Sí, las cosas han mejorado bastante. La tarjetita, la maquinita, el boleto de una hora. Etcétera. Pero hay cosas antiguas que se mantienen. Ya no aquel acento galaico que acunó nuestra juventud, “Tengan la gentileza de correrse, el ómnibus está vacío”, pronunciada en el ámbito de un ómnibus lleno pero que, por esos avatares del deslizamiento, suele estar mucho más lleno adelante que atrás, es una frase que viene del mero pasado. (¿Cómo se dirá en los países donde “correrse” tiene un sentido específicamente sexual?) Pero los ómnibus montevideanos siempre tuvieron la posibilidad de contribuir a la sensatez colectiva. Van despacio –menos el 427–, no hay nada que hacer al respecto, y entonces a la gente lo que le queda es meditar. Eso de que los uruguayos son melancólicos no es cierto, lo que pasa es que el 80 por ciento de ellos –al menos de los uruguayos montevideanos– anda en ómnibus, y entonces medita mucho. Reflexivos por efecto ómnibus: eso es una política educativa en serio.
Sin embargo, de algunos años a esta parte esa mansa costumbre está cada vez más amenazada. Primero, están los músicos, cantantes y afines: hace ya años institucionalizados. Vinieron después de los vendedores, pero se quedaron. Es más, es probable que ahora haya más cantantes y afines que vendedores. Algunos son buenos. Otros, al menos en el escaso tiempo de su actuación en un recorrido, muy buenos. Otros, francamente una tortura. Es cierto que con los I-Pod y los auriculares muchos pasajeros resultan inmunes al arte ofrecido. También es cierto que otros pasajeros, que se comunican entusiastamente por sus celulares, resultan perjudicados cuando el ómnibus se inunda de sonidos musicales. Celulares: eso es nuevo –bueno, relativamente–. La gente en el ómnibus nunca tuvo la costumbre de hablar mucho entre sí, pero ahora asiste impávida a las conversaciones de cualquiera con su novio, con su socio, con su suegra o con quien sea. A veces a un volumen que impide cualquier otro ejercicio auditivo. El celular es como el Facebook; se acabó la privacidad; es más, se alardea de haber perdido la privacidad. Un montón de gente amontonada en un carromato emitiendo sonidos discordantes en un aparatito pegado a la oreja.
Y otro atentado más a la clásica meditación omnibusera, perpetrado desde el poder que da estar al mando: los programas seleccionados por los choferes, y puestos a todo volumen para que disfrute todo el pasaje. Petinatto o Petinatti –disculpen, nunca supe bien si el argentino es con i o con o, ídem para el uruguayo–, pero hablo de ese, del gritón uruguayo que se hace el gracioso y dice sandeces y siempre logra, milagrosamente, participantes que también las dicen, bueno, ese, su programa, es una fija en un montón de ómnibus. El chofer y generalmente también el guarda –o la guarda, porque ese es uno de los cambios: hay mujeres, también conduciendo– muestran su contento. Algunos pasajeros también. Otros queremos tirarnos por la ventanilla. Ha pasado que algún pasajero ofuscado se queje por el maltrato auditivo e intelectual, y la respuesta ha sido: “Si no le gusta tómese un taxi”. ¿Estará establecido en los reglamentos para los funcionarios de los ómnibus que pueden escuchar lo que se les da la gana y hacer que todo el pasaje escuche eso, a la fuerza? Parece que sí, dado el tiempo en que esto viene sucediendo. El poder a los trabajadores, vieja consigna socialista, es interpretada al pie de la letra por los choferes de ómnibus.
Así la clásica política omnibusera de fomentar la espiritualidad de los montevideanos mediante la meditación forzada se viene achicando a pasos agigantados. En cualquier momento ya nadie dirá que somos tristes. Seguramente pasaremos a ser un montón de histéricos rogando a un dios inexistente –por municipal– un poco de silencio.