Lo cierto es que estaba por acostarme. Apagué la radio, casi en el momento en que finalizaba mi programa preferido de la medianoche. Hice lo mismo con la luz y dejé caer la cabeza sobre la almohada. Cuando estaba casi a punto de entrar en el sueño, escuché cierto ruido, algo así como un rasguido. Uno conoce los sonidos de la noche, sabe que los muebles crujen, que los vecinos gritan o miran hasta tarde cierto programa de televisión, que el habitante de otro edificio gusta de rasquetear la pared contigua a horas inapropiadas. Pero lo seguro es que soy el único animal vivo en mi casa y ese ruido era de movimientos sutiles, quizá de pasos.
Me acomodé rápidamente buscando la ficha de la luz. No se me hizo fácil, pues tengo dos botones, el de la portátil y el rojo del alargue. A veces apago uno o el otro indistintamente; depende de si cargo o no el celular, de si tengo sueño o de si simplemente me da pereza bajar al piso. Así que los manotazos duraron el tiempo suficiente para sentir miedo.
Cuando por fin la lamparita iluminó el cuarto, todo se veía igual. A excepción de la puerta de dos hojas, que estaban entornadas, por las que ingresaba un roedor. Me incorporé de un salto. No estoy acostumbrado a estas presencias, menos después de tantos años en la gran ciudad. De niño supe tener hámsteres; los vi parir y lavaba a menudo su casa de vidrio maloliente. Pero de ahí a toparme en mi dormitorio y en la madrugada con un ratón, que tal vez fuera una asquerosa rata en miniatura… Durante segundos, que parecieron horas, dudé de qué hacer. Me acordé de la rata gigante que se había metido en la cocina de una antigua novia después de haber saltado de una palmera. Sabía que un escobazo había sido sólo una caricia para ella y una carcajada para la dueña de casa (su hija, la que fuera mi novia, gritaba como nunca y yo le pedía que se encerrara en el cuarto). Evalué las alternativas: atraparlo y soltarlo en la calle, intentar matarlo de un golpe o adoptarlo. Ahora que lo veía mejor, era joven, de color gris, tal vez de piel suave. Pero no podía hacer nada de eso; era probable que me contagiara alguna enfermedad. En todo caso: ¿cómo había entrado a mi apartamento?
No se parecía tampoco a los ratones de mi infancia. Esos siempre se escapaban. Era claro que este, si hacía tiempo que estaba en mi casa, prefería la noche para salir. No corría, se desplazaba con cierta picardía, como confianzudo. Tomé, entonces, un zapato –el que menos quería–, lo miré y, acercándome lentamente, le di un buen golpe. Pensé con repugnancia en la sangre que quedaría sobre la alfombra. Cuando levanté el brazo, constaté señales de vida y di un segundo golpe. Dejé el calzado sobre él y coloqué otro encima, con el fin de ejercer suficiente presión en caso de que sólo lo hubiera atontado. Corrí hasta la cocina, anticipando el asco que me daría empujar con la escoba ese cuerpo reventado, en especial esa cola, que me llevaba a las asquerosas y curtidas colas de rata.
Cuando volví y aparté los zapatos, lo encontré muerto y achatado. Lo empujé sobre la pala, ya con menos desagrado, pero con algo de culpa, y vi que la alfombra estaba intacta. Pensé en su cuerpo como una bolsita de huesos quebrados, una estructura hecha para ser un efectivo continente incluso en el momento de ser aplastada por un humano. ¿Acaso no era peor la trampa de madera y alambre, esa que cercena tras el cebo y parece un castigo medieval para el pecado de la gula?
Volqué el cuerpito en la bolsa de basura (esto ya lo había hecho muchas veces con cucarachas) y, aún pensando en que podía estar vivo, cerré el nailon y en pijama me fui hasta el contenedor, pidiendo no cruzarme con algún vecino noctámbulo, acaso en algún menester similar. Era evidente que no quería pasar la noche con un ratón muerto en mi tacho de residuos.
En el camino seguía pensando. La única razón podía ser que hubiera cerrado la reja y dejado la puerta abierta buena parte de la tarde y la noche. Lo imaginé corriendo el largo pasillo de baldosas hasta llegar a un hogar donde encontrar un buen trozo de queso. Esa noche también había pasado algo sospechoso: uno de los nuevos inquilinos se había acercado a preguntarme si daba clases de guitarra. En seis meses nunca lo había visto, sólo sentía olor a marihuana y gritos frívolos. Le dije que no, pero fui muy amistoso, quizá por verlo muchacho, algo parecido a ese compañero de facultad al que llamábamos “el sobreviviente”. Recordé entonces la presencia de un ciempiés en mi pequeño patio interno, justo la noche del arribo de otros inquilinos que trajeron plantas y un perro, y pensé en cómo toda nueva presencia cambiaba el ecosistema de un edificio. Ahora me veía haciendo con el ratón lo mismo que con el ciempiés y masticando idéntica culpa.
Me acosté nuevamente. Seguía impactado, así que traté de estar expectante a los sonidos. Rasgaban la pared, pero ese era el vecino de la pensión contigua. Es que en esos momentos uno imagina lo peor: una invasión, otro ratón subiendo por las frazadas, una prole esperando alimento en mi propia casa, en esa habitación que tengo que ordenar. Deduje que, seguramente, era un ratón perdido, acaso domesticado, el ratón de una niña, dada su poca preocupación por huir. Caí por fin en el sueño.