Tengo que confesarte que no me gustó tu novela. Tal vez tenga que mentirte: decirte que qué lindo que escribís, elogiarte el libro como haría tu mamá o una persona interesada en tener sexo contigo. O quizás tenga que buscar frases enrevesadas, poco comprometidas, para que mi juicio sea una cosa de nada, insulso, como un vaso con agua puesto en una pecera vacía. Mirá, tu novela flexibiliza el campo de semantizaciones bajo las cuales tradicionalmente hemos percibido la noción de estructura novelística. Che, tu discursividad aboga por la plenitud de la mirada, entendida como efusividad fragmentaria de la no comprensión del mundo. No, ninguna de esas alternativas funcionará. Ni la mentira maternal o noviecil ni el palabrerío esnob sin compromiso. Lo único que valorarás es la confesión. No me gustó tu novela.
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Me acuerdo de la tarde en que me la diste para que la leyera. La llevabas en el bolso, una cuadernola delgada y enrulada. Te la habías estado callando: que la habías abandonado, que ya no deseabas escribir, y al final resultó que sí habías trabajado en ella, como si hubieras estado tejiéndola empecinadamente con una madeja de alambre en la penumbra de un sótano. Nos estábamos hamacando en el parque, soñando con que las cadenas, que chirriaban como roedores, permitieran el gesto improbable, pero quién sabe si imposible, de dar la vuelta completa. El viento azotaba un secreto apurado en nuestros oídos, la ropa se inflaba de pasión por el juego nervioso, las nubes se disipaban lentamente, copulando en la seda enamorada del cielo. Cuando terminamos, embriagados de velocidad, dispuestos los cuerpos en el mantel que habíamos extendido en el pasto para empezar con el picnic, abriste el bolso y sacaste ese pichón de papel humedecido por el miedo, flaquito de ansiedad, mudo, lleno de interrogantes. Y me lo diste. Y tus ojos eran dos diamantes resignados.
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Mirando el techo, tendido sobre la cama, pienso en las palabras justas, que te lo expliquen sin herirte, amables, indoloras. Tendré que hablarte como si fuera un Apolo, que primero engatusa con la lira para que, en medio del encantamiento, no duelan las flechas disparadas con el arco. Te diré que todo este párrafo de aquí no comulga con el tono predominante de la página, que el inicio se demora mucho en descripciones insulsas en relación con una mejor comprensión del personaje o del entorno o de la acción. Te tendré que detallar la cantidad de veces que se repiten ciertas palabras, expresiones, como si a pesar de estar escribiendo, escudriñando el negro sobre el blanco, no hubieras sido consciente de tus muletillas colándose, esas que te explotan en los labios cada vez que conversamos sobre cualquier cosa con una botella entre manos y un disco de fondo sonando en la habitación a media luz. Tendré que cuidarte, pero no podré mentirte.
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Fue allá lejos y hace tiempo cuando resolviste finalmente tu deseo. Era tu cumpleaños. Tu madre te había hecho una torta decorada con una máquina de escribir, porque veía cómo todas las tardes te sentabas en su escritorio, tecleabas sobre la hoja que ella había puesto para trabajar durante la noche, y después girabas el rollo para seguir hasta que la hoja terminaba de llenarse y la dejabas a un costado para poner otra cuartilla y continuar con la pantomima. En la torta, el teclado era de gomitas masticables clavadas en escarbadientes, la barra espaciadora era una oblea delgada y larga, y la palanca era un cono de galleta relleno de dulce de leche. Una obra maestra. Me acuerdo de que la mirabas con los ojos llenos de amor, y te daba pena que tuviéramos que comerla. Le pediste a tu madre que le sacara una foto para que luego pudiera quedar un recuerdo, y a la semana siguiente irían a la casa de revelado para levantar el sobre que atestiguara aquella dicha. Y antes de cortarla, tu madre fue acercando el encendedor a las ocho o nueve velitas, no recuerdo ya, para darles, una a una, la llama de la alegría, como Prometeo robándoles el fuego a los dioses para bendecir a los humanos. Antes del soplido, te dijo que no te olvidaras de los tres deseos. Y cuando ya estábamos revolcándonos en el suelo, acaparando en la remera plegada sobre sí misma los caramelos y chupetines que habían explotado luego del escobazo certero en el medio de la piñata, me confesaste que no habían sido tres, sino uno solo. Escribir.
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Me siento en una mesa vacía y pido una cerveza, esperándote. El pichón de papel en la falda, subrayado, escrito en los márgenes. Me sudan las manos y la cara, y entonces envuelvo el vaso con las palmas para llevármelas húmedas a la frente y los cachetes. Noto que las miradas del resto me escrutan, se indignan con lo que todavía no ha pasado. Y temo que vengas. Y temo que no vengas.