El primer impacto es el olor inconfundible del humo; luego, a medida que se avanza, se suman ardores en los ojos y en la garganta; finalmente, la visión se vuelve muy difícil. Así fue mi primer encuentro con incendios en la selva amazónica, en ese caso en Brasil, en el estado de Acre. La marcha por el camino se vuelve peligrosa porque poco y nada se puede ver, y a lo lejos asoman los destellos rojos de las llamas. Es muy peligroso seguir acercándose y allí nos detenemos.
A pesar de que esa experiencia ocurrió hace unos 20 años, nunca se logró evitar, ni siquiera contener, esos incendios. Todas las primaveras se repiten, pero solo escalan en la atención pública cuando el humo se derrama en las grandes ciudades. Este año, casi la mitad de la superficie sudamericana estaba afectada por los humos, incluyendo grandes ciudades como Buenos Aires y San Pablo, y algunas padecieron emergencias por la mala calidad del aire.
El humo es expresión de una epidemia de incendios. En lo que va de setiembre, se han detectado más de 98 mil focos de calor, que superan largamente los registrados en ese mes en 2023. En 2024 ya se sumaron más de 368 mil incendios en el continente. Brasil es el más golpeado, con más de 188 mil focos, le siguen Bolivia con más de 65 mil, Venezuela con unos 40 mil y Argentina, que superó los 23 mil. Uruguay tampoco escapa a los ojos de los satélites y aparece con 222 focos de calor. Esos indicadores muestran otro aspecto alarmante: la Amazonia no es el único ambiente que está ardiendo. El fuego también asola el Cerrado, un enorme bioma de pastizales y árboles en el centro de Brasil, los bosques de la Chiquitanía, en Bolivia, y los montes chaqueños en Paraguay y Argentina. Tampoco está restringido a bosques: arden el Pantanal en Brasil y los bañados y los pajonales que acompañan los ríos Paraguay y Paraná.
En todos esos ambientes se repetía una práctica tradicional, conocida como chaqueo, por la cual los indígenas y los campesinos, cada primavera, quemaban pequeñas parcelas de selva para sus cultivos o algunas cabezas de ganado. Pero en las últimas décadas esa práctica se multiplicó en número e intensidad con la llegada de nuevos colonos a los trópicos, en especial latifundistas y empresarios, tanto en Brasil como en los demás países.
El éxtasis agroganadero en Brasil ocurrió en 2019, cuando gobernaba Jair Bolsonaro. Allí lanzaron el Día del Fuego, con quemas simultáneas en distintas localidades, aprovechando la postura presidencial para liberar la explotación amazónica mientras se recortaban monitoreos y controles. Ese año el humo también llegó a las grandes ciudades y desató muchas críticas que fueron infructuosas, porque al año siguiente ocurrió lo mismo. Los actuales gobiernos de Lula, en Brasil, y de Luis Arce, en Bolivia, a pesar de las promesas, tampoco han logrado evitar esta situación.
La superficie afectada es enorme. En Brasil se estima que se han quemado más de 7 millones de hectáreas y en Bolivia, unos 4 millones. Se ha calculado que casi un cuarto del territorio de Brasil ha padecido el fuego en algún momento en los últimos 40 años. Las consecuencias de esto sobre la vida silvestre son devastadoras: en 2019 se concluyó que los incendios en Bolivia implicaron que murieran calcinados 2,3 millones de animales, especialmente grandes mamíferos, como carpinchos, tapires y ciervos. Se alteran las propiedades de los suelos, se destruyen los ciclos del agua y se liberan enormes volúmenes de gases de efecto invernadero. Los impactos en la sociedad también son severos, especialmente para quienes pierden sus hogares, sus cultivos y el acceso al agua.
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Fui testigo de las secuelas de las llamas en otra visita a la Amazonia, pero en Perú, al recorrer zonas que se habían quemado unos días antes. El paisaje ya no era verde, sino que se mezclaban los grises del suelo cubierto por cenizas y los marrones de los restos de troncos. El hedor del humo y del hollín estaba allí, y quedaba impregnado en la ropa y hasta en la propia piel. No había vida, solo silencio.
Estas quemas de bosques y pastizales son inseparables de las estrategias de desarrollo agropecuario que prevalecen en América del Sur. En todos los países están volcadas hacia la ganadería y los cultivos, intensivos, empresariales y enfocados en la exportación. Se expanden, por ejemplo, en el Cerrado brasileño, lo que lleva a desplazar a los ganaderos tradicionales, quienes se mudan hacia la Amazonia. Allí toman posesión de tierras, tanto por medios legales como por titulaciones irregulares o falsas, emplean a bandas criminales para desplazar a campesinos y a indígenas y se lanzan, cada primavera, a quemar esos campos.
A lo largo de los años, esos colonizadores, como otros agentes que responden a ese tipo de desarrollo, generan lo que se conoce como el arco de deforestación amazónica. Se extiende en el sur de esa región, desde la costa atlántica en el este hasta el otro extremo de Brasil, en Acre, en el oeste, en la frontera con Perú y Bolivia. Las dimensiones de ese frente de destrucción son apabullantes: son unos 3 mil quilómetros, lo que es más que la distancia que hay, pongamos por caso, entre Madrid y Varsovia, en Europa.
Como consecuencia, no es raro que en la Amazonia de Brasil cada año se destruyan más de un millón y medio de hectáreas de selva, sea por la tala o por el fuego; le sigue Bolivia, con más de medio millón de hectáreas perdidas. Se han sumado aproximadamente 85 millones de hectáreas de selva perdidas. Al mismo tiempo, en el Cerrado, se artificializaron unos 40 millones de hectáreas a cambio de cultivar unos 20 millones de hectáreas con soja.
Esa dinámica depende, como muchos otros problemas ecológicos, de la economía. La demanda de soja, especialmente desde China, es tan intensa que, a medida que se expande en Brasil, entre sus consecuencias está esa penetración del agronegocio en la Amazonia. Un proceso análogo ocurre en Bolivia, Argentina y Paraguay, donde los monocultivos de soja y la ganadería de exportación están detrás de las grandes transformaciones territoriales y la invasión de nuevos ambientes. Las decisiones de importación que se toman en Pekín y la cotización de los productos en la bolsa de granos de Chicago se acoplan con medidas gubernamentales que operan en el mismo sentido y deciden la suerte ecológica de América del Sur. Es así que estos fuegos de hoy dejan muy en evidencia que hasta ahora han prevalecido los intereses económicos y empresariales muy por encima de los ambientales.