Después de anunciar su retirada en 2013, el cineasta Steven Soderbergh (Sexo, mentiras y video, Traffic, La gran estafa) retornó tras las cámaras con una adictiva serie para el canal Cinemax que parecería lo mejor que ha hecho hasta hoy. La acción se sitúa en los albores del siglo XX, la ciudad de Nueva York recibe en sus puertos oleadas masivas de inmigrantes, dando lugar a una creciente reclusión en guetos, luchas de poder y mafias consolidadas. En este contexto, la acción se sitúa de lleno en los sombríos pasillos del ficticio hospital Knickerbocker, ubicado en las inmediaciones de un barrio marginal. Liderado por el brillante e innovador cirujano John W Thackery (Clive Owen), el plantel médico hace frente diariamente a un ejército de pacientes proveniente principalmente de los estratos sumergidos: inmigrantes violentados, obreros con hernias, indigentes infectados, madres que mueren durante el parto, niños lívidos, delincuentes baleados. Pero el Knickerbocker (alias “The Knick”) es más que un hospital: es un espacio para la experimentación, un laboratorio donde tienen lugar algunas de las más grandes innovaciones médicas. Siempre en la vanguardia, Thackery utiliza cuanto descubrimiento técnico y científico tenga lugar para hacer frente a una alta tasa de mortalidad.
Los consistentes personajes, una fotografía notable, una construcción coral y de época verosímiles, música electrónica deliberadamente anacrónica y envolvente y grandes actuaciones vuelven al planteo irresistible, en un registro que combina el drama histórico y social con algo de acción, como si se conjugaran la recreación violenta y sucia de Pandillas de Nueva York con la tensión hospitalaria propia de series como House o ER.
Si bien la ambientación histórica resulta convincente, no son pocas las fallas que han señalado algunos detractores. Howard Markel, médico historiador de la Universidad de Michigan, aseguró a The Wall Street Journal que situar la acción en 1900 es una decisión astuta por parte de los autores, por haber sido un momento crucial en el que se sucedieron avances determinantes. Pero que muchas de las carencias de la medicina e hitos señalados son propios de décadas atrás, y que, considerando la increíble evolución de la disciplina en el período, “confundir la historia médica y quirúrgica en los años 1870, 1880, 1890 y 1900 es el equivalente médico-histórico a confundir la Edad Media de la América colonial con la guerra civil (estadounidense)”. El personaje de Thackery está basado en el doctor William Stewart Halsted (1852-1922) quien, al igual que el protagonista, también fue adicto a la cocaína y a la morfina: era común que los médicos testearan en sí mismos las sustancias a utilizar en los procedimientos quirúrgicos; la cocaína era de venta libre y se utilizaba como anestésico, y a fines del siglo XVIII no se consideraba una sustancia perjudicial o adictiva. Pero llegado el Novecientos ya se tenía una noción más acertada de sus efectos y, como señala Markel, los cirujanos procurarían distanciar su consumo de las intervenciones. Según dice, “hay muy buena evidencia de que cuando Halsted estaba drogado o eufórico por la cocaína se alejaba de la mesa de operaciones”.
Por otra parte, otro personaje crucial de la serie, el doctor Algernon Edwards, se inspira en Louis T Wright (1891-1952), cirujano negro que cursó sus estudios en Harvard. El Wright verdadero habría tenido casi cuarenta años de diferencia con Halsted, y se convirtió en cirujano dos décadas después de la fecha presentada. No fue hasta 1920 que en Nueva York se contrató por primera vez a un médico negro, por lo que se presenta al hospital como una institución anacrónicamente progresista. Podrían continuarse señalando inexactitudes de este tenor, pero es también comprensible que estos detalles sean lo suficientemente graves para un historiador y no tanto para un espectador que busca simplemente una aproximación fílmica de lo que podría haber sido la medicina aplicada hace más de un siglo. Si bien no puede negarse que parte de los hechos históricos son manipulados para crear una tensión mayor (y tampoco faltan los televidentes indignados por cierta tendencia al gore y a la acumulación de golpes bajos), se propone un notable contraste de lo que fueron los métodos y la parafernalia utilizada con los que usamos en la actualidad.
Pero uno de los puntos más interesantes en The Knick es ver a esos médicos, figuras de inmaculada investidura, cometiendo errores garrafales, cayendo –con la mejor voluntad del mundo– en torpezas inimaginables que hoy en día sabemos son nefastas para los pacientes. La perspectiva de ver esta labor con más de un siglo de distancia nos permite cierta jactancia, pero el ejercicio también conduce a una inevitable proyección futurista. Es muy probable que tratamientos agresivos como las quimioterapias, las radiaciones, ciertas extirpaciones y otros procedimientos que hoy vemos como algo estrictamente necesario, sean vistos dentro de cien años como aberraciones médicas, y no deben de ser pocos los errores en los que incurrimos hoy, pensándolos como ejercicios insuperables. A veces la fe incondicional en la innovación científica y las tecnologías aplicadas viene acompañada de cegueras varias.