El lado oscuro de la luna, aquí en la tierra - Semanario Brecha

El lado oscuro de la luna, aquí en la tierra

Visten de negro, como en los noventa, y tienen una vocación nocturna. Dandys sin dinero. Apegé y Miguel Erre se parecen un poco a los ángeles que imaginó Wim Wenders sobrevolando la ciudad y que sólo podían ser vistos por los niños y por los hombres de corazón puro. En español la película tuvo un título que ayuda a precisarlos: “Alas del deseo”.

APEGÉ

No se trata de proponer una tendencia, sino de hacer visible una sensibilidad. Aunque puedan señalarse afinidades electivas –un precedente en Julio Inverso, un semblable en Nelson Díaz–, este artículo sólo quiere convocar el work in progress, la obra en obra, de dos escritores que, aunque distintos, comparten una forma de estar en el mundo y en el arte, coinciden en algunas veneraciones, participan de algunos desapegos y elogian y padecen la marginalidad.

Apegé y Miguel Erre, como eligen firmar, son hijos de la noche. Como escritores participan del culto a Thomas Bernhardt, aman la poesía de Idea Vilariño y escriben mayormente “prosas del yo” que son a la vez crónicas de las ciudades y de imaginación, con sus pobres diablos y sus perros vagabundos. “Entre Bartleby y Pessoa, entre One­tti y Baudelaire –escribió Miguel Erre–, es tan válido dejarse arder como atizar el fuego.” Tuvieron infancias difíciles, son gays, blasfemos, a veces irónicos y, a veces, desesperados. Fugaron de su lugar de origen, familia y patria, y se reconocen nómades. Como vástagos tardíos del Romanticismo, cortejan la locura y el suicidio, pero practican formas sesgadas de la piedad o la ironía. Sostienen relaciones difíciles con la academia y ambiguas con el medio. No están en la programación del próximo Filba, y tienen seguidores en Facebook. No se conocen entre sí, aunque cuando una vez se los puso en contacto vía Internet acabaron peleados. El episodio avisa de la inconveniencia de seguir con los plurales. No de la pertinencia de un reconocimiento a una actitud que sostiene alerta, incorruptible, un anhelo de intensidad y una pureza. Que nadie les pidió y ellos dilapidan con suelta irreverencia. Una pureza por la que deberíamos estar agradecidos, porque la pagan solos y nos redime a todos.

APEGÉ: UN PIADOSO. Apegé (Álvaro Pérez García) es conocido aquí, ganó su nombre en Brecha, con él firmó su primera crónica y tiempo después su primera novela, Injuria (2011), y con él sale, en semanas y en Buenos Aires, su segundo título, Provinciano. En el origen hubo una infancia campesina, donde fue “niño sensible, niño gay, niño que no quiere tocar una vaca”, un origen y un dolor de origen que dijo ya en Injuria. Ahora recuerda que Tarkovski recomendaba a los jóvenes que “aprendan a estar solos” y que eso él lo aprendió en el campo: “Horas caminando solo, pensando, especulando sobre la existencia de los seres animados e inanimados, preguntándome por la existencia de Dios. De ese campo guardo el sonido de una cañada, las fantasmagorías de la noche, el cielo entero sobre tu cuerpo, una vida inmensa y desconocida que deseaba conocer”. Ese anhelo hizo de él un animal urbano y un espíritu nómade. Vino a Montevideo, donde estudió comunicación; apenas recibido viajó a España en 2003, y al regreso: la entrada al periodismo en Brecha. En 2012 se marchó a Buenos Aires a cursar una maestría en la Uba, pero abandona y se vuelve. Encuentra un cauce en las crónicas sobre Montevideo –“Ciudad ocre”, en La Diaria–. Paralelamente abre un taller, Máquinas de Escribirnos, sobre escrituras del yo, pero no ve dificultad en compatibilizar la obsesión del sí con la curiosidad por el otro: “La ajenidad es una de las cosas que provocan más alegría en un cronista; el extrañamiento absoluto”. Le recuerdo su visita a la Gruta de Lourdes y le comento que parecía dichoso. “Sí, lo estaba; esa agua bendita que sale de las canillas de Ose, esos ojos perdidos en una virgen que hasta quien le reza sabe que fue inexistente, me gusta. Me gusta la epifanía propia o ajena, lo que saca a las personas de su sitio cotidiano. Unos creen en el marxismo, otros en Dios, otros en el arte, como formas de salvarse. Son pactos de ficción. Y eso, aparte de la propia vida, es lo que me interesa en la escritura.” También fue invitado a colaborar con la revista de ensayos Prohibido pensar, y en su primer artículo se esmera y se sincera: “Escribir sobre la escritura implica un desnudamiento primario y vergonzoso, como si se tratara de un adolescente desgarbado y triste frente a una hembra (o un macho) exuberante y experiente a punto de devorarlo en el delirio del deseo”. Le sirve para exponer las aristas que dibujan y contienen el universo de su escritura: la ciudad, el cuerpo, el yo, las iluminaciones. Son también los presupuestos de su nuevo libro, salido de su estadía porteña. Aunque asumido como un autor de autoficción, Apegé no lleva un diario ni escribe una memoria de lo que fue su experiencia bonaerense. Elige hacer la crónica, no del medio intelectual o estudiantil que frecuentó, sino el de las pensiones modestas y los baños sórdidos; elige lo marginal. Interrogado, responde que siempre ha sentido una empatía (o una obligación ética) por contar la marginalidad: “Si voy a una fiesta, veo a los que están limpiando los baños, a los mozos explotados, al que ‘nos sirve’. No me gusta servir ni ser servido; mis padres siempre fueron los que sirvieron y eso marcó mi mirada”. Provinciano también sigue un itinerario que está menos pautado por la geografía de la ciudad que por los encuentros eróticos del protagonista. “Yo hace tiempo que no me enamoro (y dudo del amor) pero mi personaje, además del deseo carnal desenfrenado, siempre está en esa búsqueda.” En el adelanto que publicamos, los baños de la plaza Once son dados por el nombre original de la estación: Miserere. El narrador juega con ese nombre asociándolo al de la miseria humana; la etimología acusa, sin embargo, otro asunto crucial a su estética y su moral. Sin advertirlo, nombró la piedad (de sí y del mundo), la misma que él derrama en cada crónica.

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Miserere

 

Che, y cómo está Buenos Aires, preguntan algunos amigos desde afuera. Y, cuál querés que te cuente, dice uno, y piensa en la gran falacia de la ciudad. ¿La Buenos Aires turística y encantada de la plaza Serrano en Palermo o la perturbadora de Once y la plaza Miserere? Supongo que a esta altura no será ningún hallazgo lingüístico asociar las palabras y las cosas y que esa correspondencia fonética ya fue escrita mil veces: Miserere, qué nombre justo (si es que se puede encontrar justicia en la miseria). Es en las calles y las plazas donde está la ciudad, las verdades, donde los relatos políticos se corroboran o desintegran, donde la vida grita. Y cómo grita en plaza Miserere. Hasta con megáfono en mano: el hombre-pastor que todas las tardes conecta uno a un parlante y como en decenas de películas y ciudades trae la salvación de la mano de Dios porque lo que es este mundo, dice, está en su apocalipsis. Es la palabra radical de los locos que siempre tiene la virulencia de un veredicto: todos mienten, políticos, medios de comunicación, periodistas. El hombre-pastor no se cansa y repite verdades, delirios y salmos rodeado de un mundo que se dirige quién sabe adónde. A unos metros, dos putas morenas, hermosas y cubanas, esperan clientes sentadas en un escalón. Mantienen una distancia prudencial una de la otra, respetando territorios, y conversan sin mirarse a los ojos como cuidándose de no ser vistas juntas o participando al viento de sus palabras. Se le acerca un viejo harapiento a una, un hombre prolijo y obrero de rasgos indígenas a la otra. Ellas dicen su precio, los hombres meditan la compra un segundo y se van. Y todo sigue, un pasaje interminable por esa feria sin vanidades y un tiempo que sigue trayendo niños que chorrean mocos y juegan con un pedazo de cartón y al segundo lloran y patalean mientras sus madres conversan con otras madres que tienen más hijos mocosos. Cuánta reproducción, Dios mío, y cuánta de la pobreza. Miles y miles de zapatillas por día pateando esa plaza que parece no ser pisada por los zapatos de las clases medias. Hay veces que la concentración de la pobreza es mucho más violenta que la otra y se manifiesta en un solo espacio, en una calle, en una estación de trenes: todo en una misma manzana chirriante en colores y ofertas. Colores de piel, de artícu­los, de comidas: el negro africano corpulento y hermoso que vende cinturones (el negocio de los negros africanos); las mujeres y hombres andinos que venden comidas de todo tipo, al paso, sobre la calle, al lado de los colectivos y cerca de la mugre de la ciudad; baratijas, puestos enteros de ropa interior, más comida al paso, juguetes que se romperán tras la primera cuerda; ruido, griterío, miles y miles en torno a lo que gira el mundo, el dinero, poco o mucho o con la lógica de la pobreza pero el dinero al fin. “Once es el capitalismo del subdesarrollo latinoamericano”, me dijo una amiga socióloga con un acierto incuestionable. Lo latinoamericano aquí es el anverso del sueño y la vocinglería de las patrias unidas y el destino de los pueblos. Buenos Aires es muy diversa, sí, pero cuando la multiculturalidad se codea con la pobreza (cuando hacen simbiosis) toda apelación a mezclas y crisoles se vuelve frívola, un esnobismo de intelectuales progres. Intelectuales que miran por el rabillo de papers y ponencias y que jamás pisaron (ni mearon) en el baño de Estación Miserere. Dios santo, los baños masculinos, qué expresión más extraña del encuentro entre los hombres (y no de la humanidad: de los hombres). Porque entre los hombres pobres (e inmigrantes y obreros y lúmpenes) también sucede el levante: hombres a la caza de otros hombres y unos que evidentemente están trabajando y otros coqueteando y el grito pelado de un lumpen que le grita a un gordito (puto, qué mirás, puto) y el gordito que se defiende (puto porque no te pago, villero) mientras un paralítico intenta atracar su silla y un obrero se afeita y una cola perpetua y los cuidadores que liberen los baños, que circulen, que liberen. Y entonces uno sale corriendo en busca de aire puro y encuentra más entrevero y más miseria y más trabajo informal (infernal) sin coberturas de salud ni ocho horas ni más leyes que las de ese propio ecosistema echado a la buena de Dios y de la negociación entre esos hombres que así y todo trabajan, se ríen con o sin dientes, conversan, están vivos, tiemblan como tiembla el mundo, ese mundo. Esa atmósfera con lógica propia y pulso alterado, ese demonio pobre y violento que está a media hora de otros buenos y malos aires de olores y cadencias inmensamente disímiles. Llega la noche y todo sigue su curso y las ventas continúan –de cuerpos, de comidas, de ropas– y se adecuan a la hora: un hombre lanza al aire un pequeño objeto volador que mientras gira y sube tintinea una luz violeta y brillante. Uno cuelga sus ojos al objeto volador y se encuentra entonces con un cielo que, desde todos los tiempos, mira impávido, como Dios

 

Alvaro Pérez García

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Mirror,mirror

Miguel Erre: un pasajero. “La primera vez que me fui de mi casa tenía 10 años. Ya había muerto Mamá Flora y recuerdo que me imaginaba yéndome con un palito al hombro y una bolsa con ropa atada en la punta, como en las historietas dibujaban a los homeless.” No logró marcharse entonces, pero el ansia de fuga persistió. A los 23 años fue de visita a Buenos Aires y se quedó tres años. “Montevideo me deprime: no he tenido, viviendo allí, más que la obsesión de suicidarme.” Al comienzo de los noventa participó de la activa escena del rock nacional. Hay un video en Youtube donde se lo ve cantar “Pasajero en un tren” y bajo su campera negra de vocalista asoma una camiseta con la cara de Onetti. “Siempre escribí. La música fue una casualidad. Laburaba en un pub de los que había entonces en la movida, en la Taberna del Licnobio, yo ponía música y atendía mesas de a ratos, y lo hacía cantando canciones de The Smiths; cuando por allí cayó una vez el guitarrista de Traidores, me oyó y yo le mostré mis letras; le encantaron, así que me propuso cantar. Siempre bromeo que lo mío fue al revés: cantar para 6 mil personas primero y después declinar hasta llegar a cantar para 30.” Aun hoy, en los poemas brevísimos se trasunta el letrista: “Estos pétalos de mármol/ mis párpados, mi desvelo”, y en el letrista, al poeta. En sus orígenes montevideanos colaboró con revistas under y armó una propia, Spleen, integró bandas de rock con títulos como Día de Duelo o Réquiem para Nadie. Hace ocho años que Miguel Erre se radicó en Rosario, Argentina. En las mañanas pasea perros ajenos por la rambla, a orillas del Paraná, mientras lee a Bernhardt o a Pessoa o, últimamente a ­Knausgård; ya está terminando la larga saga proustiana del noruego, “porque a veces también soy un lector esnob”. “En esa época no teníamos dinero para libros –empieza uno de sus textos–, ni para libros ni para nada, lo poco que podíamos leer eran libros robados de librerías y bibliotecas, ya que ir a leer a una biblioteca nos parecía algo tan espantoso como ir al dentista o a un museo.” Nunca ha dejado de escasear el dinero, ni él ha parado de leer salvajemente; parece haber leído todos los libros. Mientras, sigue escribiendo compulsivamente, textos en prosa, posts, poemas, canciones, crónicas, todo sirve. Y casi todo sale de una, mientras bebe y fuma, sirviendo a la escritura, como a su verdadera adicción. Le pregunto por el dolor que hay muchas veces en lo que escribe: “Hay gente a la que ni siquiera se le ha muerto un perro en toda su vida”, responde. Hay una orfandad de dos madres en su pasado, y de ningún padre, porque su madre biológica estuvo ausente y la que amó como propia murió demasiado pronto, y al padre no lo conoció. En “Naufragio” ese dolor asoma inesperado ante la marcha de los desaparecidos: “Estaba a media cuadra y aún veía la procesión de afiches de rostros en blanco y negro de desaparecidos y la marcha silenciosa. Me pregunté quién organizaría una marcha donde todos los malparidos como yo tuvieran la oportunidad de llevar el estandarte en blanco, la fotografía imposible del padre que nunca conocerían, el nombre de alguien que ni la puta madre puede recordar”.

Le pregunto por su extranjería: “He sido extranjero desde la escuela primaria, cuando mi apellido no concordaba con el de Florentina López de Picún, que era mi madre, sin serlo. Ser extranjero es asumir que sos puto a la vez que los diarios descubren que existe el sida, la peste roja. Y, a veces me siento extranjero del mundo”. Reconoce haberse ido para ser otro, porque no le gustaba el que era en Montevideo, “aun si estás gastado de vos mismo, sos más otro para quien te descubre por primera vez”.

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Dos escritos de Miguel Erre

El mar inexistente

 

Estaba leyendo en el bar, en una de las mesas sobre la vereda. Hacía frío pero estaba tomando whisky. Sobretodo negro, bufanda y gorro, cigarrillos y whisky: con los pies apoyados en el travesaño del asiento, podía sostener la lectura con el libro en las rodillas.

 

Inmerso de golpe en una corriente tibia, sentí pasar las olas suaves de pendejos que venían por la vereda, los sentía pasar, rozarme, alejarse, seguir su marcha.

 

Sentía las olas, su murmullo irregular, sentía las miradas sobre el tipo de negro sentado solo en el frío leyendo indolente, con el rostro congelado sobre las páginas, dejándome mirar y admirar, reprimiendo el gesto de alzar los ojos y entrecruzarme con las miradas luminosas de los pendejos ahora un poco más alborotados, que seguían pasando en grupos, efervescentes y ansiosos como un mar que despierta.

 

Dilataba el momento de zambullirme en el agua fresca y tibia, y quedarme parado con el agua a la altura de la cintura, ver venir las olas y dejar que me golpearan suavemente la cara, bifurcaba sin esfuerzo mi atención entre el libro y los pendejos que pasaban un poco más allá de la página que leía, en el borde de mi campo visual, las suaves olas en la tibia corriente de la vereda, cada vez más espaciadas y silenciosas.

 

Fue entonces que alcé los ojos para beber y vi el cauce vacío, desde la mitad de la cuadra donde estaba sentado hasta los semáforos de la esquina. Giré el rostro con el cuello entumecido, miré hacia atrás, y el último pelotón ya se perdía de vista en la esquina siguiente, se desvanecía como olas en la arena.

 

La brigada de rescate había pasado a mi lado y yo no había hecho ningún gesto para ser salvado. Era una tabla flotando en el agua, en el lugar del naufragio.

 

Tenía los ojos húmedos de frío, y la luz roja del semáforo de la esquina parecía una flor impresionista.

 

La cuadra estaba casi vacía.

 

Bebí otro trago de whisky. Había pasado el desfile de los efebos a la salida del colegio y yo había llegado tarde. Cerca de mi mesa, como una serpentina, quedaba una hoja de cuaderno que alguien dejó caer, con una ecuación sin resolver.

 

La cuadra estaba vacía y comenzaba a oscurecer.

 

Yo era un témpano que se acababa de desprender de un continente congelado. Pero la corriente de olas cálidas era un recuerdo de las últimas horas del atardecer, y ahora estaba frío e inmóvil en el umbral violeta de la noche.

 

Yo era un témpano abandonado a la orilla de un mar que no existía.

 

 

Vértigo

 

 

Y entonces uno podía sentir la brisa fresca en la cara, el viento leve que atravesaba la tela de la piel provocando una sensación de placidez extraña, como estar tirado en un atardecer de esos con nubes de colores violeta y el mar que comienza a oscurecerse en el borde de la pantalla de la mirada y el sol que desa­pareció sin uno darse cuenta, una placidez, un estar así sin que nada importe y perdiendo levemente la conciencia de ser, de estar, borrarse con el sol que ya desaparece del todo, quedarse así tirado pensando en nada y siendo nada por instantes, mirando las nubes violeta sin planes ni propósitos, sin tener adónde ir y sin nadie que espere o reclame una llegada puntual, una promesa, un deber, así entonces era la brisa fresca en el rostro, en el cuerpo y en el ánimo, como el alma de una nube, ir caminando lentamente mientras se permanece sentado bebiendo el vino fresco que baja y sube, así era al principio, el lento y decidido caminar de pensamientos sin cuerpo hacia el borde del abismo sin bordes, así era que todo se iba transformando en nube y uno dejaba de ser uno para ser sólo una bruma de voces y gestos indefinidos y sin sentido, caminando en una nube hasta el fondo aparente de todas las cosas, los propósitos nunca confesados, los planes de última hora, las confesiones vergonzantes y las opiniones despiadadas, la crucifixión de la culpa y la nube en los ojos y en el pensamiento, más veloz ahora entre la niebla de recuerdos difusos y amantes muertos, veloz y decidido mientras la marea del vino tinto lo cubre todo, esas nubes violeta que se oscurecen en la sombra de la noche por las que uno camina ciego, y el vértigo de la sangre quiere estallar como un volcán en el cerebro enajenado, mientras los pies van tanteando en el aire del abismo entre refucilos y truenos y lluvias repentinas en un limbo siniestro, cayendo al abismo sin fondo, rodando entre la niebla de sensaciones irrecordables, arrasando al pasar todo vínculo real o imaginario que nos una con algo, como una escoba ciega despegando telarañas en los rincones de las paredes, como la taza gigante de un mar volcada sobre un continente, caer despojado de afectos y de propósitos, caer al fondo del abismo sin fondo sin culpa y sin recuerdos, y sin escalas hundirse en un sueño hecho de olas gigantes y aviones que se estrellan, un sueño con eyaculaciones imposibles y amigos inexistentes y amantes suicidas, caer sin escalas en un sueño así, sin sentir nunca el golpe de los ojos y del cuerpo cuando llega al piso del suelo del fondo del abismo sin fondo. Nada más un cansancio corporal y un entumecimiento de las ideas al despertar, sintiendo asco por uno y los cigarrillos apagados en el suelo, las manchas de vino en el piso y en la ropa, el asco y las ganas de morir cuando de a poco, como en una mañana estival, el relente se disipa y uno vislumbra, aún tirado en la cama, rascando de la comisura de los labios la resaca violeta, uno vislumbra la inutilidad de todo, que es uno mismo y también el resto, y el recuerdo difuso de una noche de excesos se revela lentamente, para redoblar el asco y el sinsentido de todo. Y como un techo que se descascara y sus pedazos caen al suelo, así la noche anterior y su recuerdo nublado no son más que escombros que yacen alrededor de la cama, en el suelo de la noche anterior, y uno se tapa hasta la cabeza y aprieta los ojos con fuerza, implorando el sueño.

 

Necesito un trago.

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