Se fue Hugo Fontana. Su repentina muerte, lejos de nuestro país, causó múltiples reacciones en sus conocidos y amigos, así como el pronunciamiento de las autoridades del Ministerio de Educación y Cultura (MEC), donde trabajaba como funcionario. Nadie estaba preparado para la ausencia de ese hombre que fumaba, recomendaba lecturas (que nunca fallaban) y conocía muy bien el oficio de escribir historias.
Si bien se destacó en la narrativa como escritor y en la crítica literaria como periodista, sus primeros pasos fueron como poeta: La sombra, el sol (Ediciones de la Balanza, 1977); Antología de las menciones (Feria Nacional del Libro y el Grabado, 1981), junto con Juan Adolfo Bertoni y Luis Bravo; La voluntad de mentir (Banda Oriental, 1986); Poemas de arena (Destabanda, 1988), y El gallo incierto (plaqueta, Siete poetas hispanoamericanos, 1988). Más o menos al mismo tiempo comenzó a publicar notas para medios escritos locales, incluido Brecha. Pasó por las redacciones de la revista Zeta y los diarios La República y El Observador. Ejerció la crítica literaria con constancia en El País Cultural durante más de 30 años, como recordó en Twitter su editor, Laszlo Erdelyi.
En 1992 publicó su primera novela, El cazador (Yoea), y a partir de entonces se afianzó como novelista y cuentista. Trabajó con editoriales multinacionales: en los años noventa fue un autor destacado del catálogo de Alfaguara, pero publicó también en Planeta y Random House-Mondadori. Fue también autor de muchas editoriales locales: Yoea, Banda Oriental, Cal y Canto, Rebecca Linke, Alter y, en los últimos años, Estuario y Hum. El escritor Álvaro Ojeda recordó a su amigo en Facebook y contó que fue uno de los agitadores de Los Lunáticos, un grupo de escritores que en 2005 comenzó a reunirse en El Lobizón de San José y Yi todos los lunes. Como funcionario, participó, entre otras oficinas, del Área de Letras del MEC en diversas actividades: por ejemplo, en los homenajes a Juan Carlos Onetti, en varios de los últimos Premios Anuales de Literatura y en el homenaje reciente al crítico Emir Rodríguez Monegal.
UNA CLAVE DE LECTURA: LA LITERATURA POLICIAL
En 2015 Estuario publicó Desaparición de Susana Estévez en la colección Cosecha Roja, dedicada a la literatura policial, en la que también se había publicado la novela Barro y rubí (2013). El libro, una antología de cuentos, actualiza su lugar en el género aportando tres cuentos inéditos y recogiendo relatos de tres de sus libros anteriores, Liberen a Bakunin (Aymara, 1997), Oscuros perros (Banda Oriental, 2001) y Quizás el domingo (Banda Oriental, 2003), y un texto publicado en el libro colectivo El oficio de contar (Alfaguara, 2006). En una brevísima nota del autor Fontana recuerda un artículo de Ricardo Piglia de 1991 –«La ficción paranoica»– en el que afirmaba: «Todo relato va del no saber al saber. Toda narración supone ese paso. La novela policial hace de eso un tema». Desde este punto, Fontana arriesga una hipótesis aún más temeraria: «Toda la literatura moderna, aun cuando no pertenezca específicamente al género policial, puede al menos ser leída como una parodia del mismo». Pero lo más interesante viene en el párrafo siguiente, porque Fontana señala el peso del policial en los cuentos reunidos y confiesa ser un «lector acólito» y un «imitador contumaz» del género.
Quizá toda la narrativa de Fontana se pueda leer desde el policial, no solamente como obras de género, sino como imitaciones y recreaciones de un lector –y también de un cinéfilo– del policial. Según Jorge Lafforgue, quien también falleció hace pocos días, tanto Jorge Luis Borges como Onetti son las «mayores figuras» del género policial en el Río de la Plata, no porque sus obras puedan ser clasificadas como tales, siguiendo un conjunto de convenciones más o menos conocidas, sino porque operan en el género «utilizando sus recursos, disolviendo sus fronteras, traicionándolo, tocando sus mecanismos más secretos a la vez que sus temas más hondos». El texto de Lafforgue es de 1995 y registra distintas expresiones de esta lectura del policial en la literatura del Río de la Plata, señalando que no había un público amplio y estable, ni editoriales que apostaran al género con constancia, ni escritores que se dedicaran a él profesionalmente.
No corresponde ahora abordar este problema, sino solamente apuntar que la existencia de la colección Cosecha Roja, de Estuario, y la constancia de un buen número de obras, entre las que se encuentra la de Fontana (dentro y fuera de la colección), auguran un diagnóstico diferente más de 25 años después. Si bien todavía persiste un discurso crítico que intenta menospreciar la literatura policial o que necesita, para valorarla, encontrar una parodia o un uso metadiscursivo en autores «mayores», lo cierto es que Fontana practicó una literatura en la que esas fronteras estaban definitivamente invertidas. No puede leerse de otro modo que él mismo se autodefiniera como «lector acólito e imitador contumaz del género».
EL OFICIO DE NARRAR
Esa actitud de Fontana frente al policial también es válida para entender su relación con la literatura. A Onetti le expropió la ciudad de Lavanda, que aparece en Dejemos hablar al viento (1979). La ciudad aparece en las novelas La última noche frente al río (Planeta, 2006) y Tierra firme (Random House-Mondadori, 2011), y en El agua blanda (Hum, 2017) se convierte en un país entre Buenos Aires y Montevideo. Para contar sus historias, se nutrió principalmente de la propia literatura y de la lectura de sus autores fetiche (Onetti en primer lugar), pero también de la enorme cantidad de libros que leyó y reseñó como crítico literario. Ojalá algún crítico o investigador se ocupe de reunir sus notas periodísticas, porque seguramente podrá visualizar un mapa de sus lecturas y encontrar alguna clave de cómo impregnaron sus obras.
En 2011 tuve la suerte de que Fontana me invitara a presentar su novela Tierra firme (Random House-Mondadori) junto con Diego Recoba. El libro articula un conjunto de tramas en las que aparecen temas recurrentes de su obra (la dictadura cívico-militar, por ejemplo), así como momentos de reflexión sobre el propio oficio de escritor y sobre los mecanismos de la industria literaria. El punto de partida es un editor gris y rutinario que recibe en su oficina a una mujer vestida de rojo, que le presenta una novela inédita de su abuelo, el escritor Edmundo Laguarda. El editor-narrador le dice a la mujer que intentó, sin éxito, escribir ficciones y, entonces, se dio cuenta de que su tarea era aprobar o desaprobar las fábulas de otros, aquellos que pueden inventar un mito de la nada: «El arte está hecho de nada, la literatura empieza con nada, le digo mostrándole las manos, extendiendo las palmas vacías».
Hacia el final, el editor tiene un diálogo con una hija del escritor, en el que le sugiere armar una novela con los fragmentos escritos por Laguarda y agregar algunos pasajes imitando su estilo para unirlos. La hija pregunta si eso se puede hacer y él contesta: «Se puede. Escribir es como cualquier otro oficio –dijo él extendiendo sus manos y pasándolas sobre la superficie de la mesa–. Nunca vamos a saber si el hombre que empezó a construir esta mesa fue el mismo que la terminó». Las palmas vacías y las manos sobre la mesa del editor no son ya las mismas manos. En ese sentido, Tierra firme es una novela de aprendizaje, en la que un editor transforma sus ideas preconcebidas sobre la literatura. A su vez, pienso, se expone una concepción artesanal y colectiva de lo literario, que me sigue pareciendo una clave fundamental para comprender la obra y las ideas de Fontana.
QUE EL LETRISTA NO SE OLVIDE
Quedan muchas cosas por decir sobre la obra de Fontana, pero no me quiero olvidar de su costado político. En 2001 publicó La piel del otro: la novela de Amodio Pérez (Cal y Canto), una novela-testimonio en la que dispone distintos materiales, como en un mosaico de citas. Recoge publicaciones periódicas, libros, documentos, actas parlamentarias y testimonios directos e indirectos de mujeres y hombres: «Ellos permanecerán en el anonimato; en algunos casos por explícita solicitud, en el resto por mi expresa decisión». La decisión de no identificar a los testimoniantes contribuye a no comprometer a quienes formulan críticas, a quienes responsabilizan a Raúl Sendic de la derrota ni a quienes relativizan la traición de Pérez e, incluso, lo defienden. El autor elude la simplificación y expresa las contradicciones de la historia que narra. La interpretación de la traición, aunque guiada por quien organiza los materiales, queda en manos del lector. En este sentido, sus dos ensayos sobre el anarquismo, Historias robadas. Beto y Débora, dos anarquistas uruguayos (Cal y Canto, 2003) y Las mil cuestiones del día. Trece historias de anarquistas (Alter, 2014), y su artículo sobre Luce Fabbri, «Microfísica de la libertad», publicado en El País Cultural el 12 de agosto de 2005 (disponible en el sitio Anáforas), ayudan a delinear el perfil político de Fontana y una dimensión de su obra que no puede soslayarse.
Hay un cuento en Desaparición de Susana Estévez, uno de los tres inéditos, fechado en 2006, que se llama «Dos noches y un día». Cuatro hombres atraviesan la noche oscura en un auto: Bob, Jorge, Lito y Augusto. Van a pescar y a tomar alguna cosita. En ese espacio reducido, rodeados de oscuridad, empiezan a filosofar. Augusto dice: «Es bueno dejar huellas». Pero aclara que no se trata de los hijos, sino de otras huellas, intangibles, dice. Bob, sentado atrás, pregunta: «¿Cómo se puede estimar la profundidad de esas huellas?». Augusto no lo sabe y piensa que es algo que «será medido por el tiempo y, obviamente, ya sin nosotros en esta tierra». Y aclara: «Cuando digo tiempo no es que quiera decir eternidad. No es que quiera ponerme misterioso o místico. Esas cosas se miden después que uno muere, por lo que nos resultará imposible enterarnos de nuestra importancia. Quiero decir: alguien encontrará un cofre donde una mujer, también fallecida, guardó un puñado de cartas que alguna vez le escribimos, o un regalo, una alhaja, un par de caravanas, una pulsera, un prendedor […]. Alguien, que no será de la misma generación, podrá entonces medir la hondura de nuestra huella en la vida y en el corazón de la persona que nos quiso, de la persona que alguna vez quisimos». El 10 de enero, inesperadamente, murió Fontana, lejos de Montevideo y de su Toledo natal. Corresponde ahora que dimensionemos la hondura de sus huellas.