En la historia del Uruguay, las conmemoraciones han despertado numerosas polémicas. A la fecha, la historiografía sigue debatiendo el ciclo conmemorativo abierto en 1925 y las consecuencias de la celebración del barroco «sesquicentenario de los acontecimientos de 1825», con el que a partir de 1975 la dictadura civil militar buscó construir su relato cultural fundante a partir de la idea de orientalidad. Quienes nos dedicamos a la investigación histórica ya sabemos que cualquier conmemoración –en el lugar del mundo que sea– está más orientada hacia el presente que hacia los hechos a recordar, que el pasado no está regido por leyes, que hay una diferencia entre la historia como disciplina y la memoria (individual y colectiva).
Los contextos de conmemoración contribuyen a construir una memoria social, un sentido identitario y de pertenencia a un colectivo que nos excederá en el tiempo. Pero las fiestas cívicas, las celebraciones, no son inocuas ni neutrales, sino resultado de lugares de enunciación. La decisión de priorizar determinados actores o momentos fue parte de la estrategia cultural del Estado uruguayo a lo largo del siglo XX (e incluso en lo que va del XXI). Alcanza con ver qué recordamos en forma colectiva gracias al peso y el influjo de 140 años de educación histórica estatal y a los instrumentos (monumentos, cuadros, libros) que la han resignificado. Todos y todas tenemos imágenes de bustos, líderes, héroes, desfiles militares y niños de túnica y moña en fila. En estas interpretaciones, la independencia nos fue «dada» por hombres blancos que dejaron todo por la patria y que buscaban construir una nación.
Una conmemoración (de 300, 200, 100 o 15 años) tiene que ser una instancia para interpelar, para plantear, a partir del análisis de los acontecimientos pasados, los problemas de la sociedad actual, y, sobre todo, para pensar en el porvenir. Algo bueno de la generación de los primeros centenarios (la que va desde la celebración de la batalla de Las Piedras en 1911 hasta la de la jura de la Constitución en 1930) es que pensaba el país de los próximos 100 años, que imaginaba soluciones, pero, sobre todo, que no quedó inmóvil ante los desafíos de la hora. Por supuesto, no se trata de construir otro altar heroico, pues esa generación tuvo luces y sombras (algunos llegaron a ver dos dictaduras, entre 1933 y 1938 y entre 1973 y 1985).

Podríamos sostener que ya no alcanza con la pretensión de construir un imaginario histórico total. Hoy sabemos que cualquier muestra histórica tiene que ser un punto de partida para el debate y la crítica constructiva. Por supuesto, esto no implica desconocer la experticia de quienes participan en la elaboración de guiones y contenidos. La curaduría de la muestra instalada en el Museo Histórico Nacional1 recorre (a través de objetos, cuadros, fotografías, vestimenta) protagonistas, momentos claves y etapas de conmemoración de 1825. Lejos de discutir si la independencia fue en 1825, 1828 o 1830, el objetivo está puesto en los múltiples significados de la idea de independencia en el presente. Nos importa mostrar que los sentidos de la conmemoración variaron entre los distintos grupos que conformaron la sociedad. La muestra recupera los acontecimientos y los problematiza para desmontar lo que el historiador Mario Carretero ha llamado narraciones maestras, es decir, los mitos sobre los orígenes, los patrones generales que, reiterados e incorporados en la escolarización, han contribuido a imaginar y pensar la nación de una forma lineal y homogénea. En estas versiones la identidad era preexistente a los acontecimientos. Era cerrada, indiscutible. Asimismo, existía una excesiva preocupación por los episodios militares, así como periodizaciones y escalas espaciales reducidas a perspectivas nacionalistas. De este modo, se buscó construir la imagen de un ser nacional «puro», que anuló los debates sobre la diferencia o distinción por origen étnico, social o económico. Incluso fueron juzgadas en forma negativa, como advirtió Carlos Real de Azúa, las advertencias de los historiadores que se refirieron a la existencia de proyectos políticos que no estaban en sintonía con una independencia total (federaciones, protectorados, incorporación a monarquías).
En la exposición buscamos mostrar que en el siglo XIX el concepto de independencia podía encerrar un carácter cercano al significado actual del término, que convivía con la libertad de gobernarse de acuerdo a leyes y formas de organización soberanas, sin que eso resultara contradictorio con la unión o asociación a otras unidades políticas (por ejemplo, a las Provincias Unidas del Río de la Plata). La diversidad de opciones independentistas no brotó de un sentimiento nacional preexistente ni de objetivos proclamados a priori, sino a partir de la coexistencia de proyectos políticos diversos. Por eso 1825 tiene varias interpretaciones posibles. Podríamos preguntar: ¿qué tuvo de revolucionaria la revolución de independencia? (parafraseando el título de un artículo de Robert Darnton sobre la revolución francesa). Es decir, ¿podemos leer los acontecimientos de 1825 como una revolución social? Porque la idea de independencia como ruptura política vale como interpretación de los acontecimientos de 1825, pero también vale la defensa de la libertad individual; pensemos en un esclavizado que peleó en la guerra contra Brasil y reclamó y obtuvo su libertad. ¿Hay algo más revolucionario que pertenecer a los sectores sociales más bajos de un supuesto orden natural y pelear para alcanzar la libertad individual? Es cierto que esta población esclavizada fue la excepción y no la regla, pero los afros (o los amerindios o los trabajadores del «bajo pueblo») estuvieron muy vinculados a la coyuntura abierta en 1825 y presentaron reclamos y demandas.
Mostrar las distintas nociones sobre la independencia tiene que ser una parte central de cualquier contexto conmemorativo; por eso –otro acierto de la dirección y los equipos técnicos del museo–, la muestra se cierra con preguntas sobre cómo imaginamos el Uruguay del futuro y qué implica ser independiente hoy. De nuevo el presente resignifica esta visión; es decir, preguntamos qué es ser independiente a la luz de una sociedad uruguaya diversa en términos étnicos y sociales, desigual en lo económico y cruzada por la pobreza en toda su extensión geográfica.
Posiblemente, el debate sobre si nacimos en 1825, 1828 o 1830 tenga un significado más bien tenue para quienes hoy están atravesados por alguno de los problemas del presente, aunque seguramente esas mismas personas participen en los rituales memorialísticos de repetición y en la más temprana infancia enternezcan ataviados como aguateros o vendedoras de pasteles. Las historias patrias hoy no movilizan. Y esto no se debe en exclusividad a lo mal que se han pensado los acontecimientos pasados (vamos, que Uruguay tuvo y tiene grandes investigadores en historia), sino a cambios culturales y sociales, a que las exposiciones o conmemoraciones armadas para hace 100 años no cautivan ni sirven para problematizar algunas de las dificultades actuales. Por eso, la muestra es una invitación a mirar lejos, a tomar como excusa los acontecimientos de 1825 y a explorar la sociedad, sus problemas y contradicciones, a partir de la idea de independencia que tiene cada uno. Quizá nos podamos reunir para discutir nuestros enormes desafíos (la pobreza con rostro de niños y niñas, con crisis ambientales permanentes, la pelea por la ampliación de derechos) y, a la luz del pasado, resignifiquemos nuestra historia para pensar el país y el mundo que buscamos y queremos construir.
Es cierto que la idea de futuro tampoco anima los debates como en épocas pasadas (pensemos en el fin de grandes proyectos, como revoluciones o reformas), pero tampoco es sano para una sociedad congelar su pasado. Debatir, discutir, abrir canales para el diálogo y la interpelación puede ser una forma, si no de conquistar, al menos de imaginar el futuro. Ojalá el contexto del bicentenario y sus epifenómenos, como la muestra exhibida en el Museo Histórico Nacional, permitan esta necesaria tarea.
- La muestra se inauguró el miércoles 20 de agosto en la Casa de Rivera (Rincón 437 esquina Misiones). El autor es uno de los curadores invitados. ↩︎


