“Una página de Di Benedetto es inmediatamente reconocible, a primera vista, como un cuadro de Van Gogh.”
Juan José Saer
El aserto de Saer que sirve de epígrafe a estas líneas no peca de exceso. Y sin embargo, hasta el día de hoy –y en particular a este lado del río– Di Benedetto sigue siendo un escritor relativamente relegado. Es cierto que en Argentina se le rindió un culto “fervoroso y soterrado”, al decir de Jimena Néspolo, una de sus más persistentes estudiosas y autora de un trabajo crítico de referencia sobre el autor,1 pero aquello estuvo reservado a un puñado de círculos intelectuales. Fue recién sobre fines de los noventa que la reedición sistemática de su obra a cargo de Adriana Hidalgo empezó a hacerlo circular, multiplicando lectores. También contó desde temprano con la reverencia del santafecino Juan José Saer, que surtió de prólogos a buena parte de su obra y nunca dejó de llamar la atención sobre el desatino de la ubicación penumbrosa que –con excepción de Zama (1956), considerada una de las grandes novelas argentinas– le fue arreglada en el campo de las letras hispanoamericanas.
La reunión de sus Cuentos completos es de 2006, y también proviene de Adriana Hidalgo: una edición al cuidado de la referida Jimena Néspolo y Julio Premat, con un lúcido prólogo de este último. En él se arriesga una hipótesis dirigida a explicar la reticencia con que la propia narrativa de Di Benedetto colaboró con su desmemoria: “la obra resiste, en parte por su atipicidad, por la sutileza con que se desliza fuera de todo encasillamiento fácil, por la dinámica que traba la percepción de un todo coherente a partir de los fragmentos que la constituyen, e incluso por la imposibilidad de aplicarle al escritor algunos tópicos sobre autores relegados, como el de ‘marginalizado genial’ o el de ‘precursor ignorado’. La suya es una negatividad que supone una singularidad: Di Benedetto es un ‘fenómeno’ literario, es un escritor anticlásico, que practicó una literatura inacabada, silenciosa, inestable, en cambio constante (…). Un escritor que no cabe en el molde uniforme de la canonización”.
La “inestabilidad” referida se constata en al menos dos formas: por un lado la reescritura permanente a que sometió su obra, reeditando bajo otros títulos los mismos libros –Cuentos claros fue primero Grot; El pentágono se reeditó décadas más tarde como Annabella, para sólo dar dos ejemplos–, y versionándolos de distinta manera para cada reedición, “un vértigo de transformación” que devuelve el libro editado a su estado de borrador y que se repone distinto. De hecho, en 1986, año de la muerte de Di Benedetto, Alianza, de Madrid, se encontraba preparando la edición completa de sus cuentos que, con arreglo del propio autor, pasarían a formar parte de dos volúmenes: “Relatos completos” y “Cien cuentos”, el primero con los relatos más extensos, el segundo con su narrativa breve. En ellos Di Benedetto reorganizaba su corpus, hachando aquí y allá, y reordenando sus textos, para el segundo volumen, según un criterio temático que descomponía a sus propios libros para barajarlos otra vez, extirpando fragmentos o variando contenidos de lugar. El autor de las novelas Zama (1956), El silenciero (1964), Los suicidas (1969), la tardía y olvidada Sombras, nada más… (1985) y esa “novela en forma de cuentos”, según subtitulaba la primera edición, que fue El pentágono (1955), es también el creador de una abultada cuentística, que empieza y culmina con las formas breves y que a su manera incurre en la literatura fantástica, el relato histórico, el cuento policial, la fábula, la ciencia ficción, el melodrama y las comedias grotescas, según el recuento de Premat.
La edición de sus cuentos completos por Adriana Hidalgo –que incorpora 13 relatos publicados en diarios y revistas y cuatro textos hasta ahora inéditos– desobedece los criterios dibenedettianos pensados para Alianza y repone, nítida, la historia editorial de sus libros de relatos en orden cronológico: Mundo animal (1953), Cuentos claros (1958), Declinación y Ángel (1958), El cariño de los tontos (1961), Absurdos (1978) y Cuentos del exilio (1983).
Pero hay todavía una segunda vía para explicar la ajenidad de Di Benedetto (en particular en Argentina), y ésta se explica en la propia biografía del autor, a la que suele despachársela en la mitología de una vida desgraciada signada por un absurdo y una larga elipsis rematada en un malogrado reencuentro. No parece del todo justo clausurar su vida de esa forma, cuando se sabe que fue un entusiasta periodista desde muy temprano, gran amante del cine –crítico y guionista–, que tuvo mujer e hija (y ambas de nombre Luz) y no pocos amigos. Que desde 1945 escribió la sección “Espectáculo, cine y literatura” en Los Andes de Mendoza, donde llegaría a ser vicedirector y más tarde director; que llevó varias corresponsalías para distintas publicaciones y que como crítico cinematográfico tuvo la oportunidad de asistir, ya en calidad de invitado como de jurado, a los festivales de Mar del Plata, Cannes, San Sebastián, Berlín, y la entrega de los Oscar en Hollywood.
Y sin embargo, “el aura” del escritor ha quedado presa en el absurdo de su período de prisión durante la última dictadura militar argentina, su posterior exilio (en Francia primero, en España después) y un regreso, recién en el 84, del que pudo disfrutar muy poco, ya que moriría dos años después. Fue apresado el 24 de marzo de 1976 en su despacho en el diario Los Andes, encarcelado, torturado y sometido a cuatro simulacros de fusilamiento. “Creo que nunca estaré seguro de que fui encarcelado por algo que publiqué. Mi sufrimiento hubiese sido menor si alguna vez me hubieran dicho qué exactamente; pero no lo supe. Esta incertidumbre es la más horrorosas de las torturas”, expresó en una oportunidad. Fue liberado más de un año después, el 4 de setiembre de 1977, hizo sus valijas y marchó a Europa. Absurdos, su penúltimo libro de cuentos, fue escrito en la cárcel; el último se tituló, literal, Cuentos del exilio. La crítica ha advertido que, tras la experiencia de la cárcel, en Di Benedetto se acentúa una “ética de la culpabilidad y del absurdo” (Néspolo), algo que sus dos últimos libros patentan de manera feroz, casi grotesca. La figura de “un ingenuo culpable o de un inocente acusado o de una víctima responsable” (Premat), presentes en toda su obra, se acentúan entonces.
LO REAL, ESA SERVIDUMBRE. Si el lector sigue el orden cronológico de la cuentística de Di Benedetto corre el peligro de enredarse en el prejuicio con que pueden sugestionar las páginas de Mundo animal (1953), su primer libro, y no seguir adelante. Y no porque no sean buenos cuentos (definitivamente lo son), sino porque leídas ahora, esas formas breves, suerte de estampas fantásticas, acaso no enciendan como sí quemaron a su tiempo, y porque se trata, apenas, de uno entre los múltiples registros que depara la evolución inestable de la literatura dibenedettiana.
Di Benedetto hace su ingreso a la literatura de la mano de lo fantástico en un momento en que los principales exponentes de la literatura mendocina están entregados al regionalismo y el “color local” –los de la llamada “generación del 25”–. Como sugiere Premat, Di Benedetto se desentiende tempranamente del realismo imperante en los cincuenta y del “compromiso” de los sesenta y define una filiación intelectual cercana a Borges y al grupo de Sur (no en vano el propio Borges lo invita en 1958 a dar una conferencia sobre literatura fantástica en la Biblioteca Nacional que por entonces dirige). En esos cuentos los animales se imbrican en lo humano y viceversa a partir de pasmos violentos o progresiones ominosas que animan una lectura en clave de fábula, y donde el mal y el bien preguntan por la “animalidad” del hombre en sentido filosófico: ¿hay una natural escisión, un desdoblamiento, la inminencia de una herida como determinación que puja por ver la luz y cicatrizar? ¿O todo en el hombre resulta de una espantosa banalidad? Como la vida aparentemente simple y maravillosamente desentendida de una mariposa, de un pericote o de un mono…
Lo fantástico en Di Benedetto se repliega de una manera única en la Argentina de fines de los cincuenta: esos cuentos arrastran una clase de dimensión existencial indefinible que desacomoda posibles filiaciones. No es el fantástico de Cortázar ni el de Borges, sostiene Premat, y más bien adhiere a la tesitura del fantástico kafkiano, es decir, “lo fantástico no como lo desconocido y temido que irrumpe, sino como la materia íntima de la realidad, como el grado cero de lo real, como una manera de mirar.” Y si de latinoamericanos se trata, sigue el crítico, su mejor compañía hay que buscarla en los nombres de Felisberto Hernández, Silvina Ocampo o Virgilio Piñera. Pero aun en su registro más “realista”, por llamarlo de algún modo, hay algo en Di Benedetto que se resiste a la servidumbre de lo real como ontología disociable, por ejemplo, del sueño. También el espacio colabora con la orfandad existencial que traduce su literatura: no hay casi sitios determinados, marcas toponímicas. Puede haber montaña o desierto (y entonces secretamente nos diremos “pampa”), o una ruralidad imprecisa que vagamente recuerde a Mendoza; poblados o pueblos de provincia siempre innominados, o la ciudad, infrecuente pesadilla, que no delata nunca su marco: una “metafísica de la aterritorialidad”, define Premat. En su novela El silenciero, Di Benedetto deja esta irónica aclaración liminar: “De haber ocurrido, esta historia supuesta pudo darse en alguna ciudad de América Latina, a partir de la posguerra tardía (el año 50 y su después resultan admisibles)”. Y en Zama, la novela canónica (a la que Lucrecia Martel amenaza con llevar al cine desde hace años), la historia se descentra por triple partida: situada en el Virreinato del siglo xviii, en un lugar marginal del mismo, como Asunción, y escrita en una “seudolengua” que inventa o parodia arcaísmos.
CINE LITERARIO. Son muchas las piezas notables de su cuentística (que oscila entre la forma breve, el fragmento, y la narración larga, casi de nouvelle): “El juicio de Dios”, por ejemplo, incluido en Cuentos claros y tan cercano a Rulfo, acerca la historia de un absurdo que pone a pelear al progreso (la irrupción del tren) con la tradición telúrica del campo y sus mitologías: una toma de rehenes que tiene algo de western, y que se lee de esa manera obliterada y cargada de apagones deformantes con que los borrachos se instalan frente a las pantallas de cine. “Declinación y Ángel”, del libro homónimo, es un cuento altísimo en el conjunto: en belleza, en técnica, la maestría de Di Benedetto para filmar con los ojos. Definida por el propio autor como “una abdicación de la literatura a la técnica cinematográfica”, esta historia de vecinos en un edificio de pocos pisos concentra el de-sajuste de varias pasiones encontradas (historias de adulterio, pasiones no correspondidas, niños trágicos que sirven de excusa o chivos expiatorios), y lo hace desde una escritura que es casi un guión cinematográfico donde las escenas son sugeridas a partir del encuadre, los planos, el travelling, el montaje. Un ejemplo: “Chorrillos blandos de la flor de baño. Los ojos de Cecilia bañados por la lluvia, entrecerrados, para no anegarse, se levantan a ver. Los chorritos se afinan, amenguan. Últimas gotas.
Manipuleo violento de las llaves.
Zuecos de madera que van dejando rastros de agua por el camino de baldosas que antes recorrieron las piernas de la sirvienta.
Espaldas de Cecilia, donde desciende una gota de agua, que reduce su impulso a cierta altura y luego se suicida en la carrera de la cintura abajo”.
Y luego está “El cariño de los tontos”, del libro homónimo, perfecto guiño mendocino a Madame Bovary, o “Aballay”, de Absurdos, seguramente el que mereció más atención crítica. La historia de un gaucho “estilita” –así la palabra y la figura perfecta que proveyó un cura al pasar– que ha decidido emular a los mártires de la antigüedad cuando purgaban sus crímenes no bajando de por vida de las columnas paganas, haciendo lo mismo con su caballo. Debe expiar un asesinato en un duelo y la perpetua mirada del hijo del muerto al acometerlo, y lo hará no desmontando ya más de su caballo. “Lo primero sería asociar la transformación de ese gaucho en una especie de santón errado con toda una tradición de lectura del Martín Fierro –dice Premat–, desde Rojas y Lugones hasta Borges. Símbolo de la culpa y la redención, Aballay es, como puede verse, un gaucho expiatorio. Es decir, un gaucho responsable de una muerte causada en un duelo (como lo era Martín Fierro), pero torturado por la culpa. Es un gaucho que integra, entonces, la dimensión ética que a menudo Borges comentó en su lectura del poema de Hernández, señalando que la figura elegida como antepasado colectivo de los argentinos era un asesino. (…) En la versión de Di Benedetto, el duelo no produce, como en el cuento de Borges, una repetición o una reproducción de destinos”, sino que en su resolución se abre a una “especie de anulación ética” que termina “tragándose al gaucho mártir”.
Más allá de las tramas perfectas, de la seducción de una imaginación furiosa y absolutamente infrecuente, hay que volver al inicio y decir que Di Benedetto está sobre todo en su prosa. Y eso no es contable. Hay que probarlo como a una fruta rara, despacio y calibrando la potencia del retrogusto (véase recuadro). Ese que hará que se quiera seguir leyéndolo hasta agotarlo.
1. Ejercicios de pudor. Sujeto y escritura en la narrativa de Antonio di Benedetto, de Jimena Néspolo. Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2004.
[notice]Breve muestra de un estilo
Quiso desafiar a Sábato cuando éste esgrimió la imposibilidad de escribir un relato sin personajes. Se lo juzgó texto precursor del nouveau roman y del “objetivismo” promulgado por Robbe-Grillet, lo que atrajo varias polémicas y un encuentro entre ambos escritores en Berlín en 1963. Más allá de esos ruidos viejos, queda esta prosa cincelada, donde cada palabra es un engarce de orfebre y cuando el lector accede a una de las mejores fases del “estilo dibenedettiano”: el de las múltiples cámaras con que los ojos encuadran la escena de una habitación para montar una historia en la que en la aparente calma, se ahoga, feroz, un enigma.
“El abandono y la pasividad1
Una bocanada de luz se derramó en el cajón de la ropa de hombre; pero inmediatamente fue ahogada. La luz fue entonces sobre la ropa femenina, que mudó de continente: del cajón de la cómoda a la valija, sin la pulcritud sedosa que conoció recién planchada.
Un viso, despreciado, quedó marchito y encogido sobre la cama.
La malla enteriza perdió la compañía de las dos piezas bikinis.
Cuando la puerta selló con ruido la salida de la valija, el vaso alto de agua al fin intacta permaneció haciendo peso sobre el papel escrito, asociado, en la explanada de la mesita, a la presencia vertical de un florero de flores artificiales, rojas con exceso, veteadas de un rosa tierno mal conjugado con el color furioso.
Pero al acallarse la violencia exterior, también la violencia del sol, la vena rosa se extinguió y las flores comenzaron a ser una revuelta e impalpable mancha acogida a las discretas sombras. Entonces, sólo el despertador mantuvo la guardia, una relativa espera, espera de luz de velador, de transformarse el orden de algunos objetos, su integridad tal vez.
Porque todo era pasivo –o mecánico, el reloj–, aunque dispuesto a servir en cuanto la puerta se abriera.
El vaso, casi repentinamente, alarga su sombra, una sombra liviana y translúcida, como hecha de agua y cristal; luego, despacio, la contrae y más tarde, con cautela, la extiende de nuevo, pero con otro rumbo.
Otra vez cuando afuera, en el cielo, hay nubes y ruidos como derrumbes subterráneos, el vaso está aterido y tiende a ser algo neto, conciso, también, si es posible, levemente impregnado de azul.
El despertador ha caducado.
Por su inercia cobra vigencia una mosca, entre un sol y otro, entre un sol y otro, pero no más de dos.
El agua enturbia el vaso y se hace nido. Como una flor ha sobrenadado su superficie un mosquito y adentro, ahora, prueban profundidad las larvas.
No obstante, este mar manso es cura letal, agua sin alimento, y al cabo manda arriba los débiles despojos.
La atmósfera quiere desprender su peso creciente sobre las cosas y es una amenaza de todos los días que no puede temerse.
Una piedra, una piedra vulgar de acequia, sin aviso ni apoyo de congéneres consigue lo que antes no logró su familia menor, blanca y efímera: la del granizo.
Rasga la castidad del vidrio de la ventana y trae consigo el aire, que es libertad, pero pierde la suya, cayendo prisionera del cuarto.
Sin la unidad que contribuía a hacerlo estable, el vidrio se descuelga de prisa y arrastra en su perdición al hermano hecho vaso.
Lo abate con su peso muerto y se confunden las trizas entre una expansión desordenada de agua que, tan de improviso sin claustro, no sabe qué hacerse, va a todas partes, ante todo al papel que resultaba intocable vecino.
La tinta, que fue caligráfica, se vuelve pintora y figura, en azul, barbas, charcos, estalagmitas…
En adelante la ventana a nada se opone. Expedita al aire, una vez permite la brisa que elimina de la mesa el papel, seco y prematuramente viejo; otra, el viento zonda, que atropella el florero y, por si fuera poco, arroja tierra a él y sus flores.
La luz, que sólo fue diurna y venía por la ventana, retorna una noche emanando de los filamentos de la lámpara del medio. Las cosas, opacas bajo el polvo, recuperan volumen y diferenciación.
Uno de los zapatos que avanzan entre ellas va sobre el papel como a corregir rugosidades, en realidad únicamente a ensuciarlo. Así, decrépito y embarrado, el papel sube crujiendo hasta la proximidad brillante de unos anteojos. Desciende hasta la mesa de noche y después, con otra luz encima, la del resurrecto velador, tiembla un rato inacabable ante los lentes redondos.
Pero no se entrega. No es más un mensaje.
La pureza de la luz solar triunfa sobre el amarillo tenue, ya extemporáneo, que permanecía derivando de los dos focos.
La luz solar, consecuente inspectora, encuentra que todo está.
Hay menos orden: la colcha arrugada, cajones abiertos… aunque todo permanece. Faltan del cajón de la ropa de hombre una camisa, un pañuelo y un par de medias; pero encima de una silla quedan otra camisa, otro pañuelo y un par de medias, sucios.
1. En Declinación y Ángel, 1958. [/notice]