Pese al cartel advirtiendo el carácter ficticio de situaciones y personajes, no le cabe duda a nadie de que esta película1 es una libre traslación del famoso caso del director del FMI, y en aquel momento firme candidato a proponerse para la presidencia de Francia, Dominique Strauss-Kahn, acusado y detenido en Nueva York en 2011 por abuso sexual de una camarera en un hotel de esa ciudad. De hecho, la película produjo dos furias contrapuestas. La de Strauss-Kahn –que pese a resultar al final absuelto vio arruinadas todas sus expectativas en tanto figura pública–, y la del mismo Ferrara, puesto que para ser exhibida en Estados Unidos la película fue sometida a cortes y modificaciones que alteran su sentido.
Gérard Depardieu, acá llamado Deveraux, encarna al superejecutivo que organiza farras con secretarias, prostitutas y cualquier mujer bien dispuesta, en las que participan también varios de sus colegas de negocios. Él mismo se define como un adicto al sexo, algo importantísimo en la vida de las gentes, según lo afirma y sustenta incluso frente a su hija cuando se reúne con ella para conocer a su novio. Abel Ferrara, cineasta de precipicios humanos si los hay –si no basta el recuerdo de El rey de Nueva York y Maldito policía; ya vendrá su última película, Pasolini, que se enfoca en el último día de vida del cineasta y poeta italiano–, entorna todas esas vivencias en ambientes impersonales y oscuros, escenas crudas y desdramatizadas donde se pasa de una firma de documentos a un entrevero sexual, donde no es fácil distinguir a un ejecutivo de otro o a una mujer de otra. Esos señores, con Deveraux a la cabeza –él sí se distingue, y cómo– consumen sexo sin aspavientos, preparativos o elucubraciones, y Ferrara los filma con la misma frialdad, casi con un aire documental que mantendrá durante toda la película. El protagonista, con su físico de ballena y la fenomenal entrega del actor, exponiéndose en escenas que pondrían a prueba a cualquiera aunque sea mínimamente pudibundo, parece desafiar esa cámara serena y distanciada, al igual que desafía el personaje toda idea de escrúpulos o delicadeza básica. La de-snudez de Depardieu aparece en los dos extremos; cuando el que domina y humilla es él –especialmente en la repugnante escena del abuso sexual–, y, simétricamente, cuando le toca a él la humillación de desnudarse frente a los policías. Al final, un monólogo amargo sobre la inamovilidad de las desgracias del mundo cerrará el círculo abierto en las primeras escenas, en las que se muestra el monumento al oficial francés que acudió a colaborar en la independencia de Estados Unidos e inmediatamente la efigie de Washington en el dólar que se multiplica vertiginosamente. Estas simetrías delatan el sentido moralista que late bajo una película de confección tan cruda y descarnada. Bajo la mirada paciente de Ferrara, bajo la nuestra, un rey quedó –y literalmente– desnudo. Chocante y patético. De la omnipotencia a la autodestrucción en unas cuantas escenas, ambas encarnadas en el mismo cuerpo. Bueno, sólo Depardieu puede lograr eso.
1. Welcome to New York. Estados Unidos,
2014.