El lenguaje es un virus - Semanario Brecha

El lenguaje es un virus

Leído el primer cuento de los 19 que componen “Té de benteveo”, ya estamos en forma para concluir que el primer libro de ficción de Guillermo Lamolle (Montevideo, 1962) echará mano, en buena medida, a las artes del juego y del humor.

Ya el título del libro lo prefigura, en parte. Abierta la primera página un “proverbio marciano” – “Y poco a poco, la tela/ con paciencia,/ teje su araña”– nos acerca a la confirmación. Y leído el primer cuento de los 19 que lo componen, ya estamos en forma para concluir que el primer libro de ficción de Guillermo Lamolle (Montevideo, 1962) echará mano, en buena medida, a las artes del juego y del humor. A Lamolle se lo conoce sobre todo en su calidad de músico, como integrante fundamentalmente, de Asamblea Ordinaria y de Los Mareados. También gracias al Carnaval, como letrista, arreglador y director de La Gran Siete. La solapa del libro agrega que también actuó en varias obras de teatro y que es autor de una –El momento–, estrenada en 2009 en el teatro Circular. Además es oceanógrafo y tiene una maestría y un doctorado en biología (Udelar) y participa, sobre todo, en investigaciones sobre genómica y evolución molecular. Es autor de dos libros sobre Carnaval: Sin disfraz. La murga vista desde adentro (1988, en coautoría con Edú Lombardo) y Cual retazo de los suelos (2005). Todo lo cual, así expuesto, introduce a un escritor del que bien puede esperarse cualquier cosa.

Pero ya lo habíamos adelantado y nos encarnizamos con ello: el juego y el humor signan un libro que ostenta, potencialmente, la libre y poderosa imaginación de los niños, dicho esto en calidad de elogio, claro está. Por otro lado, está el revés de un registro poderosamente irónico y paródico sobre todo lo que toca. Lo que hace Lamolle en este breve libro es bastante impronunciable: porque no se trata de cuentos fantásticos (aunque concurran elementos de esa índole), ni de relatos sobrenaturales (aunque en algún caso puedan deducirse atributos en ese sentido) ni de fantasía o ciencia ficción, si bien Lamolle toma elementos de todos esos géneros y los parodia. Y es que, como ya se ha dicho, su discurso es esencialmente paródico. Y los géneros mencionados sólo pueden considerarse bajo la luz de esa metadiscursividad infecciosa que está en la base de las operaciones intelectuales habituales en sus narradores, caso por ejemplo, de la paradoja. Cada cuento es regido, además, por una premisa propia, y a ella y sólo a ella se debe la eficacia o la ineficacia de cada historia. Juego y humor (no el de la carcajada sino el de la semisonrisa cómplice), aventura e ingenio intelectual –en algunos casos, cercano a lo que a veces propone Maslíah, y mucho antes Pirandello– son algunas de las coordenadas por donde caminan las historias. Historias que pese a su manía autorreferencial –el lenguaje es un virus, dijo Burroughs y Lamolle podría suscribir a pies juntillas la famosa máxima– no dejan de contar, es decir, de hacer cuentos, y de hacerlos con un desenfado imaginativo que, una vez más, nos coloca en el presente de un juego y nos toma como interlocutores directos de ese juego mientras las palabras desfilan ante nuestro ojos. Es decir, la escritura se comporta como si se estuviera escribiendo a sí misma en el momento en que la leemos, y de ahí un estado de alerta y fermental empatía entre lector y narrador. En “La lontananza”, que abre el conjunto, el recurso se hace carne y no podría ser más literal:

“—No sé por qué te arriesgás; alguien podría sospechar.

—En realidad lo hice porque el tipo iba a escribir un cuento a partir de lo que yo le dije. Me gustó la idea, casi me sentí halagada. Es más, lo está escribiendo justo ahora (…)”.

En “Los ojos bien abiertos” un hombre que tiene por vicio monologar en voz alta es, por eso mismo, capaz de distraerse incluso de su propio universo existencial. “El enredado caso de Jack Cebollas Zig” es una suerte de artefacto discursivo que juega con lo nominal y con lo parental (sí, de parientes) y el cuento más –si se tolera la expresión– guarango del conjunto. No es que los demás sean guarangos, pero Lamolle, como algunos niños, no está interesado en los límites de sus propios devaneos lingüísticos, y se deja ir, se deja ir, como si estuviera librando una batalla contra la autocensura.

En muchos cuentos la prosa se mira a sí misma, se detiene, se engulle y regurgita, para a continuación volver a salir de sí misma más o menos intoxicada de nuevas palabras que se engullen y se regurgitan y así. En “Hay que avisarle a María”, la “estafa” del final, y que no revelaremos para no echar a perder el cuento, nos deja sosteniendo el libro como tarados mientras una media sonrisa se dibuja atónita en la cara. “Juan y las olas” es el más excéntrico del conjunto, y precisamente porque se lee como un relato realista (aunque no lo sea): aquí es donde es posible apreciar con mayor nitidez las habilidades técnicas de Lamolle y donde es dable pensar y soñar con un libro suyo que fuera todo en ese registro. En “La crisis”, el protagonista es “Bermejo” –estoy segura de que Lamolle escribe “Bermejo” con fruición–, un “Bartleby” atormentado por la manía de no estar, o de estar siempre en otro lado, un pobre señor al que le cambian todo el tiempo los contextos. “Réquiem por un dinosaurio” presenta un mundo al revés donde es “la ley del hampa” la que enjuicia al juez (y es también una reflexión sobre la justicia repleta de inteligencias), aunque, treta corriente en estos cuentos, “lo malo de todo esto es que no recuerdo haber viajado en ninguna máquina del tiempo. Por lo tanto, soy el que vive naturalmente en esta época. Aunque tampoco recuerdo como terminé siendo un personaje de mi propio cuento, y sin embargo, aquí estoy. Tal vez el que viajó al pasado dentro de un rato, y se hizo matar como un idiota, no fue el Lamolle de verdad, sino el del cuento”.

El arte de unos ciertos sujetos invisibles da pie a “SPPV”, y en “Escuchás algo” el diálogo una vez más reproduce las infecciones y malentendidos de la lengua. Hay otros cuentos que como éste echan mano a la paradoja, a la matemática frustrada y la lógica pervertida con que operan ciertas formas del lenguaje. “Té de benteveo”, el más largo del conjunto y que presta el título al libro, es de un verdadero desborde imaginativo. El lenguaje y la ocurrencia mandan y aquí no es cuestión de hacerle zancadillas a una cadena barroca de comparecencias excéntricas. Es sólo una idea, pero qué grato sería ver qué ilustraciones conseguirían los niños a partir de esta historia.

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