Durante su reciente estadía venezolana de tres días, la alta comisionada de la Onu para los derechos humanos y ex presidenta chilena, Michelle Bachelet, se reunió en el palacio presidencial de Miraflores con Nicolás Maduro y en la Asamblea Nacional con su presidente, Juan Guaidó. Recordemos que desde enero muchos gobiernos extranjeros, casi cincuenta, han reconocido a Guaidó como “presidente encargado de la República”, aunque en este tiempo no ha podido ejercer función alguna como tal.
La visita hizo tabla rasa de los eufemismos. Nada de “mediación entre dos presidentes”. Bachelet llegó a Caracas y nombró a cada quien según su cargo, una obviedad a la que no se atrevía la comunidad internacional que le siguió el juego a Estados Unidos. Las declaraciones de Guaidó después de la reunión, sin la delegada de la Onu a su lado, fueron bastante categóricas: Bachelet intercedió para liberar a los presos políticos. Nada de “cese de la usurpación” ni de “gobierno de transición”. Los términos que hasta hace días utilizaba Guaidó para referirse a sus actuaciones internacionales han mutado a otros más flexibles y realistas: presos políticos, violaciones a derechos humanos, negociación en Noruega.
Pero Bachelet fue todavía más lejos en eso de nombrar las cosas. Visitó en sus despachos al presidente del Tribunal Supremo de Justicia y al fiscal general, ambos presididos por funcionarios incluidos en la lista de sancionados del Departamento del Tesoro de Estados Unidos. Una verdadera afrenta a la vorágine política internacional deseosa de una invasión extranjera y de una purga radical. Una lluvia de críticas cayó sobre Bachelet y Guaidó por parte de opositores radicales, especialmente una vez que Bachelet demandara agilizar el diálogo en Noruega entre el gobierno y la oposición, algo que Guaidó había rechazado, salvo que fuera para la claudicación definitiva de Maduro.
Paralelamente al cierre de la visita de Bachelet, una foto estremecía a la oposición: Elliott Abrams, encargado de la Casa Blanca para asuntos sobre Venezuela, se fotografiaba con los delegados de Guaidó que asistirán, en Oslo, a la tercera ronda de negociaciones y les ofrecía su respaldo. Para la segunda ronda de negociaciones, Abrams se mostró escéptico y se atrevió a hacer recomendaciones públicas a Guaidó para que sólo se sentara a firmar la rendición de Maduro. De todas maneras, la foto en cuestión es un espaldarazo de Estados Unidos a la mediación de Noruega como única salida posible por el momento. Un verdadero balde de agua fría para Almagro, Duque y la derecha radical venezolana, que tratan de torpedear cualquier negociación política.
Se espera que la alta comisionada presente hoy, 5 de julio, un informe a Naciones Unidas sobre Venezuela y su visita de tres días. Por lo pronto, ha inaugurado otra forma de atender el conflicto venezolano.
JUEGO DE NAIPES. Por el momento, la carta de la mediación noruega pesa más que la de una intervención militar, con la que amagaron Trump y diversos funcionarios de Estados Unidos desde comienzos de año. Desde que Trump mencionó que, con respecto a Venezuela y Maduro, “todas las opciones están sobre la mesa”, se entendió que contemplaba seriamente una intervención militar. Varios meses después, esa carta se ha ido al mazo.
Ahora sólo queda la negociación diseñada en Europa y países de América Latina, como Uruguay y México, que han visto con cierta cautela la autojuramentación de Guaidó y la ofensiva belicosa de Estados Unidos contra Venezuela. El diálogo entre las partes en cierta manera pasa por aceptar al chavismo como actor político de negociación, y no como “banda de narcotraficantes” y “genocidas”. El mismo Abrams ha considerado la opción de que Maduro sea candidato presidencial, aunque ha confirmado que antes de eso el venezolano debe dejar el poder. Todo un repertorio simbólico que da cuenta de un nuevo enfoque.
Pero lo simbólico no es independiente de lo real. Estos desplazamientos discursivos obedecen a los fracasos opositores que se han sucedido una y otra vez desde enero de este año. El primero y quizá más importante fue el del 12 de febrero en la frontera colombo‑venezolana, cuando la oposición, acompañada de manera espectacular por un concierto musical internacional y presidentes de la región, como Sebastián Piñera e Iván Duque, intentó hacer ingresar en el territorio venezolano tres camiones de ayuda humanitaria, que resultaron quemados (a la postre, The New York Times revelaría que por los mismos opositores). Finalmente, el 30 de abril, un golpe de Estado abortado y débil terminó de mostrar las pobres costuras militares de los opositores y el fracaso de la política estadounidense hacia el sector militar venezolano. Ambas acciones atrincheraron al Ejército y al chavismo en torno a Maduro.
MAL MOMENTO PARA LA OPOSICIÓN. Durante la visita de Bachelet, la escalada del conflicto con Irán mantuvo a Estados Unidos ocupado. Fuerzas militares iraníes derribaron un dron estadounidense el 20 de junio y el propio Trump reconoció que estuvo a punto de iniciar una agresión violenta como respuesta, que finalmente detuvo a escasos minutos de concretarla. Todo ello mantiene alejada a Venezuela de las primeras planas del escenario geopolítico y levanta otras preocupaciones para Estados Unidos. La presión contra Caracas, que venía en aumento desde enero, ha estado bajando las últimas semanas y llegó a su mínimo de este año justamente durante la visita de la máxima autoridad de la Onu en materia de derechos humanos. Sin el padrino azuzándola, la oposición ha tenido que mostrar su cara dispuesta al diálogo.
La situación geopolítica no es la única que marca el desánimo del antimadurismo. Un escándalo de corrupción sobrevenido de manera inesperada señala a militantes del opositor Voluntad Popular como responsables de corrupción en temas relacionados con la ayuda humanitaria del evento del 12 de febrero. El Panam Post, un medio de oposición radical a Maduro que opera desde Estados Unidos, destapó un conjunto de documentos que comprobarían dicha corrupción, que ha salpicado incluso al representante de Guaidó en Colombia. Este ha hecho declaraciones que contradicen a su jefe en cuanto a las fechas en las que comenzaron a investigarse dichas denuncias.
Independientemente del daño que pueda hacerle este escándalo a Guaidó, da cuenta de la ruptura interna en las filas opositoras. Los denunciantes son parte de la oposición más radical y, de esta forma, le estarían cobrando a Guaidó su negociación con el gobierno en Noruega. En todo caso, el sinceramiento de la situación venezolana y la necesidad de volver a las negociaciones abren procesos políticos que favorecen la participación de sectores opositores menos radicales que hacen vida política a lo interno del país, a diferencia de los que diseñan y dirigen desde el extranjero. Una vuelta a la política real.
* Sociólogo, analista político y profesor de la Universidad Central de Venezuela.