Si Piazzolla no hubiera vivido en tiempos más o menos recientes, si no abundara la documentación sobre sus primeros pasos, habría mucho margen para que uno dudara de varios de sus hechos biográficos. Porque los elementos de su vida parecen inventados para dar una idea de destino, para confirmar con el mito su ubicación en el panteón del tango. Es como esas vueltas forzadísimas que los evangelistas daban para contar la vida de Jesucristo, enfatizando los elementos confirmatorios de que él era el verdadero Mesías. La diferencia es que, en el caso de Piazzolla, ahí tenemos la foto de producción de la película El día que me quieras (1935), en la que él aparece, niño todavía, caracterizado como canillita, indicando un punto hacia adelante a un grupo de personas que incluye al mismísimo Carlos Gardel. Todos atienden al lugar que el pibe está señalando. Es como si les indicara el futuro. La imagen no aparece en la película, en la que casi no se ve la cara del niño, pero no importa, porque existe la foto en la que se lo reconoce perfectamente y su gesto es el centro de las miradas. Si fuera una pintura medieval, nadie le daría crédito, es medio demasiado. No señala el camino a Horacio Salgán, o a Leopoldo Federico, o a Osvaldo Pugliese, o a Edmundo Rivero, o a cualquiera de los otros muchos santos del tango. Se lo hace a Gardel, que es el mismísimo Dios.
La historia tiene sus sutilezas, sin embargo. No nació en la ciudad de Buenos Aires, sino en Mar del Plata, el mayor centro urbano de la provincia de Buenos Aires, lo cual, sin llevarlo demasiado lejos, ayuda a diluirlo de una absoluta porteñidad. Pero, a su vez, su padre y su madre fueron hijos de inmigrantes italianos, y eso lo lleva muy cerca de la receta de un estereotipo de porteño. Esta, sin embargo, se complica y se enriquece con el hecho de que su familia se mudó, cuando él tenía 4 años, a Nueva York, donde creció. Según le gustaba contar, vivió la Nueva York de la comunidad italiana en plena vigencia de la ley seca, es decir, un mundo de gangsters, tráfico ilegal y peleas callejeras. Decía que, en parte, por eso desarrolló su carácter recio, peleador, duro. Fue como un compadrito, pero en inglés e italiano y al margen del Hudson, no del Río de la Plata.
Al mismo tiempo, estuvo la música. Cuando tenía 6 años, el padre le regaló un bandoneón usado. Al parecer, al viejo de Piazzolla le encantaba el tango y acercar al hijo al género fue su intención al regalarle el instrumento. Pero el encuentro de Piazzolla con el tango fue como una comedia romántica, un proceso sinuoso y lleno de circunloquios. Primero, la tradición de bandoneón en Nueva York era cercana a cero, así que Astor tuvo que descifrar solito ese instrumento complejo. El bandoneón tiene la característica maldita de ser bisonórico, es decir, su laberinto de 71 botones quiere decir una cosa cuando se está abriendo el fuelle y otra totalmente distinta cuando se lo está cerrando. Además, la botonera izquierda tiene una conformación completamente distinta de la derecha. Un bandoneonista académico tiene que incorporar ese patrón cuádruple (botonera derecha abriendo, cerrando, botonera izquierda abriendo, cerrando). Piazzolla desarrolló su técnica envidiable, sin embargo, sorteando ese camino complicado: sólo aprendió a tocar abriendo. Eso lo condicionaba a un fraseo entrecortado, ya que tenía que cerrar rápidamente el fuelle entre una frase y otra para tocar la siguiente.
En una breve estadía familiar en su Mar del Plata natal, pudo tener algunas clases del instrumento, pero esencialmente tocaba rancheras, valses y polcas. De vuelta en Nueva York, un vecino húngaro, pianista, empezó a familiarizarlo con la música erudita, sobre todo con Bach, y le insufló esa cultura del músico estudioso, que dedica horas y horas diarias a desarrollar su técnica. Por el entorno urbano, además, el jazz lo rodeaba. Y los desarrollos en las tecnologías de la grabación y el consiguiente incremento en la difusión de música grabada facilitaron una mayor cercanía con el tango, empezando por De Caro y Bardi, además de Eduardo Arolas, que fue su primer referente para el bandoneón.
Cuando tenía 14, en 1935, se hizo amigo de Gardel, que estaba en Nueva York y lo adoptó como mandadero e intérprete de inglés. Gardel lo puso en la película El día que me quieras medio porque sí –el gurí no hace nada, tan sólo aparece en un par de planos–, una señal de afecto. Lo escuchó tocar tango, le dijo que tocaba «como un gallego», pero que tenía talento. Aunque tan mal no andaría Piazzolla, ya que el Mago lo invitó a integrarse a su siguiente gira. El padre de Astor pensó que era demasiado gurí para eso, y así, sin saber, le salvó la vida al hijo, ya que el avión se estrelló. Esa invitación de Gardel quedó como un gesto sucesorio. Piazzolla fue algo cercano a un sobreviviente del accidente que mató a la figura más emblemática del tango y pudo seguir por el resto de la vida coronado con ese certificado de incorporación a la aristocracia tanguera, otorgado cuando era un adolescente que tocaba, todavía, «como un gallego».
Al año siguiente del episodio gardeliano, Piazzolla regresó con su familia a Mar del Plata. Dos años después, se instaló en Buenos Aires. Su afición por la música erudita y el estudio, por un lado, y por el bandoneón y el tango, por el otro, lo habilitaron a ingresar a la orquesta de Aníbal Troilo, en la que fue uno de los bandoneonistas y también arreglador. Si el contacto con Gardel le rindió una consagración, quizá más mítica que otra cosa, con el tango en general, lo de Troilo fue más concreto, decisivo e importante: pudo cooperar intensivamente con quien era y sigue siendo el más famoso bandoneonista, junto con una gran orquesta y practicando la escritura en el género.
Mientras tanto, desde 1941, tomó clases con Alberto Ginastera, quizá la máxima figura de la música erudita argentina y uno de los máximos compositores latinoamericanos en esa veta. Se perfeccionó en composición y orquestación. Demasiado macho alfa para mantenerse al servicio de Troilo, luego de un breve paso como director de la orquesta de Fiorentino, armó la suya propia en 1946 y con ella presentó los primeros borradores de sus propuestas musicales. Tironeado todavía entre lo erudito y el tango, pensó en dedicarse totalmente a la música sinfónica y a la dirección de orquesta, y, finalmente, en 1953, ganó una beca del gobierno francés para estudiar con la gran Nadia Boulanger. Era una profesora extremadamente prestigiosa y efectiva, asociada, sobre todo, a los estilos musicales emparentados con Stravinsky. Esa gran docente fue, al parecer, quien tuvo el tino de indicarle que tenía un aporte mucho más relevante que hacer al mundo del tango que al de la música de concierto, y que nada le impedía volcar sus mejores ideas y creatividad en el ámbito al que estaba más arraigado. Mientras estudiaba con Boulanger, trabajó en París con un proyecto tanguero que tenía dos pianistas célebres: su coterráneo Lalo Schifrin y el francés Martial Solal.
De regreso a Argentina en 1953, formó su Orquesta de Cuerdas y su Octeto. Con ellos estableció el nuevo tango y mereció toda clase de insultos e improperios, que devolvió, a su vez, con bravuconadas varias, generando una especie de cisma entre tango tradicional (para él, tango viejo) y el nuevo tango (que, para los viejos, era una blasfemia llamar tango). Nunca se detuvo, formó grupos de diverso tipo y, con cada uno, exploró distintas facetas de un estilo que, en términos generales, ya estaba totalmente establecido, pero nunca dejó de impactar. Siempre lo cautivaron los desafíos. Siguió metiéndose en proyectos especiales, incluido un ciclo de canciones sobre textos de Borges, una ópera, piezas diversas de música erudita para distintas formaciones y las bandas sonoras de decenas de películas.
APUNTES DIVERSOS
Es difícil decir si Piazzolla, con su presencia avasallante, mató el ciclo vital del tango tradicional o si este se hubiera muerto solito, sin su ayuda. El hecho es que los diez o 20 años de actividad de Piazzolla pos-Nadia Boulanger coincidieron con el momento en que el tango se convirtió en un género esencialmente nostálgico-museístico, al que no se agregaron más clásicos que los que ya eran clásicos entonces. Bailar tango quedó asociado a que el varón se pusiera gomina y la mujer usara peinados como los de Eva Perón. Por supuesto, el alma tanguera sigue viva en el Río de la Plata, hay montones de personas que la descosen haciendo tango y que aman hacerlo. Pero la evolución cesó. Fue más o menos lo que pasó con el blues. Los inventos de Piazzolla de las décadas de 1950, 1960 y 1970 siguen siendo la imagen del «tango moderno», aun si ya transcurrió más tiempo desde que los inventó que el que pasó entre los inicios del tango y sus creaciones. Además, es el referente al que se recurre casi siempre cuando se quiere entablar un vínculo con el tango abierto hacia otros mundos musicales. No quiere decir que no hayan surgido nuevas ideas tangueras originales y fértiles luego de Piazzolla: las hubo, las hay y las habrá. Piénsese en el inmenso Cedrón, en Di Matteo, en la maravillosa tanda de canciones tangueras que hizo Jorge Bonaldi con el bandoneonista Walter Güinle, en la avasallante orquesta Fernández Fierro. Dicen que era increíble el trío liderado por Ariel Martínez, pero los registros de ese proyecto todavía no salieron a la luz. De todos modos, son todas propuestas individuales, que no llegaron a engancharse en una cadena propiamente «histórica», evolutiva.
El estilo particularísimo con que Piazzolla reinventó el tango incluía muchos elementos que se pueden atribuir a la cercanía del compositor con el jazz y, sobre todo, con la música erudita moderna de Stravinsky y Bartók, absorbidos, probablemente en buena medida, a través de las enseñanzas de Nadia Boulanger. Es una música disonante, que emplea una tonalidad expandida y más o menos compleja. La agresividad de algunos de sus pasajes tiene que ver con una manera de tocar enfática, recargada en las síncopas, pero que gana una aspereza adicional debido a los aglomerados de notas disonantes. Si a inicios del siglo XX el tango llamó la atención del mundo por esa rítmica avasallante que parecía cruzar «genes culturales» de Latinoamérica, España, Italia y el África subsahariana, Piazzolla, que vivió una época en la que ese sabor de novedad ya se había diluido en la costumbre, renovó mucho de esa excitación a través de una nueva vestimenta. Como Stravinsky y Bartók, echó mano de muchos ostinatos, puestos de relieve como tales y no, simplemente, como grooves de acompañamiento. Como esos compositores, disfrutaba de valorizar los momentos agresivos contrastándolos con otros bien melodiosos, de una sentimentalidad contenida. Aún más que tangos tangos, compuso un montón de milongas y, en ellas, su rasgo más influyente, de inspiración bartokiana, fue replantear el 3-3-2 milonguero no como síncopa, sino como lo que el compositor húngaro llamaba ritmo búlgaro. Es la sensibilidad con la que, por la misma época, el jazzista Dave Brubeck exploró rítmicas alternativas en el jazz.
La gracia es que Piazzolla tuvo algo que Brubeck no tuvo, es decir, un profundo arraigo en el género en el que actuó, desde el gusto paterno por el tango hasta la práctica junto a Gardel, Troilo y Fiorentino. Incluso las innovaciones venían preparadas por el antecedente, también disonante y agresivo, de la música de Pugliese. Los tangueros viejos no reconocieron esa raíz o consideraron que no se manifestaba en forma suficientemente auténtica. Pero una cantidad de gente que se copó con el tango nuevo pudo incorporarlo como propio a partir de reconocer esos antecedentes, y de pronto la música de Piazzolla pasó a ser el sonido de cierta imagen de Buenos Aires atiborrada de autos nuevos, edificios modernos, jóvenes vestidos a la moda, ferviente vida cultural, consumo de cultura cosmopolita y, sin embargo, una personalidad de ciudad fuerte e intransferible.
Confundida con la raíz tanguera, la música de Piazzolla siempre estuvo enriquecida con un influjo muy italiano. A pesar de que Piazzolla se refirió con frecuencia a Bach, un referente mucho más cercano a él fue Vivaldi (quien, además, fue una de las más importantes influencias para Bach). Las palabras sobran: escuchen el «llanto del aldeano» en el primer movimiento del concierto Primavera, de Vivaldi, y háganse la idea de esa música tocada con bandoneón: suena a Piazzolla puro. El referente vivaldiano (o barroco en general) se manifiesta también en los bajos caminantes –con sabor de bajo continuo barroco–, en las estructuras tipo passacaglia, en las fugas muy rítmicas. Todos esos elementos confluyeron con la moda de la música barroca –que tuvo su auge en la década del 60– y contribuyeron, paradójicamente, a que la música de Piazzolla sonara tan contemporánea en esa época.
Es más, hacia 1970, el sonido de Piazzolla integró una veta particular, pocas veces observada como tal, de música pop internacional sofisticada y madura. Fue parte del paisaje musical de ese momento. No era el rock de los jóvenes peludos ni el pop inocuo de la época, sino algo que también sonaba aggiornado y se asociaba a gente no tan joven,pero todavía no vieja, que usaba vestidos y peinados de una manera moderna pero elegante, cuidada, cara. Algunos de los principales exponentes de esa veta fueron, además de Piazzolla, Burt Bacharach, Egberto Gismonti y Michel Legrand. Todos fueron alumnos de Nadia Boulanger.
Además de inventar un estilo nuevo, de componer unas cuantas obras maestras y de tocar espléndidamente el bandoneón, Piazzolla fue un tremendo arreglador y director musical. Él no fue propiamente el inventor de muchas de las técnicas que, debido a sus excelentes realizaciones, tendemos a asociar con su sonido: todo ese repertorio de efectos ruidistas en el violín (chicharra, tambor, sirena, golpe contra la caja, etcétera) ya se usaba de antes. Tendemos a asociar con Piazzolla la guitarra eléctrica en el tango, pero consta que el prodigioso guitarrista eléctrico Horacio Malvicino ya había tocado en otras orquestas típicas antes de que Astor lo incorporara a su Octeto Buenos Aires en 1957. Sea como sea, Piazzolla supo valorizar esos elementos y colocarlos en un contexto en el que ganaron un uso más característico. No soy nada experto en tango, así que no puedo asegurar si Libertango (1974) fue o no el primer disco tanguero en incorporar batería; en todo caso, queda claro que fue el referente para casi todos los que volvieron a hacerlo a partir de ahí (al menos, hasta la era del tecno-tango, estilo Bajofondo).
Piazzolla solía rodearse de unos músicos increíbles: por la capacidad de tocar con absoluta exactitud las partes difíciles que escribía, por la garra, por la expresión, por la capacidad de, llegado el momento, improvisar en forma sobresaliente e integrados a un espíritu coherente y particular. Cuando correspondía, sus grupos sonaban como una máquina aceitadísima, pero también pululaba vida en sus muchos buenos ensambles. Quizás el ejemplo más asombroso sea la grabación en vivo (la primera que hizo Piazzolla en toda su carrera) en 1970, en el teatro Regina. Ahí, en la introducción de «Buenos Aires hora cero», sobre el ostinato del contrabajo los demás músicos hacen como una nube rala de ruiditos que, obviamente, es una improvisación que sigue determinadas pautas. Suena como si fuera una obra de Helmut Lachenmann transcurriendo sobre ese bajo caminante bien tonal. Es increíble cómo varían siempre los sonidos, cómo no se pisan unos con otros, cómo mantienen la densidad promedio de eventos pautada y cómo oscilan entre gestos metidos con swing en alguna síncopa oportuna o coincidiendo con una de las notas del contrabajo, y otros que parecen independientes de la rítmica básica, como si volaran. De pronto, todo se acelera ligeramente y entra el grupo a pleno haciendo uno de esos tangos disonantes piazzolleanos. Los dos estados se van a seguir alternando, pero nunca de manera idéntica: cada interludio ruidista tiene un planteo distinto, más rítmico, o más fantasmal, o más tonal, mientras que la parte tanguera sigue distintos rumbos armónicos.
Piazzolla fue de esos músicos completos que pudieron consagrar una tradición entera que vivenciaron a pleno y de la que partieron, para luego transformarla en un trabajo que no se privó de ninguno de los atributos de lo humano: la garra instintiva, el intelecto, la imaginación desabrida, la búsqueda, la comunicación, la abstracción, la expresión individual y un abrazo a la historia que fue un abrazo a su pueblo, con esa conciencia de que, a veces, el mejor respeto a una tradición es tratarla con una fundamentada falta de respeto.