En 12 horas –según relata Rosa Montero, columnista del diario El País– la petición en la web que buscaba salvar al can reunió 400 mil adhesiones. En doce horas. Pavada de virus. No sólo eso, la casa de sus dueños fue rodeada por cientos de manifestantes que resistieron y fueron reprimidos.
El tema se volvió una crítica por elevación al alicaído gobierno del Partido Popular y su manejo de la “crisis” ante la aparición de la enfermedad en el país. Se bromea, y quizás no tanto, con que quien debería haber sido sacrificada es Ana Mato, la ministra de Sanidad. Pacma e Igualdad Animal, dos organizaciones animalistas, encabezan la petición de su renuncia. El argumento esgrimido es que la muerte de Excalibur fue “innecesaria y contra la ciencia”. Que lo que había que hacer era, precisamente, atenderlo, que con una cuarentena el perro eliminaba el virus por la orina.
Pero entonces, ¿hay un tratamiento para el ébola?, ¿qué es, a fin de cuentas?
Las descripciones de la enfermedad que la web brinda son tecnicismos incomprensibles para quien suscribe. Apareció a fines de la década de 1970 en el entorno del río Ébola. Como para estigmatizarla mejor, a las “variantes” del virus que fueron apareciendo a lo largo de los años se les agregó el nombre del país en que aparecían. Así hay un ébola Zaire, uno Sudán, uno Bundibugyo. A este seguro que le ponen Liberia.
El ébola presenta síntomas similares al cólera: vómitos y diarrea, cólicos que provocan quejidos y retortijones, no poder aguantar ni el agua en el cuerpo, deshidratación hasta la muerte. El contagio es mediante el contacto con los fluidos corporales todos. Poco y nada se dice del tratamiento.
Un video hecho por el New York Times muestra un muchacho que se retuerce en la puerta del hospital –una casa de chapa–, cerrado porque no hay lugar para él. Sus padres y una hermana cuentan que no son recibidos en ningún lado.
Otro, también filmado en las calles de Monrovia –capital costera con millón y medio de habitantes, una Montevideo cualquiera–, muestra un “escapado” de la cuarentena causando terror en una feria. Camina por las calles seguido de una multitud que mantiene prudente distancia. Se lo ve totalmente saludable, nada que ver con la imagen que la frase “fiebre hemorrágica” evoca. Es espeluznante ver la llegada del equipo ataviado con túnicas de furioso amarillo, tapabocas, guantes y antiparras. Lo reducen a medida que lo rocían con una especie de fumigador y luego lo meten a prepo al camión.
El último video muestra la represión lisa y llana del ejército, a los tiros, contra un montón de muchachos, negros y flacos, acusados de estar infectados. Uno está caído, con una herida de bala en la pierna. El camarógrafo deja de filmar, pero los tiros se siguen oyendo.
A mitad de agosto las Naciones Unidas dieron el visto bueno para utilizar medicamentos experimentales en el brote; las industrias farmacéuticas agradecidas.
Mientras tanto Montero en su artículo formula algunas hipótesis: “Les aseguro que, por desgracia, no hay 400 mil personas tan animalistas como para movilizarse con tanta rapidez. Hubo muchos que, sin saber de perros, empatizaron con el dolor de ese hombre y esa mujer (los dueños); con su condición de víctimas inermes de una situación espantosamente mal gestionada”.
Empatía que parece seguir las siguientes máximas: 1) los animales –y quienes los aman, arriesgaríamos– son siempre inocentes; 2) los humanos son siempre sospechosos.
El animalismo, que surgió a favor de los animales, en su acepción de masas ha sufrido un viraje: se ha vuelto contra los humanos.