de una pareja cuyo perro parece captar lo que le sucede a sus amos, lo cual es sólo un detalle de lo que el hombre nos trasmite, al tiempo que interrumpe el asunto con imágenes de la naturaleza, flores muy rojas, hojas que caen, inevitables citas literarias, –especial destaque merece la aparición de la mismísima Mary Shelley para aludir al doctor Frankenstein y quizás al monstruo que éste crea sin proponérselo–. Y muchas cosas más que aprovecha para desgranarlas apelando no sólo al color, como lo ha hecho incontables veces, sino además a las 3D, ese recurso que el cine de hoy en día emplea sin ton ni son con el fin de atraer más incautos sin plasmar luego en la práctica ninguna escena que justifique el uso del relieve. Godard usa las 3D, las disfruta y hace que el espectador que se anima a ir a verlo también las disfrute como si estuviese ubicado en medio de lo que una pantalla que se abre como una ventana se empeña en revelar. Quienes busquen una historia que comienza, se desarrolla y concluye, abstenerse. Los demás, y ojalá los haya, pueden acceder a una especie de privilegio similar al que experimentaban quienes, hace ya más de un siglo, se acercaban a ver La salida de los obreros de una fábrica o La llegada de un tren a la estación. C’est le cinéma. Es Godard con sus cosas.