Una comedia acerca de los engaños conyugales de un par de matrimonios le brinda al francés Florian Zeller –autor de la estupenda El padre, también en cartel– una jugosa ocasión para observar qué puede suceder cuando se ocultan acontecimientos innegables. Lo que se pone en juego en escena no es otra cosa que la fidelidad de los cuatro protagonistas, que ni por asomo confiesan la verdad. La agudeza de Zeller lo empuja a utilizar una profunda ironía en su visión de los sucesivos enfrentamientos de un cuarteto que, para defender sus egoístas posiciones, maneja la mentira hasta las últimas consecuencias. Mérito especial del comediógrafo es saber plantear que la sarta de embustes resulta aun más condenable cuando se advierte que lo que ocultan puede ser todavía más grave que aquello que afirman a viva voz. Entre líneas, Zeller parece advertirle a la platea que la mentira, muchas veces, lejos de tomar cuerpo en lo que alguien dice, se refleja, en cambio, en lo que jamás se atreve a pronunciar.
A lo largo de las diferentes escenas que, de alguna manera, se asemejan a rounds de boxeo, el marido que encarna Humberto de Vargas alterna con Graciela Rodríguez, en el papel de su amante, y Adriana da Silva, la esposa en cuestión. Poco después, la aparición de Franklin Rodríguez como el marido de la primera dará lugar a nuevos malentendidos que este último se encargará de alimentar con razones que conviene no revelar. La verdad del título, por cierto, brillará por su ausencia en casi todo lo que los personajes tienen para declarar o callar. El humor, de forma casi inesperada, sale a relucir en el desarrollo de una trama que lo utiliza para colorear los argumentos y desplantes del cuarteto.
La puesta, que dirige Mario Morgan a partir de la versión escrita por los expertos Fernando Masllorens y Federico González del Pino, acude a un adecuado ritmo acelerado para registrar las distintas instancias que De Vargas, Da Silva, Graciela y Franklin interpretan con la desenvoltura que exigirían los enredos de un vodevil. Por momentos, sin embargo, alguna frase suena estridente, un par de reacciones parecen demasiado repentinas o subrayadas y se suceden aparatosos desplantes de los implicados, que introducen innecesarios toques de exageración en un desarrollo que Zeller reclamaría que se apoyara en tonos más controlados. La ironía, bien manejada, pide disminuir el volumen de las voces y aplazar la rapidez de las reacciones. De esa manera, tal vez, se reflejaría con mayor verosimilitud tanto lo que los personajes expresan a viva voz como aquello que no tienen el coraje de pronunciar.