El lado salvaje - Semanario Brecha
Primera edición uruguaya de Los cantos de Maldoror

El lado salvaje

La editorial Hum anuncia la primera edición uruguaya de Los cantos de Maldoror de Isidore Ducasse a 150 años de su publicación original. Una obra que se volvió central en la literatura francesa después de la revolución surrealista iniciada en 1924 y que lleva varias ediciones anotadas en su idioma original. Sin embargo, en Uruguay, país donde nació Ducasse en 1846, su obra tuvo una digestión más lenta, que va del Novecientos a octubre de este año, cuando salió de imprenta este hermoso libro.

Isidore Ducasse retratado en estudio. wikicommons, s/d de autor

La tapa es negra y tiene el detalle de una obra de Carlos Musso. El texto final estuvo al cuidado de Alma Bolón y Beatriz Vegh, que adaptaron la traducción del español Ángel Pariente, publicada en 2000. Antes de que esta edición viera la luz, el público lector uruguayo tenía tres formas de acceder a Ducasse. Podía recurrir a las ediciones españolas, que son muchas y comenzaron en 1925 con una publicación parcial de Los cantos de Maldoror, con prólogo de Ramón Gómez de la Serna y traducción de su hermano Julio. Por nombrar otro ejemplo, también existe una edición de la editorial Cátedra, con traducción y estudio preliminar de Manuel Serrat Crespo. Sacando estas versiones, la otra opción era acceder a la traducción de la obra entera de Ducasse publicada en Buenos Aires por el poeta y ensayista Aldo Pellegrini en 1964. Cinco años después, aparece en Montevideo una edición parcial, con selección y traducción de Gabriel Saad, que acompaña el último fascículo de la colección Capítulo Oriental (número 44), dedicado a tres «uruguayos de Francia»: Lautréamont –seudónimo de Ducasse–, Laforgue y Supervielle. Es un volumen de pocas páginas que todavía circula en librerías y ferias, ilustrado con un detalle muy saturado en negro del cuadro Saturno devorando a su hijo, de Goya, que se desarma con sólo mirarlo.

En el prólogo, Alma Bolón explica que el «Canto primero» fue publicado por Ducasse, anónimamente, en 1868 y, al año siguiente, la versión completa con los seis cantos salió en Bélgica, ya con su seudónimo. Según la profesora, el libro no se distribuyó en Francia, pese a los esfuerzos del autor. Entre abril y junio de 1870, Ducasse publicó Poesías I y II y el 24 de noviembre falleció en París. Finalmente, en 1890, Los cantos de Maldoror se editaron en esa ciudad y, afirma Bolón, esa será «la edición que conozcan los surrealistas y la que entusiasme a sucesivas generaciones de artistas, intelectuales y lectores refinados, que encuentran en esa poesía un logrado propósito de desafío y de revuelta del orden comúnmente admitido».

Los surrealistas, por ejemplo, hicieron famoso el fragmento: «Es hermoso […] como el encuentro fortuito sobre una mesa de disección de una máquina de coser y de un paraguas», que sería clave en la definición de su poética. Otro tanto ocurre con otra frase: «La poesía debe ser escrita por todos, no por uno», que aparece en el prólogo de Poesías. Es que la poética de Los cantos… atenta contra los «ciudadanos de bien», contra las buenas costumbres, dios y las instituciones. Y en ese sentido, a partir de su recuperación por parte del surrealismo, se volvió un libro muy influyente para los escritores franceses y de todo el mundo.

RARO Y DEMONÍACO

Antes de la emergencia de la vanguardia surrealista, América Latina supo del Conde a través de Los raros (Buenos Aires, 1896), de Rubén Darío. El libro era un canon excéntrico de autores europeos, aunque también estaban Edgar Allan Poe y José Martí, entre otros, cuyas biografías y estéticas se proponían como un programa literario para «la aristocracia intelectual de las repúblicas de lengua española» o «los buenos trabajadores» (lo que más les guste), cuya «única y principal insignia» era el arte. El poeta introduce el texto «El Conde de Lautréamont» como capítulo IX, bajo el título «El endemoniado», y se atribuye el haber dado a conocer «al infeliz y sublime montevideano» al público americano en nuestra ciudad. El texto habla de las condiciones en las que emerge la obra del Conde, indica que fue el poeta Léon Bloy (cuya biografía forma parte de Los raros) quien llamó la atención sobre su literatura, que se sabía poco de la vida del autor y que su obra era poco conocida «fuera de un reducidísimo grupo de iniciados».

Los cantos de Maldoror, de Isidore Ducasse. Traducción de Ángel Pariente, al cuidado de Alma Bolón y Beatriz Vegh. Hum, Montevideo, 2020, 334 págs.

El texto de Darío viene marcado por ese endemoniado del título. Califica Los cantos… como un «breviario satánico», afirma que sólo puede haber sido escrito por un «poseso» o un «loco», y que por eso tiene contactos con Poe, quien, a diferencia del Conde, «fue celeste». Darío se hace eco de la interpretación de Bloy respecto a que el odio hacia «el Creador» es vago y «no toca nunca los Símbolos». También señala que el texto «hace daño a los nervios» y que no recomienda su lectura para «la juventud». Aún enmarcado por esta interpretación, Darío identifica elementos centrales de la poética del libro con relación al cuerpo y los animales: «En las seis partes de su obra sembró una Flora enferma, leprosa, envenenada. Sus animales son aquellos que hacen pensar en las creaciones del Diablo, el sapo, el búho, la víbora, la araña». Y en realidad se queda corto, porque menciona solamente los referentes reconocibles, pero en Los cantos… habitan también seres extraños, híbridos, hermafroditas, fantasmas, vampiros.

En 1959, la investigadora Sidonia C. Taupin publicó un artículo en la revista Comparative Literature con un título provocador: «¿Había leído Darío a Lautréamont cuando lo incluyó en Los raros?». La crítica concluye que es muy probable que el poeta haya tomado todas las citas de Los cantos… de un artículo de Léon Bloy publicado en la revista La Plume en setiembre de 1890, pero también destaca que fue Darío quien encendió la curiosidad de los lectores rioplatenses y probablemente de toda América Latina. A su vez, sostiene que fue la recuperación del surrealismo francés la que despertó el interés definitivo de la vanguardia latinoamericana. Habría que preguntarse qué tanto pudo influir el misterio que Darío instaló sobre la identidad del Conde en las búsquedas de documentos sobre la vida de Ducasse en Montevideo llevadas a cabo por los hermanos Gervasio y Álvaro Guillot Muñoz en los años treinta. Además de hallar documentos importantes para su biografía, los autores encontraron toda una mitología alrededor de Lautréamont, alimentada por algunos poetas modernistas montevideanos.

La historia de Ducasse y de Los cantos de Maldoror en Uruguay tiene este comienzo, pero se extiende por todo el siglo XX y llega al presente. Sería imposible reseñar aquí su impacto en la obra de diversos artistas (de todas las disciplinas), en la conformación de distintos colectivos y en la producción crítica y de investigación literaria. Como sostiene Bolón, la obra «sigue hablándole a nuestro azoramiento». No se puede no estar de acuerdo con esas palabras, que cierran el prólogo y dan entrada al «Canto primero».

EL LADO SALVAJE DE LA VIDA

En la nueva edición, cada canto tiene una portadilla ilustrada por Musso en blanco y negro. La página está impresa también en negro. Los dibujos remiten al bestiario del texto, al escarabajo negro que, en el «Canto quinto», hace rodar una bola de «materia excremencial». El primer recuerdo que tengo de Los cantos… es la advertencia del narrador: «Dirige tus talones hacia atrás, no hacia adelante». El diálogo con el lector estructura la obra en lo que sigue; no sólo se le advierte que es un libro sobre la crueldad y el mal, sino que también se lo guía y, como en los folletines, se le recuerdan aspectos de los cantos precedentes. El lector es una coartada para desarrollar un yo irónico que reflexiona sobre los propios mecanismos de creación del texto, sobre el estilo de su prosa o sobre la poesía.

Hay que hacer un esfuerzo para situar al lector en el contexto del siglo XIX. En el Libro de los pasajes, Walter Benjamin se detiene en la cuestión del interior burgués, el estuche en el que habita el hombre y en el que se dejan huellas. Es en el interior de las casas que se buscan huellas del crimen en la literatura detectivesca, que Benjamin ejemplifica en los relatos de Poe. Podemos imaginar al paterfamilias sentado en su habitación leyendo Los cantos de Maldoror. Leyendo escandalizado: «Hice un pacto con la prostitución para sembrar el desorden en las familias». Recorriendo las múltiples escenas de violencia, de violación, de tortura o de asesinato en las que ningún detective podrá resolver el crimen. En el «Canto quinto», el narrador acude al lector, le pregunta hacia dónde va el escarabajo con su bola y apela a su «conocida pasión por los enigmas». Si bien hay escenas en el interior burgués en las que padre, madre e hijos dialogan, la mayoría transcurre en espacios abiertos (la calle, la costa) o en espacios fuera de la casa burguesa, como el prostíbulo. Es que la obra de Ducasse plantea precisamente la destrucción del hombre y de la idea de dios. En el «Canto segundo», el narrador dice: «Mi poesía consistirá en atacar, por todos los medios, al hombre, esa bestia salvaje, y al Creador, que no debería haber engendrado a semejante gusanería». Esta línea atraviesa todo el libro y marca también la construcción del autor, que se esconde tras un seudónimo y construye a Maldoror, que bien podría ser otra de sus máscaras. A su vez, el yo tiene múltiples caras, a tal punto, que es difícil definir quién habla: «Es un hombre o una piedra o un árbol el que va a iniciar el cuarto canto». El yo de la enunciación no ríe, dice que hace 30 años que no duerme, no ama. Se dice también que en Maldoror «sólo brillan reflejos del cadáver». Al tiempo que el cuerpo humano se descompone o se violenta, y sangra, el narrador se convierte en cerdo, Maldoror abandona la forma humana o emergen seres de cuerpos inclasificables.

No se trata solamente de violentar el buen gusto del burgués del siglo XIX y lograr que el padre se mueva, incómodo, en la silla de su biblioteca, al calor del fuego, mientras su esposa, silenciosa, lee una novelita romántica. La experiencia del Hombre, del Individuo, de la Conciencia, así, con mayúsculas, se desintegran en Los cantos de Maldoror. Es esta revuelta la que interpreta el surrealismo, la que lo conduce a abrir las puertas del inconsciente y la que impregna otras poéticas malditas. Y tal vez esa fuerza explique que recién en 2020 tengamos en nuestras manos la primera edición uruguaya completa.

Primera edición de Los cantos de Maldoror, realizada en 1874, con la firma del reconocido encuadernador George Leroux Édition-Originale.com

Hace ya más de 50 años Roland Barthes escribía sobre el concepto de texto, sobre las posibilidades que ofrecía abstraerse de la materialidad de la obra y abrirse al campo de la intertextualidad. Los cantos de Maldoror son un buen ejemplo de cómo un texto se hace en el diálogo y en la tensión con otros textos. Más cerca en el tiempo, Roger Chartier recuerda que las experiencias que tenemos de un texto están mediadas por una materialidad: leemos a través de un dispositivo, un libro o una pantalla. En eso reside la importancia de esta edición que presenta Hum a los lectores y las lectoras en Uruguay, en la posibilidad de sostener en nuestras manos una excelente edición de Los cantos de Maldoror, adaptada a nuestra variante del español, en una caja de texto cómoda para la lectura, impresa en un buen papel, en un formato pequeño y manejable, que no se desarma al manipularlo.

CODA

A riesgo de parecer un moralista y hacer caer sobre mí la «cólera implacable de las alturas», como afirma el narrador, debo decir que, en varias ocasiones, las imágenes y los relatos de Ducasse lograron incomodarme, me dieron asco. Hace más de 20 años Los cantos de Maldoror me resultaban una provocación sublime. En mi cuarto de joven de clase media había también ejemplares de la revista Cerdos & Peces, en la que se pasaban algunos límites que hoy pueden resultar inaceptables para el «alma tímida» a la que se dirige el narrador al comienzo. Hemos tenido múltiples experiencias del mal como las que se relatan en Los cantos…, muchas de ellas registradas por víctimas y sobrevivientes, sin el tono irónico de Ducasse.

Al finalizar la lectura pienso en las formas actuales de la dominación a las que se ven sometidas las personas, las vidas sojuzgadas, los genocidios, las muertes por violencia basada en género, entre otras violencias. La «carrera del mal» que inició Maldoror es de papel; lo sé, lo sabemos. Pero que sus imágenes tengan o puedan tener todavía un efecto revulsivo hace pensar que, tal vez, es posible seguir apostando a un arte que explore los márgenes, las zonas prohibidas, lo no dicho y encuentre allí su potencial político.

La leyenda del conde y los poetas del Novecientos1

Al despuntar nuestro siglo, los poetas montevideanos fundaron, reeditaron o rehabilitaron algunas revistas que llegaron a ser voceras de la tendencia decadentista y parnasiana de importación francesa, y en las que la poesía gauchesca tenía poco sitio. Los redactores de una de esas publicaciones, titulada La Alborada, rendían un culto semirromántico a Lautréamont y contribuyeron a enriquecer y complicar su leyenda con los mitos y relatos más extravagantes.

Un escritor del círculo de esa revista se jactaba de ser hijo de Lautréamont y se llamaba a sí mismo «el bastardo luminoso de Maldoror». Sobre él corrían las historias más descabelladas. A ese presunto hijo de Ducasse, poeta originario del trópico e incinerado por los soles de Capricornio, se le suponía depositario de legajos del Conde de Lautréamont que guardaba piadosamente entre alhajas rusas, reliquias indostánicas, miniaturas persas y una serie de objetos abigarrados e infantiles que podrían servir para la decoración de algún melodrama suntuoso o para un bazar de relumbrón.

Un asiduo visitante del grupo de La Alborada adoptó una ocurrencia que Augusto Vitu había tenido a propósito de Baudelaire y repetía en todos los cenáculos: «Lautréamont es una piedra de toque: disgusta invariablemente a los imbéciles».

Otro poeta de la misma capilla, agresivo contra lo que él llamaba la moral casera, célebre por sus desplantes frente al clero y a la plutocracia, habitaba una casa de apariencia modesta en cuyo interior se exhibía un retrato del Conde de Lautréamont hecho por un grabador anónimo que se había limitado a copiar casi el dibujo de Valloton estampado en Le 1er. livre des masques de Rémy de Gourmont.

Este poeta montevideano, célebre por las reacciones de su carácter antojadizo y por lo que él llamaba con orgullo su licantropía, se entusiasmaba con Gérard de Nerval, Gracián, Leopardi y Martín Fierro, y se inspiraba en los gestos del excéntrico Pétrus Borel. Un día tuvo la ocurrencia de instalar sobre un antiguo altar de caoba, procedente de una parroquia de Entre Ríos, un retrato que pretendía representar a Lautréamont y en el que este aparecía con una aureola dorada a la manera de un ícono. La imagen caprichosa, alumbrada por la luz vacilante de los cirios, llevaba esta leyenda en letras rojas: «Un poeta montevideano sin miedo y sin tacha». Más abajo había un letrero que decía: «Caminante, anuncia al Mercurio de Francia que Lautréamont salvó a su ciudad natal y a la literatura francesa. Es para Montevideo lo que Santiago para España. Caminante, no olvides tu cometido, no te aflijas y no hagas esa mueca».

  1. Tomado de Escritos, de Gervasio Guillot Muñoz, Colección de Clásicos Uruguayos, vol. 180, Montevideo, 2009. Antología, prólogo y notas de Pablo Rocca.

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